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Full text of "Ismael"

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ISMAEL 



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V M 



A. BARREIRO Y RAMOS, Editor 



librería., papelería y ENCUADERNACIÓN 

CAIl^ 25 DE MAYO Y CÁMARAS 



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Biblioteca de Autores Uruguayos 



EDUARDO ACEVEDO DÍAZ 




ISMAEL 



MONTEVIDEO 
A. Barreiro y Ramos, editor 

25 de Mayo, esquina Cámaras 
1894 



V 






yU 



Imprenta Artística, de Dornaleche y Reyes 

CkMe 18 d» Julio, núma, 77 y 79 



07i"//7-0/3 



ISMAEL 



La ciudad de Montevideo, plaza fuerte desti- 
nada á ser el punto de apoyo y resistencia del 
sistema colonial en esta zona de América, por 
su posición geográfica, su favorable topografía y 
sus sólidas almenas, registra en la historia de 
los tres primeros lustros del siglo páginas nota- 
bles. 

Encerrada en sus murallas de piedra erizadas 
de centenares de cañones, como la cabeza de un 
guerrero de la edad media dentro del casco de 
hierro con visera de encaje y plumero de com- 
bate, ella hizo sentir el peso de su influencia y 
de sus armas en los sucesos de aquella vida 
tormentosa que precedió al desarrollo fecundo 
de la idea revolucionaria. 



E. ACEVEDO DÍAZ 



Dentro de su armadura, limitado por las mis- 
mas piezas defensivas, cual una reconcentración 
de fuerza y de energía que no debía expandirse 
ni cercenarse en medio del general tumulto, per- 
sistía casi intacto el espíritu del viejo régimen, 
la regla del hábito invariable, la costumbre he- 
reditaria pugnando por sofocar la tendencia al 
cambio, al pretender más de una vez destruir 
las fuerzas divergentes con su mano de plomo. 

Asemejábase en el período de gestación, y de 
deshecha borrasca luego, á un enorme crustáceo 
que, bien adherido á la roca resistía impávido y 
sereno el rudo embate de la corriente que arras- 
traba preocupaciones y errores, brozas y despo- 
jos para reservarse descubrir y alargar las pin- 
zas sobre la presa, así que el exceso desbordado 
de energía revolucionaria se diera treguas en la 
obra de implacable destrucción. 

Esa corriente, con ser poderosa, no podía de- 
tenerse á romper su coraza, y pasaba de largo 
ante el muro sombrío rozándolo en vano con su 
bullente espuma. 

El recinto amurallado, verdadero cinturón Vul- 
cánico, no abría sus colosales portones ni tendía 
el puente levadizo, sino para arrojar falanges 
disciplinadas y valerosas, con la consigna severa 
de triunfar ó de morir por el rey. 

Fué así cómo un día, de aquellos tan gran- 
des en proezas legendarias, la pequeña ciudad 
irritada ante un salto de sorpresa del fiero leo- 



ISMAEL 7 

pardo inglés sobre su hermana, la heroica Bue- 
nos Aires, arma sus legiones y coadyuva en 
primera línea á su inmortal victoria ; y así fué 
cómo, celosa de la lealtad caballeresca y del 
honor militar, rechaza con hierro la metralla de 
Popham, sacrifica en el Cardal la flor de sus 
soldados y sólo rinde el baluarte á los ejércitos 
aventureros, cuando delante de la ancha brecha 
yacían sin vida sus mejores capitanes. 

Por un instante entonces en su epopeya glo- 
riosa, cesó de flotar en lo alto de las almenas 
el pendón ibérico; la espada vencedora había 
cortado al casco la cimera, y, vuelta á la vaina 
sin deshonra, cedido á una política liberal la 
palabra para desarticular sin violencia los huesos 
al «esqueleto de un gigante ». Bradford diluyó so- 
bre los vencidos palabras misteriosas y proféticas : 
Montevideo vio brillar la primera en América la- 
tina una estrella luminosa, Southern star, que en- 
señaba el rumbo á la mirada inquieta del pueblo, 
para ocultarse bien pronto entre las densas nubes 
*de la tormenta ! 

El ligero resplandor, parecido á un fuego de 
bengala, pasó sin ruido en la atmósfera extraña de 
aquel tiempo ; el esfuerzo heroico desalojó de la 
capital del virreinato á la fuerte raza conquista- 
dora ; Montevideo recibió la recompensa de su ab- 
negado denuedo, y el león recobró su guarida. 

Volvieron los portones á cerrarse con rumor de 
cadenas , reinstaláronse las guardias en baterías, 



8 E. ACE VEDO DÍAZ 



flancos, ángulos y cubos ; absorbieron en su ancho 
vientre las casernas de granito, pólvora y balas; 
lució el soldado del Fijo su sombrero elástico con 
coleta en la plataforma de los baluartes ; y, en pos 
de las borrascas parciales y de las batallas glorio- 
sas .... siguióse la vida antigua, la eterna velada 
colonial. 

La ciudad, como toda plaza fuerte, en que ha 
de reservarse más espacio á un cañón con cureña 
que á una casa de familia, y mayor terreno á un 
cuartel ó á un parque de armas, que á un colegio 
ó instituto científico, no poseía á principios del si- 
glo ningún palacio ó edificio notable. 

Dominaban el recinto las construcciones milita- 
res, las murallas de colosal fábrica de piedra, la 
sombría ciudadela, las casernas ciclópeas á prueba 
de bomba, las macizas ramplas costaneras y los 
cubos formidables. La artillería de hierro y bronce, 
aquellas piezas de pesado montaje cuya ánima fro- 
taba de continuo el escobillón, asomaban sus bo- 
cas negras á lo largo de los muros y ochavas de 
los torreones por doquiera que se mirase este erizo 
de metal fundido, desde las quebradas, matorrales 
y espesos boscajes que circuían la línea de defensa 
y las proximidades de los fosos. 

Este asilo de Marte, presentaba en su interior 
un aspecto extraño: calles angostas y fangosas, 
verdaderas vías para la marcha de los tercios en 
columna, entre paralelas de casas bajas con techos 
de tejas ; una plaza sin adornos en que crecía la 



ISMAEL 9 



yerba, en cuyo ángulo á la parte del oeste se ele- 
vaba la obra de la Matriz de ladrillo desnudo, te- 
.niendo á su frente la mole gris del Cabildo ; algo 
hacia el norte, el convento de San Francisco con 
sus grandes tapias resguardando el huerto y el ce- 
menterio, su plazoleta enrejada, su campanario sin 
elevación como un nido de cuervos, y sus frailes 
de capucha y sandalia vagabundos en la sombra ; 
luego, el caserío monótono de techumbre roja, y 
encima de la ribera arenosa, unas bóvedas ceni- 
cientas semejantes á templos orientales, que eran 
casernas de depósito con su cuerpo de guardia de 
pardos granaderos. 

Desde allí, dominando el anfiteatro y la bahí^. 
en que echaban el ancla las fragatas, divisábase 
la fortaleza del cerro como el morrión negro de un 
gigante, aislada, muda, siniestra, verdadera imagen 
del sistema colonial, con un frente á la vasta zona 
marina vigilando el paso de las escuadras, cuyo 
derrotero trasmitía su telégrafo de señales, y con 
otro hacia el desierto al acecho del peligro ja- 
más conjurado de la tierra del charrúa. 

Al mediodía, un torreón recién construido, se 
avanzaba sobre los peñascos de la costa, á poca 
distancia de la cortina en que hizo brecha el ca- 
ñón inglés^; seguíanse las baterías de San Se- 
bastián y de San Diego con sus merlones recons- 
truidos; y á lo largo de las murallas extendíase 

1, El Cubo del Sur, situado en donde se eleva hoy el Templo Protes- 
tante. 



10 E. ACEVEDO DÍAZ 



en singular trama una red de callejuelas torci- 
das, estrechas y solitarias, de viviendas lóbregas, 
sin plazuelas, en desigual hacinamiento. 

En este barrio reinaba una soledad profunda, 
al toque de ^ queda. No eran más alegres otros 
barrios á esta hora en que hería el aire la cam- 
pana melancólica, y resonaban en los ámbitos 
apartados el tambor y la trompa. 

Elevábase triste, en sitio que entonces era cen- 
tro de la ciudad, sin revoque, deforme y oscuro el 
edificio del Fuerte, en que habitaba el gobernador 
y donde las bandas militares solían hacer oir sus 
marchas sonoras. 

A sus inmediaciones, existía el teatro de San 
Felipe, construcción colonial también, con su te- 
jado ruinoso, su fachada humilde de cómico ver- 
gonzante, su puerta baja sin arco y su vestíbulo 
de circo. Era el coliseo de la época. Concurría á 
él lo más escogido de la sociedad. Representá- 
banse comedias y dramas de la antigua escuela 
española, lo que seguramente era una novedad 
para nuestros antepasados, desde que en estos 
tiempos todavía se ensayan con idéntica preten- 
sión por los artistas de talento. Pero, los actores 
de antaño, salvo una que otra excepción, — como 
la de un Cubas de que hablaban complacidos 
nuestros abuelos, — eran de calidad indefinible, 
cómicos de montera con plumas de flamenco, bo- 
tas de campana, talabarte de oropel, jubón de ter- 
ciopelo viejo, guanteletes verde-lagarto y sable de 



ISMAEL 11 



miliciano, cuyos modales ruborizaban á las pul- / 

eras doncellonas de educación austera, que no 
iban á reirse sino á admirar á Calderón de la Barca 
y á Lope de Vega. 

Mirábase en aquel tiempo con un ojo, lo que 
importa decir que se hacía uso del catalejo de un 
solo vidrio. Esto mismo era una desventaja, pues 
la sala estaba iluminada con candilejas de un res- 
plandor tan dudoso, como la pureza del aceite que 
daba alimento á la llama. Un disco que subía ó 
bajaba por medio de una cuerda y que contenía 
regular número de esas candilejas, difundía desde 
el centro sus claridades á todos los puntos extre- 
mos del recinto, ayudados por los que ardían en el 
palco escénico y en la fila de los bajos, balcones 
y cazuela. 

Estas lámparas y el anteojo de un solo vidrio, 
dan una idea del alcance de la visual, en aque- 
llos tiempos arduos del embrión luminoso! 

Aparte de esto, la sociedad carecía de goces. 
El ejercicio de las armas y la función de gue- 
rra, casi permanente, habían creado hábitos seve- 
ros: poca diferencia mediaba entre la rigidez 
del collarín militar y la dureza del carácter. Pro- 
fesábase sin reservas la religión del rey. 

Hacíanse tertulias en los cafés del centro. Aquel ' 

culto adquiría creces, siempre que venían nuevas 
y contingentes de la metrópoli, en cruda guerra 
entonces con las legiones de Bon aparte. En esos 
focos de reunión amena, la clase acomodada y 



12 E. ACEVEDO DÍAZ 



los oficiales de la guarnición departían sobre los 
asuntos graves, que á veces tenían su origen en 
Buenos Aires. La reconquista de esta capital fué 
preparada en las conferencias populares de los 
cafés, por individuos de la marina mercante y 
los voluntarios de Montevideo. , 

La fidelidad ciega á la monarquía, explicábase 
sin embargo en el vecindario, más por la costumbre 
de la obediencia que por la espontaneidad del 
instinto. El hábito disciplinario regía las corrientes 
de la opinión. Nos referimos á los nativos ó crio- 
llos. La educación colonial, semejante al botín de 
hierro de los asiáticos, había dado forma única en 
su género á las ideas y sentimientos del pueblo ; y, 
para vencer de una manera, lógica y gradual las 
fuertes resistencias de esta segunda naturaleza, era 
necesaria una serie de reacciones morales que des- 
vistiesen al imperfecto organismo de su ropaje tra- 
dicional operando la descomposición del conjunto, 
así como sucede en las misteriosas combinaciones 
de la química. Adúnese á este hecho sociológico, 
el del vuelo rpenguado del espíritu y del pensa- 
miento innovador dentro de una ciudad fortificada, 
sin prensa, sin tribunas, sin escuelas, donde se ense- 
ñaba á adorar al rey y se imponía el sacrificio como 
regla invariable del honor, con el apoyo de millares 
de soldados y centenares de cañones, en medio de 
un círculo asfixiante de murallas y baterías — lo 
mismoque en una cárcel de granito forrado en hierro; 
ala sombra de una bandera que flameaba más al- 



ISMAEL 13 



tiva y soberbia, cada vez que rompía su astil lame- 
tralla ; agregúese todo esto á la educación impuesta 
por el sistema, y se inferirá porqué los tupamaros, 
aun abrigando los instintos enérgicos de una raza que 
va alejándose día á día por hechos que no trascienden 
de su fuente originaria, y favoreciendo sus propensio- 
nes de rebelión contra la costumbre en la vida del 
despoblado, veíanse en el caso de sofocar esos 
'arranques viriles y de adormecer los anhelos vagos 
y desconocidos hacia una existencia nueva que 
el misterio y el peligro hacían máá adorable. 

Por eso en los campos, en las escenas de la vida 
de pastoreo y en los aduares mismos de la tribu 
errante, estos instintos y anhelos eran más acentua- 
dos é indómitos que en la ciudad. Dentro de los ba- 
luartes estaba la represión inmediata, la justicia pre- 
ventiva, el rigor de la ordenanza ; pero, fuera del 
círculo de piedra — sepulcro de una generación en 
vida — erppezaba la libertad del desierto, esa liber- 
tad salvaje que engendra la prepotencia personal, y 
que en sentir del poeta, plumajea airada en la 
frente de los caciques. 

Así surgió en la soledad el caudillo, como el rey 
que en la leyenda latina amamantó una loba : sin 
títulos formales, pero con resabios hereditarios. 
Puma valeroso, bien armado para la lucha, fué el 
engendro natural de los amores del león ibérico en 
el desierto que él mismo se hizo al rededor de su 
guarida, para campear solitario, nostálgico y ru- 
giente. El clima, el sentimiento del poder propio, la 



14 E. ACEVEDO DÍAZ 



guerra enconada, completaron la variedad. El en- 
gendro creció en v la misma sombra en que había 
nacido, desenvolviendo de un modo prodigioso lo 
único que sus fieros genitores le habían dado con 
su sangre: la bravura y la audacia. Desde los ha- 
tos de Colombia hasta las estancias del Uruguay, 
ésta fué la herencia. Solamente las ciudades que 
concentraban en su seno las escasas luces de la 
época junto al podéf central, gozaron del privile- 
gio de asimilarse algunas de las teorías reforma- 
doras que las grandes revoluciones sociales y polí- 
ticas hacían llegar palpitantes á estas riberas, como 
átomos luminosos que arrastran las olas de un mar 
fosforescente. De ahí, una escena extraña y turbu- 
lenta de ideas nuevas y preocupaciones tradiciona- 
les, sentimientos y antagonismos profundos, tenta- 
tivas abortadas, formidables esfuerzos contra la 
corriente invasora, expansión de ideales hermosos 
dentro de la misma obra de tres siglos de silencio, 
relámpagos intensos bañando los recónditos de la 
vida conventual, resabios en pie terribles y ame- 
nazadores y fanatismos ciegos minando en su 
topera el suelo firme de la sociabilidad futura ; pero 
teatro al fin, para los tribunos, asamblea para la 
opinión y la protesta, aunque fuera la del agora, 
taller de improvisaciones fecundas en que cien ma- 
nos febriles fabricaban y deshacían obras y mol- 
des en afán incesante sudando ideas y energías, 
hasta concluir por destrozar todas las formas viejas 
de retroceso y de barbarie para cincelar en carne 



ISMAEL 15 



viva el tipo robusto de la democracia americana. 
Mens agitat molem, 

Montevideo carecía de este cerebro. No era un 
foco de ideas, sino de fuerzas. Imponía el mandato 
con la espada, y en caso de impotencia, recogíase 
en su coraza irascible y siniestra. Era el crustáceo 
enorme en mitad de la corriente. En su recinto, las 
deliberaciones públicas tenían su punto inicial en el 
poder, y á él convergían como radios de un mismo 
centro. La unidad de acción, salvó así de la derrota 
ola ignominia á más de uno de sus gobernantes ru- 
dos, en los días de angustioso conflicto. 

Enorgullecida por los títulos y honores de que 
hacía alarde, pues no los había merecido iguales 
ninguna otra ciudad de América, Montevideo con- 
firmaba así el dictado de « muy fiel y reconquis- 
tadora » que confirióle por cédula el monaróa des- 
pués de la rendición del ejército británico en 
Buenos Aires, y su derecho al uso de la distin- 
ción de «Maceros». En materia de heráldica, sus 
blasones constituían un honor indisputable. Acor- 
dósele el privilegio de unir á su escudo la palma 
y la espada, los pendones ingleses, — trofeos de la 
victoria, — y una guirnalda de oliva entrelazada 
con la corona de las reales armas sobre la cús- 
pide del cerro, — símbolos todos de las virtudes y 
de la gloria militar. Tales honras mantenían in- 
cólumes su constancia, su lealtad y su valor : una 
sola aspiración sensible al cambio, habría sido 
para ella un cruel sufrimiento y una mancha in- 
deleble. 



;-»■ -.!»-■•- 



16 E. ACEVEDO DÍAZ 



II 



En la época á que nos referimos, Montevideo, 
de ochenta y dos años de fundación y once mil 
moradores dentro de murallas, era gobernada por 
D. Francisco Xavier de Elío, militar de escaso 
criterio, hombre "de pasiones destempladas y ca- 
rácter violento é inaccesible al debate sereno, de 
cuyo desequiHbrio psico- fisiológico resultaba una 
personalidad perpetuamente reñida con todo lo 
que era adverso á la causa del rey, y, decirse puede, 
consigo misma, en los frecuentes arrebatos y ex- 
travíos de sus pasiones. La irritabiHdad de su tem- 
peramento y la acritud de su genio díscDlo, jac- 
tancioso y camorrista, parecían haber acrecido 
sensiblemente., en concepto de sus coetáneos, desde 
su choque desgraciado con Pack en la Colonia, 
que para él había sido como un golpe con la 
espada de plano en las espaldas. Su amor á la 
institución monárquica, era algo semejante á un 
cariño sensual; y su odio á los nativos, crónico 
é incurable. Apoyado por el partido español, que 
era fuerte en la ciudad de su mando, y por el que 
en la capital del virreinato acaudillaba el viril 
peninsular D. Martín de Alzaga, había llegado á 



ISMAEL ' 17 



;/ 



desconocer resueltamente la autoridad de D. San- 
tiago Liniers, en quien él veía un instrumento 
de la política napoleónica desde la misión desas- 
trosa de Sassenay, ó por lo menos un gober- 
nante susceptible de ceder á las sugestiones sub- 
versivas de los nativos que manifestaban en sus 
actos contradictorios desde algún tiempo atrás, 
la inquietud propia de los enclaustrados á cuyas 
celdas llega el calor de un grande y voraz in- 
cendio. 

Elío, esclavo de la monarquía absoluta en pri- 
mer término, y de la intemperancia de sus pasiones 
en segunda línea, violaba así la regla de la obe- 
diencia pasiva, de que era exigente, erigiéndose 
en única potestad suprema en esta zona colonial 
hasta tanto no se modificara la situación política 
de la península. 

Explicábase así. el hecho ruidoso, acaecido en 
el Fuerte, entre el gobernador y el capitán de 
fragata don ' Juan Ángel Michelena, nombrado 
por el virrey Liniers para el relevo, el día antes 
de aquel en que lo presentamos en escena ; su- 
ceso que se comentaba en los grupos con ardor 
por éu origen, índole y consecuencias graves. A 
causa de ellas, Montevideo, aunque nominalmente, 
venía á constituirse en cabeza del virreinato; pero, 
en el fondo, esta rebelión consumada dentro de 
sus muros, de sus hábitos de obediencia y res- 
peto, levantándola de su rango de segundo orden 
á la categoría suprema, y formando una conciea- 



18 E. ACEVEDO DÍAZ 



cia pública de poder y responsabilidad moral y 
política, falsa en cierto modo, la segregaba del 
gran núcleo, y por siempre! El brusco piloto se- 
paró la nave del resto de la armada ; como se 
verá, sin embargo, no cambió el rumbo, marchanda 
sin saberlo ni desearlo, en líneas paralelas. La 
unidad colonial con ese golpe á cercén dado por 
el sable de un soldado turbulento, perdió un es- 
labón, que no pudo luego reatar el esfuerzo libre; la 
fórmula, en cambio, del rompimiento, marcó en 
el orden cronológico y político el derrotero co- 
mún á las hermanas separadas por antagonismo 
de circunstancias, y no por rivalidad histórica. 

Los vínculos y conexiones naturales que este 
movimiento tenía con el poderoso partido europeo 
que se agitaba en Buenos Aires, con idénticos 
propósitos y fines, quitábanle todo carácter de sim- 
ple rebelión local, revistiéndolo de otro más com- 
plejo, vasto y complicado, en sus planes de absor- 
ción é intransigencia á la sombra de las banderas 
del rey. 

Era por eso que, en las plazas y las calles de 
Montevideo se reunían preocupados y nerviosos los 
vecinos, al declinar el primer día primaveral del 
año 1808. 

En la plazoleta de San Francisco, — uno de 
los sitios donde hacía poco tiempo habíase ju- 
rado solemnemente al rey Fernando VII, — un 
grupo considerable, en que figuraban varios ofi- 
ciales del regimiento de los Verdes, departía. 



ISMAEL 19 



con calor sobre el Cabildo abierto y la elección 
de Junta efectuada en ese día, previo rechazo del 
gobernador impuesto por el virrey Liniers 

En el pórtico del conventó, Fray Francisco Car- 
bailo, padre guardián, mantenía animada plática 
con dos sujetos, ampliando datos con aire con- 
cienzudo, — como que él había sido uno de los 
principales actores en aquellos dos hechos impor- 
tantes y sin ejemplo hasta entonces en el vasto 
dominio colonial. 

Con la capucha caída y las manos ocultas en 
las bocamangas, en las que se entraban ó de 
las que se salían inquietas, según el grado de 
vehemencia del diálogo, el religioso paseábase de 
vez en cuando frente al pórtico, agitado y atur- 
dido aún, por las fuertes impresiones de la jornada. 

Con ser el día el primero de la estación de las 
flores, parecía el invierno haberlo hecho su presa 
al retirarse ceñudo, pues dejaba esa tarde en pos, 
como excelente guardia á retaguardia, un cierzo 
penetrante que obligaba de veras al abrigo. 

De ahí que, uno de los sujetos de que habla- 
mos, llevase bien abrochado hasta el alzacuello 
un capote azul con esclavinas. Lucía cintillo en 
el ojal. Tanto él como su compañero, á estilo de 
la época, usaban trenza con moño en el extremo. 

Este otro personaje, insensible al parecer á la 
crueldad de la atmósfera, en vez del capote con 
esclavinas, vestía sencillamente una casaquilla de 
oficial de blandengues. 



20 E. ACEVEDO DÍAZ 



Representaba cuarenta años. De estatura re- 
gular y complexión fuerte, nada existía en su 
persona que llamase á primera vista el interés de 
un observador. Era un hombre de un físico agra- 
dable, blanca epidermis, — aunque algo razada por 
el sol y el viento de los campos, — cuello recto 
sobre un tronco firme, cabellera de ondas reco- 
gida en trenza de un color casi rubio, y miembros 
robustos conformados á su pecho saliente y al 
dorso fornido. 

Podíanse notar, no obstante, en aquella cabeza, 
ciertos rasgos que denunciaban nobleza de raza y 
voluntad enérgica. El ángulo facial, bien medía 
el grado máximum exigible en la estatuaria an- 
tigua. Su cráneo semejaba una cúpula espaciosa, 
el coronal enhiesto, la frente amplia como una 
zona, el conjunto de las piezas correcto, formando 
una bóveda soberbia. La notable curvatura de su 
nariz, acentuaba vigorosamente los dos arcos del 
frontal sobre las cuencas, como un pico de cón- 
dor, dando al rostro una expresión severa y va- 
ronil; y en su boca de labios poco abultados, dó- 
ciles siempre á una sonrisa leve y fría, las comisuras 
formaban dos ángulos casi oblicuos por una trac- 
ción natural de los músculos. Sin poseer toda la 
pureza del color, sus ojos eran azules, de pupila 
honda é iris circuido de estrías oscuras, de mirar 
penetrante y escudriñador, comunmente de flanco; 
nutridas las cejas, en perpetuo motín entre las 
dos fosas ojivales, bigote espartano, barba de ra- 



ISMAEL 21 



las hebras, pómulos pronunciados, perfecto el 
óvalo del rostro. 

De temperamento bilioso, esparcíase por la fiso- 
nomía cuyos perfiles delineamos, como un reflejo 
de cordiales sentimientos, ó de índole suave y 
amable, que contrastaba singularmente con el vi- 
gor de esos perfiles. La misma mirada pensativa, 
y vaga á veces, al contraerse la pupila al in- 
flujo de una absorción pasajera del ánimo, tenía 
una expresión amable y benigna, — la que puede 
trasmitir la experiencia de una vida ya desva- 
necida de azares y tormentas. Si el oficial de 
blandengues los había sufrido, no lo denuncia- 
ban manchas^ cicatrices ó mordeduras en sus fac- 
ciones; era su tez pálida, pero no marchita; no 
era tersa, pero tampoco hoyosa ni sajada. De las 
aventuras de juventud, sólo en su frente abierta 
y extensa había quedado algún surco; más bien 
formado, antes que por los males físicos, por 
el pensar consciente de lo que la vida enseña. 

Al contrario de su compañero, no le afectaban 
los nervios en el curso del diálogo. Permanecía 
sereno é impasible, si bien escuchando con aten- 
ción marcada lo que se decía, y concediendo una 
que otra ligera sonrisa al comentario de los he- 
chos. De maneras sencillas, sus gestos, movimien- 
tos y ademanes mesurados se avenían con aquella 
tranquilidad glacial de su espíritu. Era parco en 
el hablar. Cuando lo hacía por acto espontáneo, 
ú obligado por el giro de la conversación, vertía 



I 



N 



22 E. ACEVEDO DÍAZ 



despacio y sin alterarse sus palabras, mantenién- 
dose en lo moderado y discreto. No demostraba 
en sus raciocinios serenos mayor grado de cul- 
tura é ilustración, pero sí inteligencia natural, as- 
tucia y observación sagaz. Esta peculiaridad de 
su criterio,' solía detener á sus dos interlocutores, 
dejándolos suspensos y en silencio en mitad de 
su debate. 

Tales condiciones de carácter le hacían apa- 
recer tolerante y modesto, para los que no le co- 
nocían de cerca; para aquellos con quienes ha- 
blaba, era simplemente un hombre llamado á vida 
de orden y sosiego, después de algunos años bo- 
rrascosos; servicial, enérgico y valiente, capaz de 
cumplir con su deber y de conducir sus empre- 
sas al último grado de la audacia y del arrojo. 
Quizás alguno adivinó, sin embargo, en el fondo 
de su naturaleza admirablemente modelada en las 
formas, un orden fisiológico - moral correlativo, aun 
cuando sólo fuera presidido por luces vivas de ta- 
lento inculto : — secretas aspiraciones y tendencias 
ordenadas con sistema, y la fibra de la perseve- 
rancia dura y vibrante como una cuerda de acero, 
bajo aquella máscara fría. 

En verdad que, para estos escasos observado- 
res, el oficial de blandengues era por su foja de 
servicios algo semejante á un león de melena se- 
dosa que él había arrastrado por las malezas de 
la soledad y cubierto de abrojos en otro tiempo; 
cuyo ojo sonmoliento y vago ahora, podía dila- 



ISMAEL 23 



tar su pupila de improviso por la fiebre de la 
lucha, y tornar en rojos sus azulados reflejos. 

Los tres personajes que presentamos en escena, 
Tiabían iniciado su conversación animada sobre el 
hecho de la noche anterior ocurrido en el Fuerte. 

Fray Francisco Carballo, contestando al sujeto 
-de capote con esclavina, decía, — hacienda el re- 
lato de la llegada del capitán de fragata don 
Juan Ángel Michelena: 

— El gobernador negábase á la recepción del 
candidato del virrey. Entonces éste, buscando fuer- 
zas en sus bríos de soldado, ya que carecía de 
los de diplomático, se presentó en el Fuerte pi- 
diendo una entrevista. Recibido por Elío, puso de 
manifiesto su misión .... El gobernador le increpó 
severamente su conducta. — No es éste el proce- 
der de un servidor leal, — díjole. — Bonaparte hu- 
milla á España, y Liniers es francés. 

La venida de Sassenay descubre al traidor. — 
Vengo á que se me haga entrega del mando, — 
respondió Michelena, — y no á que se dude de 
mi lealtad. Resistirse á ello sí que es conducta 
vituperable. — Haya más comedimiento en el len- 
guaje, — repuso Elío irritado, dando con el puño 
en la mesa, — ó de no, pongo el remedio en el 
acto, señor capitán sin nave! 

Michelena se encolerizó á su vez, replicando: 
— Al fin no la perdí yo, y la que ha de naufragar 
es ésta, con un piloto tan inhábil. ¿ Entrega Vd., 
ó no, el mando ? — El gobernador hizo explosión. 



24 E. ACEVEDO DÍAZ 



\ Basta ya, y fuera de aquí, mal español ! — Y al 
pronunciar esta frase, alargó iracundo el puño al 
rostro de Michelena. — El capitán retrocedió dos 
pasos, é hizo armas. — ¡Cuidado, porque hago lo 
que no pudo Fack : — quemarle á Vd. el masca- 
rón ! — Llevó rápido la mano á la pistola. — ¡ San- 
tiago, y cierra España ! rugió el gobernador con 
furia extrema, y cayó sobre el postulante como 
un toro, rodando los dos por el suelo. 

Después de esto, — prosiguió el padre guar- 
dián, — fácil era prever lo que había de ocurrir. 
Michelena se marchó hoy, al rayar el alba ; — 
anoche mismo un grupo considerable del vecin- 
dario, llevando á su cabeza la banda militar del 
regimiento de Milicias, concurrió al Fuerte acla- 
mando al gobernador y pidiendo Cabildo abierto... 

— ¡Vive Dios, que todo eso es nuevo! —inte- 
rrumpióle bruscamente el del capote azul. — Ca- 
bildo abierto en ciudad cerrada ; junta de gobierno 
en oposición con la autoridad del virey : — ¡es 
grave, padre guardián ! 

— Lo mismo pienso yo, capitán Pacheco. Pero, 
había que seguir la corriente .... Sin perjuicio 
de ocurrir en consulta á la Junta Suprema, el 
gobernador presidirá. . . .Con todo, presiento que 
algunos peligros serios nos amagan por dentro 
y fuera. ¡El ejemplo puede ser pernicioso! 

Así diciendo. Fray Francisco echóse con mano 
nerviosa la capucha sobre el casquete, y dirigién- 
dose al oficial de Blandengues, preguntóle sin 
detenerse: 



ISMAEL 25 



— ¿No opina Vd. así, teniente? 

El interpelado miróle arriba de la cabeza de 
un modo vago al parecer; y contestó con su voz 
baja y lenta: 

— Recién llegué con el capitán del campo, y 
no puedo apreciar con certeza estas cosas .... 
Pero, por lo que oigo, en mi entender la medida 
es buena, aunque por ahora nada cambia. 

— No comprendo, — objetó el capitán Pacheco. 

— Eso digo, porque, si es bueno que el vecin- 
dario aprenda á gobernarse, él no se gobernará 
mientras tenga el bastón el coronel Elío. 

— ¿Y si el virrey quiere guerrear? 

El teniente volvió á un lado la cabeza, y re- 
puso : 

— Las murallas son fuertes. 

Fray Francisco estuvo mirándolo un instante 
con fijeza. Luego repitió, como hablando mental- 
mente : 

— Por ahora, nada cambia la medida .... 

— Sí. La campaña seguirá siendo la misma. 
No le llega el Cabildo abierto; pero, más tarde 
puede ella ensayar sola estas novedades .... 

— ¿Contra la autoridad del monarca? 

En las pupilas profundas del blandengue lució 
un destello, tan rápido como imperceptible, al oir 
esta pregunta. Su rostro permaneció inalterable, 
cual si no hubiera golpeado á su cerebro alguna 
convicción atrevida, de esas que dejan caer vi- 
siblemente en otros semblantes el velo de la cau- 



26 E. ACEVEDO DÍAZ 



tela y el disimulo; y, dijo, calmoso, mirando de 
soslayo indiferente: 

— Esto matará al rey. 

La frase -hizo efecto. El padre guardián y el 
capitán Pacheco quedáronse en silencio por al- 
gunos momentos. 

— ¡ Imposible ! — exclamó al fin Fray Francisco, 
moviendo á uno y otro lado con energía la ca- 
beza. 

— i Habría antes que abatir las murallas ! — ob- 
servó Pacheco, fijando sus ojos de mirar fuerte 
en el oficial. 

— La España no puede suicidarse. La Junta 
sólo está llamada á salvar su decoro, y cesará 
cuando se arroje a) francés. Esta es obra de 
poco tiempo para el heroísmo. ¿ Cómo creer, por 
otra parte, que pueda echar raíces una institución 
etímera ? 

— Y, sin, clavar los cañones ¿quién arría la 
bandera? — prosiguió el capitán, concluyendo su 
anterior pensamiento. 

— El conflicto estriba en esto, — dijo Fray Fran- 
cisco: — ¿aceptará la Junta Suprema nuestra solu- 
ción? Del virrey no hay que esperar aquies- 
cencia, y me temo mucho que ardamos en fami- 
lia, si no viene Dios en auxilio. Tratándose de 
hermanos y de intereses idénticos, esta rivalidad 
me recuerda una leyenda de la edad media. Ella 
cuenta que en cierta orden de frailes, suscitóse 
una disputa agria y enconada, acerca de la forma 



ISMAEL 27 



de hábito quQ debería adoptarse por los indivi- 
duos de la comunidad. Unos deseaban y pro- 
ponían que la capucha terminase en punta ; otros, 
que la capucha concluyera en forma de media 
naranja. La disputa siguió agriándose y tomó 
creces, hasta que sobrevino la brega y se echó 
mano á las armas. Por días y meses y aun 
años, la sangre corrió en abundancia; pero, como 
la cólera al fin se aplaca y los brazos se fati- 
gan, arribaron al siguiente avenimiento: — que 
unos llevarían la capucha de media naranja, y 
los otros .... la capucha puntiaguda, en buena 
paz de Dios! 

— Algo peor ha de suceder, padre guardián, — 
repuso Pacheco, que era soldado rudo. 

— ¿Aun cediendo á uno de los beligerantes ad 
perpetuum^ la capucha puntiaguda? 

— Con todo, — respondió el teniente de blanden- 
gues, que hasta entonces había permanecido ca- 
llado. — A primera vista, cae el cuento bien al 
caso, como un hábito, padre; pero, allá en la 
otra orilla, donde j on más fuertes, falta saber 
si no aprovechan mejor estas cosas .... 

— Por cierto, — argüyó el capitán Pacheco, 
abriendo bien sus ojos ante aquel raciocinio. — El 
padre guardián ha olvidado discurrir sobre eso. 

— La desavenencia tiene que ser momentánea 

— No, — dijo Pacheco con voz atronadora ; — 
¡ después de un divorcio por sevicia, sólo Lucifer 
receta matrimonio ! 



28 E. ACEVEDO DÍAZ 



Sonrióse el teniente, y mostró su blanca den- 
tadura el fraile, en risa franca y jovial. 

En ese instante, la cabeza encapuchada del 
hermano refitolero asomó en la puerta, y oyó- 
sele decir con voz ronca: 

— Empieza á caer niebla, y el refectorio aguarda. 

— Entremos, — dijo Fray Francisco con solici- 
tud afectuosa. 

Dejóse oir el tañido de una campana. 

El teniente movió negativamente la cabeza, 
dio las gracias de una manera afable, y fuese, 
después de un cordial saludo. 

Deseos tuvo el padre guardián de retenerle; 
pero, algún escrúpulo, de que él mismo no se 
daba cuenta, lo contuvo. 

El capitán Pacheco investigó su semblante. 

Fray Francisco con la mano en la barba per- 
manecía inmóvil y pensativo, siguiendo con la 
vista al oficial de blandengues, que se hundía 
en la niebla. 

Empezaba á oscurecer. 

— ¡Misterioso y suspicaz! — exclamó de pronto. 
¡Extraño temple! 

— Lo conozco bien, — dijo Pacheco con aire 
concienzudo, — como le conoce la campaña toda. 
Del año noventa al noventa y seis, cuando él 
era mancebo, hizo salir bastantes veces en vano 
mi espadón de la vaina. Del noventa y siete acá, 
todo ha cambiado y valen sus títulos. . . . 

— Se educó en este convento, — susurró el fraile 



ISMAEL 29 



interrumpiéndolo, siempre con su gesto caviloso. 
Dicen que hay austeridad en su vida. 

— Una cosa afirmo yo, sin ofender á nadie, — 
añadió el capitán con entonación de brusca fran- 
queza.- 

— ¿Y, es? 

— Que no bebe, ni juega. 

— Verdad que son raras virtudes .... No lo 
parece, — pero es altivo. 

— Como un tronco. Hay que cortarlo, para 
bajarle la copa. 

Fray Francisco Cárballo vio perderse en la 
sombra la figura del blandengue, en aquel mo- 
mento más melancólico y atrayente al desvane- 
cerse poco á poco como un fantasma ante sus 
ojos allá en el fondo de la bruma; y volvién- 
dose de súbito con rapidez, lo mismo que el que 
sale de un abismamiento mental, cogió el brazo 
al capitán don Jorg'e Pachaco, y se hizo prece- 
der. Entróse él detrás, murmurando á modo de 
rezo secreto: 

— ¡ Esto matará al rey ! 

Pacheco detúvose en la oscuridad del pórtico, 
diciendo con voz recia: 

— ¡No entro, si es hora del rosario! 

— No es eso, capitán .... Me hace hablar solo 
un peón entrado en dama que no dejó parar 
pieza en tablero, anoche en una partida de aje- 
drez con Fray Joaquín Pose .... 

— Sólo conozco el movimiento del caballo, y 
sino, ¡ que lo diga el teniente de blandengues! 



30 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Así es, capitán .... Se explica de esa ma- 
nera el centauro .... y el caudillo ! 

Estas últimas palabras expiraron en los labios 
de Fray Francisco como fórmula de un pensa- 
miento negro que se agijaba bajo su cráneo, 
informe y grotesco, con la tenacidad de la sos- 
pecha grave que se acerca al grado de certi- 
dumbre. 



III 



Una hora después, concluido un ligero rezo, y 
ya de sobremesa, el padre guardián pidió al 
capitán Pacheco que invitase para el siguiente 
día al oficial del cuerpo veterano de blanden- 
gues, pues le sería muy agradable su compañía. 

— Imposible, — contestó el capitán. 

Al despuntar la aurora se marcha al valle del 
Aiguá. 

— ¿ No se hizo para él la fatiga ? 

— ¡ Quiá ! echado hacia adelante en la montura, 
al trote firme, ha visto cien veces amanecer. 
Quince años hace, vi un día detrás de él ponerse 
el sol, y siendo yo jinete duro, me detuve y mandé 
acampar. . . . Pues lo tuve encima á media noche, 
y de él me salvó la sombra, hasta que me enseñó 
el rumbo el lucero del alba. 



ISMAEL 31 

— Duerme sobre estribos. 

— No sé si duerme, padre; pero si lo hace, 
será con los ojos abiertos. Primero que él ha de 
caer el caballo. Una vez corrióse en noventa ho- 
ras la frontera, volvió sobre sus pasos con in- 
creíble rapidez para engañar la tropa portuguesa 
que le salía al frente, y en su segunda contra- 
marcha de flanco al venir el día á orillas de una 
laguna, cayó sobre Juca Ferro como un conde- 
nado, acosándolo á lanza hasta tierra extranjera. 

— Esa vida tan activa y azarosa, se explica 
sólo en un organismo de hierro, capitán. 

— ¡ Muy distinta á ésta tan sosegada, por cierto ! 
— exclamó Pacheco lanzando una carcajada ho- 
mérica. — El blandengue ése parece de metal, y 
basta á su sustento agua y carne asada con ce- 
niza por sal, cuando se mueve con sus hombres 
en misión de vigilancia. 

Quince ó diez y seis años atrás, las partidas 
tranquilizadoras no dormían tranquilas, aunque 
fuera su principal objeto, que todos hicieran lo 
mismo .... Lo cierto es, padre, que en la gue- 
rra el que cierra los dos ojos queda dos veces 
á oscuras comunmente, porque á enemigo dor- 
mido, moharra en las entrañas. 

— ¡ Qué enormidad ! 

— Hay que hacerlo, padre, antes que otros le 
apliquen á uno la receta de despertar sin sen- 
tirlo en otro mundo. La disciplina traba un poco, 
pero todos hacen lo mismo. 



32 E. ACEVEDO DÍAZ 



— ¡Es sanguinario y cruel! El derecho de gen- 
tes prescribe lo humano, y la misericordia, el te- 
mor de Dios .... 

— No entiendo de tologtas. El rosario está bueno 
sólo en la cruz del espadón. 

Siguióse á este diálogo animado y curioso en- 
tre el soldado y el fraile, un, ligero instante de 
silencio. 

Algunos conventuales cruzaban por el refecto- 
rio hacia el patio, callados, á paso lento con sus 
capuchas caídas y la vista baja, — en desfile de 
sombras grises. Del interior del monasterio lle- 
gaban ecos de cánticos monótonos, á veces con- 
fundidos con las voces vibrantes de la campan^, 
del corredor. En los semblantes de los frailes 
mustios y graves en apariencia, podían notarse 
sin embargo reflejos de las impresiones del día, 
como si las cosas mundanas, lejos de serles in- 
diferentes, hubieran sido objeto y tema preferido 
de sus pláticas y controversias secretas en el 
fondo de las celdas. Solían mirarse unos á otros, 
detenerse y hablarse por encima del hombro, 
para seguir vagando en la semi-oscuridad de los 
clautros sin ruido alguno al roce de sus sanda- 
lias. Otros, encontrábanse de pie, apoyados en el 
muro, inmóviles y meditabundos; los menos dis- 
tinguíanse en la penumbra de los extremos, enco- 
gidos en sus asiento^, como absortos en la ora- 
ción mental. 

— ¿ No le parece á Vd., capitán Pacheco, — pre- 



■ f 



ISMAEL 33 



guntó de súbito Fray Francisco, — que el teniente 
•de blandengues, nuestro conocido, tiene algo de 
raro ? 

El capitán le miró, y recogióse en breve me- 
ditación, como quien tiene mucho que decir y 
^lige con su mente á solas. 

Luego, encogióse de hombros, y respondió con 
-cierta dissplicencia : 

— ¡ Padre, nadie sabe cómo tiene el alma nadie! 

— También es verdad, — murmuró el fraile con 
los ojos fijos en el suelo y las dos manos cru- 
zadas sobre el pecho. 

Otro, que estaba sentado en el extremo más 
próximo del refectorio, jugando con el cordón que 
llevaba á la cintura, sonrióse con aire de malicia 
^1 oir la respuesta de Pacheco. 

Ese hermano se distinguía en la vida conven- 
tual por su seriedad, cultura y circunspección; 
por lo que, apercibido de su gesto, apresuróse á 
•decir el padre guardián: 

— Algo preocupa á Fray Benito. 

— No así, hermano, — contestó muy suavemente 
-el nombrado, que era un hombre de buenas fac- 
ciones, ojos inteligentes y /rente serena. — Apre- 
ciaba la ocurrencia del capitán como una idea 
feliz. 

Restregóse las manos Pacheco, riendo con frui- 
•ción y la fi-anqueza propia del soldado, las pier- 
nas tendidas á lo largo y la cabeza echada ha- 
cia atrás en el respaldo del sillón de baqueta. 

8 



Si * E. ACEVEDO DÍAZ 



I 

— Sí ... . feliZ; — susurró Fray Francisco medi- 
tabundo. 

— Cuántos hombres y cuántos acontecimien- 
tos, — dijo Fray Benito, — habrán sido juzgados 
y condenados en la historia sin examen previo y 
crítica sesuda de las causas determinantes, tanto 
de los actos personales cómp de los hechos co- 
lectivos. Difícil fuera desvanecer un cúmulo de 
errores, una vez viciada la fuente de la ver- 
dad. Tratándose de personajes aislados, con ma- 
yor razón de ellos queda comunmente un retrato 
de la máscara exterior, antes que de la fisono- 
mía interna; vale decir: las variantes de su in- 
genio, no el secreto del problema de su vida. 

Y esto arguyendo, siguió jugando con el cor- 
dón. 

El padre guardián apoyó, tosiendo, su barba 
en la mano, y púsose á mirar el techo. 

Pasaron algunos minutos de recogimiento, en 
que ambos frailes parecían hacer oraciones, an- 
tes que cálculos sobre las cosas profanas. — El 
capitán solía mirarlos al rostro, callado y seco. 

De pronto, Fray Benito aventuró esta frase: 

— Respecto á los sucesos de estas horas, mu- 
(Sio habría que decir sobre las responsabilidades. 

— Con arreglo á ese criterio, — preguntó el 
padre guardián con voz grave: — ¿qué llegará á 
opinar la Audiencia sobre nuestra Junta? 

— Quizás piense que es precedente peligro- 
so .. . 



ISMAEL 35 



"'n sureíaa aei con- 



Al decir esto Fray Benito, partía de la creen- 
cia de que la Junta de Sevilla no importaba en 
el orden político más que un accidente de cir- 
cunstancias, una improvisación surgida del con- 
flicto, insólita y ficticia; la monarquía subsistía 
aun sin el rey, y lo que allá podía aparecer ne- 
cesario, tolerable ó fatal, aquí era sencillamente 
sedicioso. La autoridad del monarca, aunque el 
monarca no reinase, no había sido menoscabada 
en las colonias regidas por virreyes, y libres 
hasta entonces de la agresión de Bonaparte. La 
creación, pues, de una Junta, concebible en la me- 
trópoli, iba aquí de golpe contra la regla del 
hábito y despertaba instintos que no existían en 
España. . . . Era una novedad que podía herir de 
muerte á la costumbre, lo mismo que cambiaría 
las reglas conventuales, cualquier reforma que 
tendiese á relajar la disciplina y destruir la uni- 
dad de conducta. 

— Creo, — argüía el fraile, — que la Audiencia 
desapruebe este paso; el cual si no da hoy pree- 
minencia al todo sobre la parte, puesto que la 
Junta es presidida por el gobernador, puede ser 
mañana el principio de un desorden difícil de 
dominar en sus efectos ulteriores. 

— Eso mismo quería decir el teniente, — ob- 
servó el capitán Pacheco mirando á Fray Fran- 
cisco con aire muy significativo y serio. 

Éste volvióse hacia Fray Benito con alguna 
agitación en el ánimo, y dijo : 



36 E. ACEVEDO DÍAZ 



— El monarca subsiste . . . , 

— Pero no gobierna. Heredarlo, es tentativa 
ardua y grave. 

— No veo claro el peligro, hermano. 

— Así sucede en toda enfermedad que empieza, 
padre guardián. Los síntomas no siempre son cier- 
tos, ni la gravedad trasciende de súbito. La obra 
del tiempo es la temible. Los que nos hemos 
educado en este convento podemos y debemos 
ver más claro que los demás, que sólo saben lo 
poco que les hemos enseñado. En cambio ellos 
han hecho ganar á los instintos naturales, lo que 
nosotros á nuestra humilde inteligencia. De ahí 
que ellos constituyan el nervio de la acción, y 
lleguen acaso á ser como grandes olas desbor- 
dadas en un día de tormenta. 

— ¡ Lejano ha de estar ! 

— ¿ Quién lo sabe ? ¡ Dense á las muchedum- 
bres cabezas que dirijan, y líbrenos el Señor de 
la marea! 

— Hay rocas más fuertes que las olas. 
Fray Benito volvió á sonreírse. 

— La marea humana no tiene orillas, — mur- 
muró suavemente. 



ISMAEL 37 



IV 



El padre guardián recogióse de nuevo en sí 
mismo, pálido y caviloso. Con los párpados caí- 
dos y la mano en los labios, deslizó á poco es- 
tas palabras, por entre sus dedos: 

— Nadie sabe el porvenir .... Por lo que á nos- 
otros ocurre, me persuado de que no es fácil á 
los que nos sucedan, escribir con entera rectitud 
sobre lo pasado. 

— Es lo que decía hace un momento: de los 
personajes considerados aisladamente, desligados 
de la escena en que vivieron, de los hábitos, edu- 
cación y preocupaciones de que fueron escla- 
vos, suelen quedarnos caricaturas. 

Los hombres públicos son, de esta suerte, como 
estatuas de relieve en los frontispicios de viejas 
construcciones. Separarlos del muro á que están 
adheridos, embelleciendo y completando el con- 
junto del edificio, es cercenar á éste y mutilar á 
aquéllos. Se les arranca de su marco natural. 

Tal pudiera suceder mañana, al juzgarse de 
las consecuencias posibles de este conflicto en el 
virreinato. 

— La fidelidad se salvará. Queda el documento 
escrito. 



38 E. ACE^nEbo DÍAZ 



— Falsea á veces, ocultando el móvil verda- 
dero. 

— Entonces, la tradición y el testimonio de los 
hombres. 

Fray Benito movió negativamente la cabeza. 

— La primera nunca está en el medio, como lo 
está la verdad; el segundo, hállase comunmente 
en los extremos. En rigor, paréceme necesaria en 
la historia una luz superior á nuestra lógica, como 
medio eficiente para mantener el equilibrio del es- 
píritu, y el criterio de certidumbre con aplomo 
en la recta. — La verdad completa, ya que no ab- 
soluta, no la ofrece el documento solo, ni la sola 
tradición, ni el testimonio más ó menos honorable: 
la proporcionan las tres cosas reunidas en un haz, 
por el vínculo que crea el talento de ser justo, 
despojado de toda preocupación, y que^ por lo 
mismo participa de una doble vista, una para el 
pasado y otra para el porvenir, asentándose en 
el presente con el pie de la rectitud. — No siendo 
posible esa lógica superior, hay que estarse á lo 
menos malo de la flaqueza humana ! 

El pasado era para el estudioso fraile, cofrade 
digno de Larrañaga, algo parecido á un cuerpo 
sin cabeza que se alumbra á sí mismo, y al sitio 
ideal en que se encuentra, de una manera pálida 
y dudosa, sirviéndole de linterna su propio cere- 
bro como ciertos condenados en la Divina Co- 
media. — El espíritu que se lanza en las sombras 
en busca "de esto que se asemeja á fuego fatuo. 



ISMAEL 39 



corre las contingencias del que se hunde en pro- 
fundidades desconocidas para arrancar á la tierra 
el brillante de sus entrañas. ¡Puede ó no ha- 
llarlo ! 

Como él repitiese la frase antigua de que la 
verdad está en un pozo, el capitán Pacheco dijo 
con mucha calma y somnoliento : 

— Eche, pues, la sonda el hermano Benito, á 
ver qué encuentra. 

— Y bien, — continuó el fraile tranquilamente, — 
encuentro que en todo esto, se trabaja para otros. 

¿Es que, al lanzar esta frase, estaba en reali- 
dad convencido Fray Benito de que los hombres 
de su época, invocando su fidelidad al monarca, 
habían trabajado de un modo ingenuo por una 
reacción contra la monarquía, al advertir á un 
pueblo joven y brioso, que él algo valía, puesto 
que era digno del gobierno propio ; y que, dado 
este paso por exceso de celo, no sólo se habían 
relajado los vínculos del sistema de la tutela le- 
gítima, sino que también se había señalado la 
hora histórica de los tiempos de descomposición 
en estas vastas colonias ? — Quizás. 

El hecho es que, en oyendo las palabras del 
fraile, fuésele el sueño de súbito al capitán Pa- 
checo, quien incorporándose en el sillón,, en cuyo 
brazo derecho descargó con fuerza el puño, — 
dijo con voz de trueno: 

— ¡ Vaya una pesca la que ha hecho en el pozo 
el hermano Benito! 



40 E. ACEVEDO DÍAZ 



El padre guardián, con el rostro encendido, arre- 
glóse agitado la capucha con el dorso, removién- 
dose en su asiento. 

— Acaso, — prosiguió Fray Benito, — eso siente 
como verdad innegable, mediando el hueco de 
un siglo, el criterio de los pósteros, al lanzarse 
en la vía oscura de los tiempos transcurridos, — 
tentando ! — más confiado en el tacto y en el ins- 
tinto que en la tradición que el error amengua 
ó exagera, — así como el que avanza en las ti- 
nieblas buscando el apoyo firme con las dos ma- 
nos por delante. — Antes que los efectos, son las 
causas las que constituyen la médula de la his- 
toria. — Lo demás es momia. — En los sucesos que 
comentamos, las causas serían : la una mediata^ 
ó sea la emulación establecida entre las dos ciu- 
dades desde los hechos gloriosos contra las in- 
vasiones inglesas, y la otra ostensible, ó sea la 
nacionalidad fi-ancesa del virrey, estando ocupada 
la península por los ejércitos de Bonaparte. De 
aquélla ha nacido la rivalidad; de ésta, la des- 
confianza y la antipatía instintiva. Siendo tales las 
razones de los sucesos, ¿ puede creerse que el lazo 
de unión con Buenos Aires subsista, ni aun que 
vuelva fácilmente á reanudarse ? Debe creerse que 
no. Agregúese el ejemplo que se da con el Ca- 
bildo abierto y la Junta de propio gobierno á 
las otras colonias, y habrá que convenir en que^ 
no convenciéndose los pueblos sin disputa, ni 
aleccionándose sin dolor, lo futuro será un se- 
millero de conflictos. 



ISMAEL 41 



— Me gustaría una zaragata en forma, — dijo 
el capitán Pacheco, un, poco alarmado, sin em- 
bargo, ante los asertos de Fray Benito. 

Fray Francisco limitóse á negar con la cabeza, 
cual si no diera mayor importancia á esos juicios. 

Volvió á reinar un breve silencio. 

Al extremo opuesto del refectorio, Fray Joa- 
quín Pose mantenía con vigor una partida de 
ajedrez con otro fraile, si bien llevaba dos pie- 
zas de desventaja. — El interés puesto en el ta- 
blero por los jugadores, los tenía abstraídos por 
completo, al punto de no preocuparse un solo ins- 
tante ni de las voces atronadoras del capitán Pa- 
checo. 

Sobre una fuente de platino, en la mesa, veíanse 
algunas copas llenas de licor color granate. 

El padre guardián invitó cortésmente, pero sin 
desplegar los labios, á sus dos compañeros; y 
reservando para sí una copa, dijo luego: 

— ¡ A la salud del rey, la gloria ibérica y la paz 
de las colonias ! 

— ¡ Trinidad coeterna ! exclamó el capitán, apu- 
rando el contenido. 

Fray Benito humedeció los labios, y volvió á 
colocar su copa en la fuente sin pronunciar una 
palabra. — Su rostro de facciones delicadas, había 
permanecido impasible. 

— ¡Jaque perpetuo! — decía con acento alegre 
y lleno de satisfacción en el otro ámbito. Fray 
Joaquín Pose. 



42 E. ACEVEDO DÍAZ 



Fray Benito miró de una manera dulce al pa- 
dre guardián, murmurando bajo, y sonriente: 

— ¡Posición crítica, la de Fernando VII! 

En ese momento oyéronse tañidos lentos de 
campana, desde el interior del edificio, y rumo- 
res de rezo. — Un reloj daba las diez. 

Los frailes cogieron sus rosarios, prosternán- 
dose los unos en el pavimento, quedando inmó- 
viles los menos. — Siguióse un silencio solemne; 
después difundiéronse por la sala confusos mur- 
mullos. 

El capitán Pacheco púsose una mano bajo la 
solapa de su capote, é inclinó la cabeza, en ins- 
tantes que el hermano refitolero de pie en el um- 
bral, tras un gesto muy visible, hacíase en la boca 
la señal de la cruz para ahuyentar el espíritu 
maligno. 



V 



Transcurridos algunos instantes de religiosa cal- 
ma, reincorporáronse los que se habían puesto de 
rodillas, persignándose rápidamente; una tos ge- 
neral siguióse al recogimiento ; varios frailes vie- 
jos y ventrudos con sus ojos sin brillo fijos en 
los rincones, sorbieron sus polvos de rapé en bea- 



ISMAEL 43 

tífica actitud; y, á poco, fueron uno á uno des- 
filando hacia las celdas, encogidos, mudos, som- 
nolientos, arrebujados en sus hábitos, en tanto 
Fray Joaquín Pose y su adversario preparaban 
nerviosos las piezas en el tablero, para empren- 
der una tercera y última partida de honor. 

El capitán Pacheco se compuso la garganta, y 
restregóse las manos, diciendo: 

— Mal sesgo ve tomar á las cosas el reve- 
rendo padre, y juro que si no las sueña, ojea 
muy lejos de un modo asustador. 

— Fray Benito tiene sus visiones nada lumi- 
nosas, á veces, — observó el padre guardián con 
cierta entonación irónica. 

Sonrióse el fi-aile apaciblemente, y repuso: 

— Suele suceder eso, en realidad. — Con este 
motivo debo traer ahora á cuento un hecho dra- 
mático, acaecido el penúltimo día del sitio puesto 
á esta ciudad por los ingleses. — Aun no dista- 
mos de él dos años. Lo vi en sueños un mes 
antes. ... 

— Si huele á pólvora, el cuento promete, — dijo 
el capitán Pacheco. 

— Ya se verá. — Paréceme que es un suceso 
excepcional y único en su género, aunque ya co- 
nocido de todos .... 

Fray Benito contó su ensueño, en esta forma : 

— No había sido Montevideo agredido todavía ; 
y lo que es más raro, con nadie mantenía guerra. 

En uno de esos días serenos, una doncella vino 



44 E. ACEVEDO DÍAZ 



al templo á hacer confesión auricular, y se la re- 
cibí. Iba á contraer matrimonio con un joven ca- 
dete de artillería, oriundo del que fué reino de 
León, casi un niño, pues apenas le apuntaba el 
bozo. Parecióme ella tranquila y feliz, como toda 
criatura que recién abre su espíritu al mundo. 
En pos de sus candores deslizados á mi oído sin 
la menor sombra de pecado, fuese alegre y son- 
riendo, complacida tal vez de una absolución sin 
reserva alguna. Ocurrióseme pensar, al mirarla, 
en aquellas vírgenes de los primeros tiempos, 
destinadas al sacrificio; pero, bien pronto disi- 
póse en mi espíritu hasta el último detalle de ac- 
cidente tan natural y común como el de una con- 
fesión .... 

Una noche, sin embargo, ya olvidado todo, 
soñé que la niña había muerto en las vísperas 
de sus nupcias. 

¡Y de qué manera, Dios piadoso! 

— Sin duda sucumbió de amor la desdichada, — 
objetó gravemente el capitán. 

— No, por cierto, pues era bien correspon- 
dida .... Véase ahí cómo, por un sino fatal, en el 
arma á que servía su amante estaba el secreto 
de su fin .... Vi aquella noche en sueños agitarse 
su tronco sin cabeza, y tendidos sus brazos ha- 
cia el novio que la miraba mudo de terror, en 
tanto se removía en el suelo junto á la mesa del 
banquete, á un paso de sus deudos petrificados 
por el exceso del espanto, su cráneo hermoso y 
juvenil reducido á una masa sangrienta. . . . 



ISMAEL 45 



¡Fué una pesadilla tétrica que tardó en bo- 
rrarse de mi mente muy largas horas! 

— ¡ Cifra negra en la historia de la prole de 
Magariños! — murmuró el padre guardián con voz 
apenas perceptible. 

— El tiempo pasó, — siguió diciendo el fraile, — 
y vino el asedio por el ejército británico. Los 
cañones de la batería levantada frente al bastión 
del Sud, y las poderosas fragatas acoderadas 
en la bahía, batían la muralla sin tregua, arra- 
sando parapetos, merlones y esplanadas. — El bas- 
tión estaba en ruinas con sólo una pieza útil, des- 
montadas las otras, muertos todos los artilleros vete- 
ranos, abierto el muro del flanco á pocas decenas de 
metros, destrozada la tropa de milicia, y los últimos/ 
defensores llenos de sed, de hambre y de sueño se 
arrastraban al pie de las banquetas, aullando de de- 
sesperación .... De aquella cólera espantosa, y de 
aquella atmósfera de llamas, todos tienen memoria. 
El orgullo nacional y el odio de raza, aparte de la 
justicia de la defensa, centuplicaban el vigor de la 
lucha. — En uno de esos días legendarios, Andrés 
Duran, l\erido en la brecha, decíame triste en una 
ambulancia improvisada : « rugen bien el león y el 
leopardo... mas el primero tiene ya rotas las garras ! » 

Pero, que ellos luchasen, era natural, y que 
muriesen también como buenos en la batalla 
cruenta. 

A los débiles, á los inocentes, sin embargo, á los 
que creían en las venturas de este mundo, debía 



46 ^ E. ACEVEDO DÍAZ 



alcanzarles idéntico premio. — La visión iba á rea- 
lizarse en uno de esos seres angelicales, en el 
ser mismo que la causó, en cierta hora de tregua 
y de reposo, como si el ánima de los cañones 
hubiese sentido profunda angustia ante los subli- 
mes dolores del heroísmo .... 

La familia estaba reunida en el comedor^ con- 
tenta y feliz, á pesar del conflicto. La costumbre 
del peligro dejaba sonreír á las almas buenas. ¡En 
medio de un turbión apocalíptico, un festín en el 
hogar! El cadete, que acababa de limpiarse el 
sudor del combate, dichoso en sus cortos momentos 
de licencia, sentábase á la mesa. — La novia, lozana 
y fresca, coloreadas sus mejillas por el dulce calor 
de la ilusión — ¡extraña rosa que se abría entre el 
fuego del incendio ! — estaba cerca de la cabecera, 
con los ojos en su amado. — La madre hacendosa 
iba á distribuir el pan y la sal á los que habían 
nacido para quererse, y era justo que allí cayese 
como bálsamo la dulce bendición del cielo. — Cari- 
ños concentrados, anhelosas solicitudes, atenciones 
«xquisitasy amables, todo sincero y profundo por 
la misma ansiedad en que se vivía en tiempos tan 
borrascosos, en aquella intimidad lucía, un minuto 
antes del duelo y del quebranto. 

¡ Crueles vísperas las de estas bodas de hierro y 
sangre! 

La artillería hizo oir de súbito su ronco es- 
truendo de la parte del mar, y salieron de la for- 
taleza cercana notas, sonoras de una música gue- 



ISMAEL 47 



rrera, que acompañaba el ruido de las descargas 
en las almenas. — El clarín vibraba en los ámbitos 
lejanos, y batía la tambora como un paso de ata- 
que. — Los comensales que llevaban ya el ali- 
mento á la boca, quedaron inmóviles, en suspenso* 

El enemigo renueva sus fuegos, — dijo el cadete* 
en actitud de levantarse. 

En ese instante la pared del salón en que se 
celebraba el festín humilde, donde ninguna mano 
fatídica pudo trazar los caracteres del profeta bí- 
blico, se abrió en su centro para dar paso á un 
grueso proyectil, que hiriendo víctima noble, fué 
á sepultarse en la opuesta entre una nube de 
polvo. 

Al silencio, siguiéronse gritos de horror y.vióse 
en la semioscuridad, apagadas casi todas las luces 
de los candelabros por el viento de muerte, un 
tronco sin cabeza que saltaba en su asiento, lan- 
zando hacia arriba un chorro de sangre tibia y 
humeante .... 

j Era la novia ! 

Fray Benito, dicho esto, enmudeció, removién- 
dose sus labios con lentitud, cual si por ellos 
hubiese pasado un ácido amargo ó deletéreo. 

Fray Francisco y el capitán Pacheco agitáronse 
en sus sillones tosiendo, para ocultar alguna emo- 
ción de pena. — Púsose el uno á pasar entre los 
dedos los nudos de su cordón blanco, y el otro á 
mirar el techo, silbando entre dientes un toque 
de guerrilla. 



^ E. ACEVEDO DÍAZ 



VI 



El semblante de Fray Benito fué luego animán- 
dose poco á poco. A sus facciones dulces volvió el 
tinte risueño, y á la humedad de sus pupilas 
sucedióse el brillo que el pensamiento trasmite á 
la visual cuando cambian de giro las ideas. — Le- 
vantó la frente con afable gesto, y dijo : 

— Ahora, me permito aventurar otra creencia, 
á mérito de un nuevo sueño, muy raro, que me 
sobresaltó anoche, obligándome á prolongada vi- 
gilia. El libro de Rousseau, sobre cuyas teorías 
hemos departido tantas veces con el padre guardián, 
sirvióme de distracción. — La aurora me sorprendió 
en el primer capítulo del tema sobre el contrato 
social, que el audaz filósofo imagina celebrado 
por los hombres que vivían en estado de natura- 
leza . . . • 

— ¡Paradoja absurda! — susurró Fray Francisco. 

— Por eso fué verdadera teoría armada, repuso 
Fray Benito, muy tranquilamente. 

Sabido es que para mover las muchedumbres 
contenidas por el dogma del derecho absoluto de 
los reyes, el filósofo ideó un sofisma atrevido, 
pensando tal vez que, no pudiendo las nociones 



ISMAEL 49 

-de lo exacto y de lo justo penetrar en la con- 
ciencia popular esclava de la costumbre de doce 
siglos, sino como la gota de agua en la piedra, 
■era preferible anticiparse por los medios violentos 
á la obra de los años, haciendo volar con un 
iarreno las bases del viejo edificio. 

— Mina, llamamos nosotros a esa cavidad subte- 
rránea, — le observó el capitán IPacheco con aplomo 
<ie perito. 

— Sea, hermano. 

Me detengo en el detalle del libro ruidoso, pues 
sus doctrinas tienen alguna atingencia con la visión 
<S sueño de que hablaré en seguida. 

Estas ideas francesas que han venido rodando 
á nuestras playas como despojos de un gran nau- 
fragio de instituciones y de extravíos del criterio 
humano, han hallado acogida en nuestra reducida 
juventud ilustrada, — dispersa ya en parte por 
circunstancias diversas. Se conoce á Mirabeau y 
á. Robespierre, y sus utopías terribles preocupan 
los cerebros entusiastas, desde antes que la hoja 
periódica de Auchmuty divulgase en Montevideo 
opiniones subversivas del orden colonial. Bien que, 
dentro de las murallas no haya temor al cam- 
bio, y se conserve intacta la fidelidad al rey; 
pero, no ha de suceder quizás lo mismo en la 
cabeza del virreinato, donde la juventud es nu- 
merosa y va elevándose por ayuda propia, des- 
pués de batir los ejércitos ingleses. 

Allí puede darse barreno. 

4 



50 E. ACEVEDO DÍAZ 



— ¿A qué ? — interrumpióle el padre guardián 
con aire socarrón. 

— Ya se verá, — prosiguió Fray Benito, recal- 
cando en su frase favorita. 

Y después de recogerse un instante, dijo coma 
pesando en su ánimo algunas verdades que mor* 
tincaban su cerebro: 

— Este cabildo abierto y esta junta de gobierno- 
propio constituyen una fórmula nueva, apenas un 
trasunto de lo que el fondo de la temible teoría 
entraña. Si la juventud de Buenos Aires llegara 
á aplicársela en una hora de delirio, ¿q^é sería 
del sistema ? El gobierno en la plaza pública 
concluiría con el derecho divino ; entraríamos en 
plena democracia griega .... 

El padre guardián echóse á reir. 

— ¿Por ahí viene la visión? — preguntó. 

— Viene por ahí, — repuso Fray Benito con un- 
ción profética. 

Ocúrreseme que de Montevideo ha partido un 
ejemplo tentador, y que debe tenerse en cuenta 
que las teorías revolucionarias latentes avanzan 
esta idea peligrosa: nada sino Dios está por encima 
de los pueblos .... 

Las mismas pasiones, — ú otras análogas por 
lo menos, — que han hecho explosión en el siglo 
último, podrían obrar también aquí en carne y 
hueso; pues que es sobre la naturaleza humana 
que se trabaja. 

Fray Francisco, que había asumido una actitud 
seria, se apresuró á decir 



ISMAEL 51 



— Divaga el hermano Benito. Esas ideas mons- 
truosas, como él mismo lo ha reconocido, no viven 
sino en algunas cabezas calenturientas. El sofista 
Rousseau no hallará nunca eco en las campa- 
ñas; su par^idoja sería un enigma para las gentes 
del pastoreo. 

— Precisamente,— repuso el fraile, — véase ahí la 
materia de mi sueño. 

Aquí está escrito, — añadió mostrando un pa- 
pel. — Desconfiando de mi memoria, tracé estos 
renglones que voy á leer, y lo hice con un lápiz 
á la primera luz del día. 

El fraile leyó lo siguiente: 

€ Uhomme sauvage se dibujó primero .en 

mi mente bajo la forma de un solitario de las 
cavernas; luego, de un centauro fiero;, después, 
de un gaucho vagabundo .... Soñé que todo se 
había trastornado en el (^rden social y político, 
hombres y cosas, y que « los últimos eran los pri- 
meros. » — El rey había muerto sin que se gri- 
tara: ¡viva el rey! Ni se juraba obediencia, ni se 
abrían medallas, ni el cabildo había vuelto á 
cerrarse, ni el mandato supremo era cumplido. 
Las muchedumbres se agitaban iracundas, y las 
pasiones de' que hablaba, ya sin freno, todo lo 
hacían temblar en sus cimientos. Yo mismo, — 
y como yo otros religiosos, fui arrastrado por la 
onda, — y en ese tránsito ideal del templo al cam- 
pamento, de la celda al vivac, entre mil rumores 
discordantes y llamas de incendio, vi en los ai- 



52 E. ACEVEDO DÍAZ 



res una luz nueva, y escuché á mi alrededor gran- 
des voces que decían : ¡ los tiempos han cam- 
biado! 

El acento del fraile, al leer estas líneas, era 
grave y solemne. 

El padre guardián llegó á sentir un estremeci- 
miento. 

. Pacheco miró á la puerta con recelo, cual si 
en sus umbrales pudiese aparecer irritado el go- 
bernador Eh'o. 

— i Mal sueño, padre, mal sueño ! — dijo inquieto 
y confundido. 

« ¡ Y así era ! — continuó leyendo Fray Benito, 
sii> prestar atención á estos signos de inquietud. 
No vivíamos como ahora, sino á prisa, de una 
manera vertiginosa, derribando con creciente fre- 
nesí 'Cuanto había constituido nuestro orgullo ac- 
tual, escombrando los caminos llenos de espan- 
tosa fiebre entre nuevos combates, otros himnos, 
otras banderas; los humildes todos eran obreros 
y soldados; los audaces y fuertes, soberbios ca- 
pitanes ; los estudiosos, poh' ticos y escritores, y de 
la masa nativa, como de una materia fermentada, 
salían explosiones enérgicas y relámpagos de co- 
raje y odio envolviendo la escena con la pesada 
atmósfera formada por el polvo de las ruinas. 
No se crea que había hora de reposo. Esa ge- 
neración terrible de mi sueño, todo lo destrozaba 
é invertía, cual si quisiera crearse un teatro dis- 
tinto y borrar hasta el menor vestigio del tienipo 



ISMAEL 53 



que fué, á un toque continuo de rebato que lla- 
maba de apartados extremos las muchedumbres, 
no para apagar el voraz incendio, sino para au- 
mentarlo con nuevos despojos y reliquias .... 
Hermanos, así fué mi visión. ¡Cuando desperté, 
llegué á pensar que la tempestad estaba cerca ! 
Venía el alba. Junto á mi lecho, al alcance de 
la mano, tenía el libro de Rousseau. Al principio 
le miré con terror, pero después le cogí y púseme 
á hojearlo con luz de aurora. A este resplandor 
indeciso, parecióme una mancha negra en mis 
manos, y ¿por qué no decirlo? bien luego el tinte 
de negrura transformóse en el de acero bruñido. 
Aseméjeseme el libro á una máquina de destruc- 
ción, pequeña, pero de una potencia descomunal. 
Brotaba de él como una inspiración diabólica con ^ 
fulgor de báratro, capaz de hacer caer en el gran 
pecado de los apetitos salvajes á los que viven 
maldiciendo: la sociedad es un contrato, cuyo 
texto primitivo se perdió en la noche de las eda- 
des; no hay más derecho que el humano. Sur- 
siim corda / Hermanos míos : estas ideas así con- 
densadas, más que una espada que corta, pare- 
ciéronme una lima formidable de morder cade- 
nas. El eterno Espartaco cruzó por mi vista con 
el grillete roto, pero esta vez erguido y domi- 
nador, llevando en su frente el signo luminoso 
de nuevos destinos, y en la mano un cetro ex- 
traño que no se parecía al de los reyes. Mur- 
muré : ¡ Salve al Redentor del mundo ! ¡ Libertad, 



54 E. ACEVEDO DÍAZ 



igualdad, fraternidad : el verbo va á hacerse car- 
ne !. . » 

— ¡ Silencio hermano ! — dijo Fray Francisco des* 
pavorido. 

— ¡ Si se hace carne habrá que acuchillarlo ! — 
exclamó el capitán Pacheco, golpeando con la 
diestra en la cruz de su espadón. 

Fray Benito dirigió á uno y otro la mirada 
plácida y serena, respondiendo con su voz más 
dulce : 

— Cuento un sueño .... 

¿Llegará acaso, á realizarse? 

I No es fácil saberlo ! 
. Luego terminó así su lectura: 

« Hay que pensar que un pueblo que descu- 
bre poder gobernarse á sí propio, ha dejado ya 
de ser pupilo ipso fado : y que, de este paso 
casi autonómico, á la descomposición del orga- 
nismo colonial, no aquí, sino donde el ejemplo y 
la chispa halle alimento, puede sólo mediar una 
línea. . . . aunque ésta sea del ancho de un río !» 

Estas últimas palabras, como un e j>ur si 
muove, fueron pronunciadas de un modo flébil 
por el fraile, cuyos labios vibraron cual si en 
ellos se hubieran quedado temblando. 

« Y aquí, — prosiguió con el rostro iluminado, — 
aquí .... el hombre de Rousseau, más completo, 
por la campiña desierta vaga, tan desligado ya 
del armazón de la colonia, como del árbol gene- 
rador puede estarlo la semilla que aparta lejos 



ISMAEL 55 



-el viento y cuaja sola entre las breñas. ¡ Guay del 
día de un conjuro á sus instintos ! . . . . » 

Concluida su lectura, Fray Benito dijo risueño : 

— Hermanos : para hacerse realidad el sueño 
de la novia que narré, necesario fué que trans- 
curriera el tiempo. 

Dejemos ahora al mismo arbitro, que confirme 
ó desvanezca mi visión. 

Y rompió en seguida en menudos fragmentos 
el papel. 



VII 



El tiempo en realidad, debía confirmar bien 
pronto estos juicios y predicciones. 

La revolución que sobrevino, preparada de una 
manera lenta y laboriosa por los sucesos, empezó 
por adoptar la fórmula del cabildo abierto y de 
la junta provisoria ; pero, como manifestación en 
el fondo de un esfuerzo propio y conjuntamente 
de una tendencia incontrastable al cambio, en 
cuya obra demoledora era necesario el concurso 
de todos los elementos que actuaban en el teatro 
antes pacífico, y entonces revuelto del virreinato. 

Dos factores principales se destacaron en la 
escena frente á frente, incubados por la educa- 



56 E. ACEVEDO DÍAZ 



ción y el hábito colonial, cuando estalló el gran 
movimiento: — los hombres de las ciudades más' 
ó menos bien preparados para señalarle rumbos 
ó abrirle ancho cauce, pero irresolutos y llenos 
de vacilaciones y dudas en los primeros años de 
lucha; y ías masas campesinas, de propensiones 
acentuadas á la acción violenta, rápida y ani- 
quiladora con todo el vigor de la rudeza nativa, y 
el ímpetu casi ciego de los instintos conflagrados- 

La cultura relativa de la época y las teorías 
francesas constituían el capital intelectual del ele- 
mento inteligente, que á su vez debía dar de sí 
y aun excederge al nivel moral y político de su 
tiempo, á influencia del mismo rigor de las cir- 
cunstancias y de la enormidad del peligro. 

La vida del aislamiento formó en las muche- 
dumbres de los campos el « carácter local », el 
círculo estrecho de la patria al alcance de la mi- 
rada, el egoísmo fiero del pago y del distrito, — 
germen de la descentralización futura, y á su 
vez, arranque originario de una vida independiente 
y soberana en la oscura fuente de las soberbias 
cerriles. 

De este punto de vista, la masa campesina 
tenía que ser el agente más eficaz de demolición, 
á la par que el ariete incontrastable que había 
de abatir el « imperio de la costumbre », enemigo 
el más fuerte del espíritu de nacionalidad que 
nacía débil y vacilante en medio de conflictos 
dolorosos. 



ISMAEL 57 



Bullía en el fondo de esa masa una exube- 
rancia de fuerza indómita, que inevitablemente 
tenía que derramarse de una manera formidable, 
— como desechos volcánicos, — una vez abierta 
la válvula por el trabajo sordo y continuado de 
las ideas. 

Ni era lógico prescindir de este factor, ni era 
posible adaptarlo á los ideales luminosos, ó pla- 
nes más ó menos extraviados del otro concu- 
rrente, sin pretenderse encerrar en un molde con- 
vencional todo un desorden revolucionario. 

Hecho el llamamiento á las pasiones y á las 
fuerzas del desierto, — á toque de clarín, — era 
forzoso aceptarlas tales cuales ellas eran, como 
un fenómeno sociológico resultante de causas com- 
plejas y profundas. Natural era suponer que de 
una obra de siglos, ellas hicieron un montón de 
escombros ! 

Contra una hipótesis infundada de la Junta, el 
despertamiento en el año XI de las masas uru- 
guayas puso en evidencia que no había sido « una 
fidelidad absoluta al Rey », sino un sentimiento 
local, — acentuado hasta por la configuración geo- 
gráfica, — la causa del silencio y de la inercia 
de esas poblaciones en los primeros meses del 
estallido. !pse silencio y esa inercia desaparecie- 
ron así que los gauchos orientales fueron citados 
al combate por sus caudillos, — las encarnaciones 
típicas de sus terribles «amores locales». 

Y llegaría día en que todos estos elementos 



58 ^ E. ACEVEDO DÍAZ 



de vitalidad extraordinaria, como que eran la mé- 
dula del organismo político, se revolverían en- 
conados contra la autoridad central de la Junta, 
— constituida en poder omnímodo ; — reversión 
que debía operarse fatalmente, sin perderse el 
instinto de la nacionalidad, como un efecto final 
de la misma difusión de la energía revolucionaria 
en todas las partes de aquel organismo. 

En esa borrasca de polvo y sangre había de 
suceder en definitiva que las pasiones « locales > 
sirvieran á arrasar por completo, como hemos 
dicho, hasta el último vestigio de la vieja orga- 
nización de la colonia, y á impeler de un modo 
inflexible á las mismas fuerzas inteligentes por el 
camino tan rehuido de la democracia y de la 
forma federativa. 

Así, después del estrago, observóse al fin que 
el terreno estaba preparado para una nueva vida, 
con elementos armónicos de raza, porque las di- 
vergencias sólo eran de segregación parcial, y en 
el fondo de esta destrucción y de esta ruina eran 
coherentes las propensiones ingénitas de las masas 
campesinas con la idea de absoluta independencia 
que predominó sobre todas las estériles combina- 
ciones del tiempo. 

Fácil es levantar un dique que detenga la 
inundación al llano, allá sobre las vertientes, ó 
el ojo de agua que brota de la entraña escon- 
dida, como un chorro de savia cuajada de cé- 
lulas fecundas ; — pero, opóngase el obstáculo en 



ISMAEL 59 



lo grueso del cauce y de la corriente, cuando el río 
poderoso marcha de carrera á perderse en el 
océano, y rebasarán sus aguas, ó desviando el 
curso por distintas cuencas, irán por otras tantas 
bocas á vomitar torrentes en el abismo. 

Algo semejante ocurrió en la revolución de 
Mayo, cuando aquella irreductible fuerza diver- 
gente, pero no reaccionaria, rompió el viejo molde 
de la colonia y echó en los surcos abiertos por 
desoladoras guerras lá semilla de una naciona- 
lidad briosa é indomable. 

Al principio de este alumbramiento difícil ; á 
los primeros pasos y escenas de una generación 
heroica que todo lo libró al empuje del brazo y 
á la bravura del instinto, es que vamos á asistir 
ahora. 

El gaucho va á ocupar la escena, á llenarla 
con sus pasiones primitivas, sus odios y sus amo- 
res, sus celos obstinados^ sus aventuras de le- 
yenda ; pero el gaucho que sólo vive ya en la 
historia, el engendro maduro de los desiertos y 
el tipo altivo y errante de un tiempo de tran- 
sición y transformación étnica. 



60 E. ACEVEDO DÍAZ 



VIII 



Caía una tarde de Febrero del año i8n, cuando 
trasponiendo los oteros y collados que ondulan 
á las márg-enes del Río Negro, á algunas leguas 
del paso de Ramírez, un ginete teniendo sobre 
la rienda su caballo piafador de gran alzada, ca- 
beza pequeña y narices bien abiertas, rojas y es- 
pirando vapor por el esfuerzo de la carrera, — 
se dirigía á la selva profunda que como un fes- 
tón enorme de verde irisado bordando el hori- 
zonte azul, se erguía en el valle magestuosa é 
imponente. 

En la última pequeña eminencia, el ginete tiró 
á dos manos de las riendas, echando su cuerpo 
atrás, deteniendo á su brioso alazán que alargó 
el cuello espumeante de sudor, llenos de fuego 
los ojos y de sanguinolentas burbujas la boca, 
gobernada por un bocado sin camas, barbada ni 
coscojas, de esos con que el que está habituado 
á andar desde los primeros años en los lomos 
equinos, avasalla y doma la fiereza del potro. 
Dobló luego, hacia arriba, el ala de su som- 
brero, y volviéndose de lado con destreza, miró 
el terreno que quedaba á sus espaldas, escudri- 



ISMAEL 61 



ñando á lo lejos todo el semicírculo que for- 
maban las lomas ó cuchillas. Ningún ser humano 
se veía, cerca ó lejos, en aquel espacio desierto. 
Voces, gritos, balidos, rumores extraños llenaban 
las soledades; y del bosque enmarañado y es- 
peso que los rayos del sol poniente teñían de oro, 
surgían confusas las notas de la creación alada 
que elevaba en todo el largo de la selva sus him- 
nos del crepúsculo. 

El ojo poco avizor, nada habría podido percibir 
de sospechoso en el espacio recorrido; pero, el 
ginete, á juzgar por un gesto expresivo, que dilató 
sus labios en forma de sonrisa irónica, algo al- 
canzó á divisar er\ el horizonte á su derecha. 
Fija tuvo en ese punto su mirada algunos mo- 
mentos, y en seguida echó pie á tierra man- 
teniendo al caballo del cabestro con su mano 
izquierda. La diestra, rápida y hábil, desprendió 
la cincha que sujetaba el lomillo, y volvió á opri- 
mir el vientre empapado de su alazán, con sus 
fuertes dedos y colmillos no menos vigorosos, hasta 
unir los aros férreos de la cincha de cuero. Ajus- 
tada nuevamente, á su vez, la piel ovina sin 
vellones que le servía de cojinillo, acarició el cuello 
y crines retaceadas del caballo algo inquieto, con 
suavidad, palmeándole en el pecho cubierto de 
espuma; y poniendo el pie en el estribo de ma- 
dera sentóse con la mayor presteza, haciendo 
sonar sus espuelas de grandes rodajas, en cuyos 
pinchos se confundían pelos, lodo y sangre. — A 



62 E. ACEVEDO DÍAZ 



buen paso, dirigióse én seguida, hacia un punto 
determinado de la selva, con ademán tranquilo y 
resuello continente. 

Era este ginete un gaucho joven. Representaba 
apenas veinte y dos años, y sólo un bozo ligero 
sombreaba su labio grueso y encendido. El cabello 
tastaño y ensortijado, caíale sobre los hombros 
en forma de melena. Sus facciones tostadas por el 
sol y el viento de los campos, ofrecían sin em- 
bargo, esa gracia y viril hermosura que acentúa 
más la vida azarosa y errante, trasmitiendo á sus 
rasgos prominentes como una expresión perenne 
de las melancolías y tristezas del desierto. En 
los ojos pardos de mirar firma y sereno, parecía 
despedir de vez en cuando sus destellos el senti- 
miento enérgico de la independencia individual. 
Había en su frente ancha, horizonte para los pro- 
fundos anhelos y sombríos ideales de la libertad 
salvaje; — sobre ella flotaba el ala del sombrero, 
como la de un pájaro selvático que se agitase siem- 
pre en el aire, desconfiando de las asechanzas del 
suelo. 

Vestía de la manera característica y habitual 
del tipo criollo, en aquellos tiempos postreros de 
la vida del coloniaje. Este joven gaucho difería 
mucho, en sus hábitos y gustos, como todos los 
de su época, de los que al presente tienen escuelas 
primarias para educar su prole y ven pasar ante 
sus moradas solitarias la veloz locomotora con 
su imponente tren cargado de riquezas, y los hilos 



ISMAEL 63 



eléctricos por donde se desliza el pensamiento 
con la celeridad de la luz. Llevaba en su persona 
los signos inequívocos de una sociabilidad em- 
brionaria, de una raza que vive adherida á la 
costumbre, bajo la regla estrecha del hábito, aun 
cuando por entonces las aspiraciones al cambio, 
— preludios vagos de progreso, — empezaban á na- 
cer con desarrollo lento, del mismo modo que, — 
como dccí^ Fray Benito, — brotan en crecimiento 
laborioso en un terreno de breñas y zarzales los gra- 
nos fecundos que el viento eleva, agita y arras- 
tra en sus remolinos tempestuosos para dejarlos 
caer allí donde acaba la energía de sus co- 
rrientes. 

Sobre una camisa de lienzo, llevaba el ginete 
un poncho de género sencillo, á listas, colorante, 
recogido sobre, el hombro izquierdo; un pañuelo de 
seda al cuello, anudado con desaliño ; sobre el 
cinto que sujetaba los extremos de un chiripá de 
lanilla azul; enrolladas á su cintura, las boleadoras 
de piedras, forradas? con piel de carpincho ; una daga 
de mango de metal detrás, bien al alcance de la 
diestra, y una pistola de pedernal cerca del arzón 
con la culata hacia adentro, sujeta al apero, sin 
funda ni cargas de repuesto. Calzaba botas de 
piel de potro, y lucía en el calcañar, como hemos 
dicho, gran espuela de hierro armada de ag*udas 
puntas. 

Con el chambergo inclinado sobre la oreja, su- 
jeto por un barboquejo concluido por dos bar- 



64 E. ACEVEDO DÍAZ 



billas negras que simulaban perilla bajo su labio 
inferior, — el poncho arrollado con gracia sobre 
el hombro, y una mano apoyada en el mango 
del rebenque, — el bizarro mozo, con su aire de 
atrevimiento y dureza de ceño, bien sentado en su 
caballería briosa y piafadora, • representaba fiel- 
mente á esa clase errante que en otros tiempos 
desconocía las dulzuras del hogar doméstico, com- 
pañero del animal montaraz en los bosques, fuerce 
ante el peligro, sombra siniestra del llano, la sierra 
y la selva, cuyas planicies, desfiladeros ó escon- 
drijos recorría y utilizaba en sus excursiones 
de centauro indómito, desafiando las iras de los 
prebostes y abriendo camino al intercambio de 
productos, sin pago de derechos. 

Severa imagen de la época, vastago fiero de 
la familia hispano-colonial, arquetipo sencillo y 
agreste de la primera generación, aquel mozo 
liuraño, arisco, altivo en su alazán poderoso, con 
su ropaje primitivo y su flotante melena, sim- 
bolizaba bien el espíritu rebelde al principio de 
autoridad, y la fuerza de los instintos ocultos 
que en una hora histórica, como un exceso po- 
tente de energía, llegan á romper con toda obe- 
diencia y hacen irrupción, en la medida misma 
en que han sido comprimidos y sofocados por la 
tiranía del hábito. 

En el ojo, al parecer vago y melancólico, lleno 
de los reflejos del desierto; en el aspecto de la 
cabeza echada hacia atrás, tal como debe ofre- 



ISMAEL tó 



cerlo el ^ yaguareté » que asoma en la altura al 
lejano ladrido de los perros cimarrones ; en el 
aire reconcentrado y caviloso de este hombre ce- 
rril, cada vez que se detenía para volver la mi- 
rada escudriñadora al lontananza, en todas direc- 
ciones; en sus movimientos desenvueltos, y osa- 
dos y la tranquila firmeza con que, ora lanzaba 
hacia delante ó á los flancos su caballo, ora re- 
primía con diestra mano sus impulsos, ora se 
arrojaba de sus lomos y se tendía sobre la yerba 
para recoger en el suelo firme con oído atento 
los rumores, descubríase al agente temible fuera 
de la ley, objeto constante de las persecuciones 
implacables, á la vez que al baqueano astuto y 
sagaz que encamina sus pasos por sitios inex- 
plorados, sin dejar huellas; cual si sus pies como 
las enguantadas zarpas del tigre, al sepultarse 
en lo más intrincado de los bosques, no ajasen 
las yerbas bajo su fina piel de potro, ni depri- 
miesen el suelo inseguro de los pantanos. 

El ginete venía perseguido por un destaca- 
mento de caballería. 

La jornada había sido dura, de largas leguas, 
sin tiempo para beber algunos sorbos de agua 
en los arroyos del tránsito, que atenuase una sed 
ardiente y febril. Si sudorosa estaba la frente 
del amo, bañado en espuma hasta los corvejo- 
nes, en donde el ¿azo de trenza con su última 
vuelta ó anillo había formado con el roce grue- 
sas ampollas blancas, estaba su fiel compañero, — 

6 



66 E. ACEVEDO DÍAZ 



levantada la una oreja, el copete goteando sobre 
los ojos encendidos, las narices dilatadas y enro» 
jecidas por el hervor de la sangre caldeada en 
la carrera. 

Ya en la orilla de la selva, el ginete moderó 
el paso, recorriéndola alguna distancia como bus- 
cando la abertura casi invisible de una picada 
secreta ; — algo así como un túnel tortuoso y 
oscuro bajo las espesas bóvedas flotantes que 
atravesara todo lo profundo del bosque hasta la 
ribera del río, escondido entre dos inmensas pa- 
ralelas de troncos y follajes cual una veta de 
plata á flor de tierra. 

Allí donde, otros menos expertos nada habrían 
visto, el ginete se detuvo. 

Cubierta ligeramente por las ramas hojosas de 
melles y guayacanes, había una abertura ó en- 
trada muy estrecha, por la que sólo podía pene- 
trar de frente un ginete. 

El fugitivo apartó los ramajes con cuidado, y 
su alazán, cual si reconociera el sitio, entróse 
por aquel túnel contorneado de arborescencias, 
quebrando los gajos tiernos con el pecho y ha- 
ciendo crujir bajo sus cascos los viejos troncos 
esparcidos á trechos en la sombría senda. Re- 
frenóle su dueño con vigor; y desde ese instante, 
empezó á avanzar paso á paso, caracoleando en 
prolongada serpental, y deteniéndose á veces 
ante el obstáculo opuesto por recientes invasio- 
nes de la vegetación arbórea, ó ante curiosas 



ISMAEL 67 



empalizadas que los habitantes desconocidos del 
bosque levantaban en ciertos lugares, para torcer 
la marcha de una partida ó columna en desfile. 

Estas obras de matrero no carecían de ingenio. 
Menos prolijas, recordaban no obstante las del 
topo. En los sitios donde existía el obstáculo, el 
«sendero se dividía en línea trifurcada, siendo dos 
de los ramales más reducidos y angostos, — como 
obra de carpincho y otros moradores de la selva, — 
viniendo á constituir la barrera artificial el ' vér- 
tice de dos ángulos agudos. Los senderos de 
los flancos, llevaban lejos; los que en ellos se 
aventuraban, se perdían en lo intrincado del 
monte. En cambio, traspuesto el obstáculo de la 
línea media, que era la recta, arribábase á la otra 
orilla después de una lenta y complicada travesía. 
El empalme de estas vías tenebrosas, sólo era 
conocido por el contrabandista ó el matrero, á 
quienes bastaba separar los troncos y el boscaje 
formado por nutridas lianas y ñapindaas dóciles 
y rastreros, que al enroscarse en los árboles cir- 
cunvecinos alargaban sus guías enormes por do- 
quiera, — para abrirse paso y continuar la ruta, 
después de recubrir el paraje cuidadosamente. 

Estos senderos secretos se extendían larga dis- 
tancia bajo un cielo verde en caprichosos giros 
ora en ascenso, ya en declive, según las ondu- 
laciones y accidentes del terreno sembrado de 
hojas y de raíces, en medio de paisajes encan- 
tados, de heléchos y nutridos brezos sobre los 



68 E. ACEVEDO ,DÍAZ 



que zumbaba sordamente todo un mundo de áto- 
mos alados. 

Rara vez la planta humana hollaba aquellos 
sitios, verdaderos asilos ignorados- del gaucho 
errante; y diríase ante su salvaje pompa y vir- 
gen soledad, la smarrüa via, en la selva oscura 
del poeta. — Troncos gigantes enlazados por gra- 
ciosas guirnaldas de lianas y tacyos, hasta for- 
mar tupidas redes en las bóvedas de l¿is copas 
confundidas; palmeras enhiestas asomando sus 
cabezas en el espacio, á manera de colosales 
quitasoles del oriente; robustos yatahis y gua- 
yabos en estrecha alianza con las indígenas ye- 
dras trepadoras, molles y laureles agrupados en 
tumulto; añosos quebrachos y atrevidos ñanga- 
pirees elevando sus cúpulas en desorden, junto 
al duro espinillo y al tala espinoso, — verdadero 
erizo vegetal que hiere y desgarra como un dra- 
gón que guardara el secreto de la floresta; co- 
lumnatas singulares, airosos capiteles, variadas 
volutas, elegantes cimborios simulados por mi- 
riadas de hojas y tupidas florescencias ; y en la 
pradera sombría, como asaltando las bases y 
troncos de aquella hermosa vegetación secular, 
innúmeras legiones de plantas selváticas irguién- 
dose con audacia para concluir en esbeltos tallos 
y trémulos penachos de vivos matices, ó retor- 
ciéndose por el suelo cual prodigiosa nidada de 
serpientes. 

Por medio mismo de estos paisajes, divididos 



ISMAEL 69 

/ 



por el angosto sendero, empezó el ginete su tra- 
vesía. 

Marchaba el sol á su ocaso, y sus rayos que 
bañaban las alturas del bosque diluían apenas 
en su interior, — á través de pequeños claros ver- 
ticales, algunos chorros color de oro muerto ó 
ligera lluvia de aristas luminosas que solían or- 
nar con fantásticas fajas ó talabartes las gusa- 
neras de im negro y rojo de terciopelo que se 
remontaban en formas piramidales desde el suelo 
hasta la bóveda, adheridas á las gruesas guías 
de las enredaderas. — Mundo pequeño, inmóvil, 
silencioso, formando de millares de seres un solo 
cuerpo, en apretados lazos de familia ; república 
extraña y fraternal conjunción de organismos de 
sangre blanca, que así apiñados sin luchas ni 
conflictos, parecían buscar en la unión estrecha 
y en el común contacto el calor fecundo de la 
vida ! El ginete rozaba casi al pasar estas gusa- 
neras, sentía sobre su cabeza el aleteo de la tor- 
caz ó del tordo que cambiaban de rama, veía 
cruzar por delante y esconderse en la hierba la 
perdiz de monte, y replegarse cauteloso hacia la 
entrada de su cueva al pie de algún tronco al 
lagarto de múltiples colores. El zorzal y el jil- 
guero confundían sus notas con las del tordo y 
la calandria en singular concertante, despidiendo 
al día con encelados gorjeos ; los colibríes zum- 
baban ante las flores, lanzando al detenerse en 
los* lugares iluminados por los rayos moribundos, 



70 E. ACEVEDO DÍAZ 



esos metálicos reflejos de azul y esmeralda que 
el pincel más diestro jamás reproduce en todo 
su esplendor; al parloteo de los loros uníanse 
las medidas frases del cardenal y los arrullos de 
las palomas de monte, en la hora precursora del 
sueño; en tanto que, del fondo de la > selva, como 
un toque de oración para los demás seres, y para 
ellos de despertar al primer asomo de las som- 
bras, — el ñacurutú y la coruja mezclaban de 
vez en cuando al concierto sus monótonas quejas. 

El ginete, que ya había penetrado muy aden- 
tro en aquellos velados lugares, seguía su mar- 
cha al paso, la cabeza hacia adelante y ese aire 
de laxitud é indiferencia que sucede a la acti- 
vidad febril de una jornada fatigosa ; cuando, de 
súbito, el ruido producido por un tropel de ca- 
ballos, que venía del exterior del bosque, á sus 
espaldas, le hizo volver el rostro, sin que en él 
se reflejara, sin embargo, la menor inquietud ó 
zozobra. 

El confuso rumor creció por instantes, para di- 
siparse bien luego, como si un grupo de ginetes 
buscara en las orillas del monte el paso ó en- 
trada secreta. 

El mozo de la melena se encogió de hombros, 
y se detuvo. 

Corría en aquella parte un hilo de agua fresca, 
por una canaleta festonada de gramillas. 

Echó aquél pie á tierra, y tendiéndose boca 
abajo con la mayor tranquilidad, bebió del agua 



^ ISMAEL 71 

pura hasta saciar su sed. Reincorporóse en se- 
guida, pasando la manga por sus labios, sin preo- 
cuparse del ruido de sus espuelas ; y, tirando dol 
cabestro, hizo tender el cuello al alazán, sin qui- 
tarle el bocado. Sumergióse el hocico con de* 
licia en la suave corriente, como para restañar 
las grietas ensangrentadas de sus bordes; y por 
algunos momentos; el agua en gruesa cantidad, 
hinchó el esófago del noble bruto. A un leve 
movimiento de atracción del amo, el alazán le- 
vantó la cabeza y tendió el pescuezo, dejando 
caer agua de su boca, que entreabrióse á un li- 
gero relincho de placer, sofocado por la mano 
del gaucho al posarse cariñosa en sus narices. 

En ese instante la concha de una tnulita de- 
jóse ver entre fragmentos de vegetales descom- 
puestos, á una orilla del sendero. Buscaba, sin 
duda, su manjar de la tarde. 

El mozo dio un salto de jaguar, sin abandonar 
el cabestro; y colocándose delante del tímido 
acorazado, descargó un golpe con el rebenque, 
volviéndolo de espaldas. — Desnuda la daga, prac- 
ticó con rapidez nna incisión en el cuello de su 
víctima, que alzó del apéndice una vez que se 
hubo desangrado, contemplándola con ojos ale- 
gres. 

Renovóse el lejano rumor de caballería, á in- 
tervalos desiguales, fuera siempre del monte. 

El de la melena se sonrió con aire de mofa, 
y púsose á abrir la mulita y á extraerle lo su- 



72 E. acbVbDó díá^ 



• « 



perfluo. Concluida esta tarea con extrema cele- 
ridad, limpió la daga en la yerba hasta dejarla 
resplandeciente, volvióla á su vaina de cuero con- 
anillos de bronce, y ató con calma imperturbable- 
el sabroso desdentado en la delantera del lomi- 
llo con un tiento de piel de yegua. Este remedo- 
diminuto del extinto gliptodón, ofrecía por su 
aspecto buen bocado al apetito. 

Hecho todo así, de un modo concienzudo, el 
mozo enjugóse la frente con el pañuelo que lle- 
vaba al cuello, arreglóse el chiripá, y sin poner 
el pie en el estribo sentóse de un salto en su 
alazán, emprendiendo de nuevo paso á paso su 
camino oscuro. 



IX 



Las tinieblas empezaban á difundirse densas, 
aumentadas por la espesura del follaje en aque- 
llos lugares imponentes. — Había cesado la mú- 
sica de los pájaros, y otros ruidos muy distintos 
turbaban á intervalos el silencio de la selva. De 
apartados sitios, tal vez de los juncales de la 
opuesta margen, llegaba ronca la querella del 
puma concolor, irritado por el celo ; y entre los 
seibos gruñía el carpincho sordamente al aban- 



ISMAEL 73 



donar tras la rehacía compañera el fondo de las 
aguas. Al pie de negros arrayanes solía agitarse 
algo de invisible y temeroso que el ginete ahu- 
yentaba á su paso, lanzando un agudo silbido; 
el coatí se escurría gruñendo, el hurón volvíase 
á su cueva diligente, y el lagarto se deslizaba 
entre las yerbas con la rapidez de una saeta. A 
veces, presentábase de improviso un claro en la 
tupida bóveda y el manso fulgor de las estrellas 
' se esparcía como una gasa blanquecina y trans- 
parente sobre el verde de las cúpulas, para de- 
saparecer bien pronto con su girón de cielo, al 
penetrarse bajo nuevas y lóbregas techumbres. 
En estos senos oscuros brillaban infinitas fosfo- 
rescencias, ojos luminosos entre las ramas, ejér- 
citos desordenados de lampíridos que se espar- 
cían en todo el largo del sendero, cubriendo el 
ambiente de fantásticos resplandores. Diríase una 
banda de crespón cuajada de lentejuelas de oro. 

En los grupos de guayacanes al final de este 
sendero, el fiacurutú lanzaba sus gritos tristes. 

El ginete volvió á detenerse para obiservar el 
sitio, que parecía conocer en sus menores deta- 
lles. 

Los guayacanes formaban una isleta rodeada 
de arenas al frente, y el sendero, un recodo. Por 
allí venía un aura fresca, trayendo el eco sonoro 
de agua que corre en cauce considerable. 

Era el río. 

El fugitivo avanzó con sigilo, reprimiendo la 



74 E. ACEVEDO DÍAZ 



impaciencia de su caballo, que tropezó en algu- 
nos troncos de palmeras que obstruían la senda; 
magníficos ejemplares derribados por ^ facón ó 
la sierra, al solo objeto de poner el rico cogollo 
al alcance de la mano. Pronto respiró el ginete 
el aire libre, y vióse en la ribera arenosa, exhi- 
biéndose á su frente un vado de pocoá' metros 
de anchura, y más allá, como alto muro negro, 
la selva secular que resguardaba con sus glan- 
des y enmarañadas espesuras el otro borde del 
río. Acercó la espuela á los hijares, y recogiendo 
la piernas casi al nivel del lomillo, se entró sin 
vacilación en el agua. El alazán sumergióse hasta 
el pecho, resoplando. El paso estaba á volapié. 
Bien presto, entre bul lente espuma, el caballo 
alcanzó la pequeña barranca y salvó el arenal, 
sepultándose nuevamente bajo la diestra de su 
ginete, en un camino estrecho y tenebroso, se- 
mejante al recorrido. 

Empezaba la segunda marcha, entre arboledas, 
lianas y malezas, bajo profunda sombra sembrada 
de luciérnagas y coleópteros zumbadores. Esta 
parte de la selva era más tupiíJa y opaca, difun- 
diéndose su lobreguez á largas distancias. — El 
sendero bifurcado aquí hubiera hecho titubear en 
pleno día á un caminante osado ; en medio de 
la densa noche, sin embargo, guiado por el ins- 
tinto el alazán ó por el amor de una querencia^ — 
sintiendo floja la rienda, enderezóse por el ramal 
izquierdo de aquella enorme Y griega trazada bajo 



ISMAEL 7o 



el cielo del bosque por el pie de la alimaña, antes 
que por la planta del hombre. Su cuerpo rozaba 
las columnatas arbóreas, y la cabeza del ginete 
solía tocar el tejido de enredaderas, que tapiza- 
ban la bóveda, agitando en su tránsito todo un 
mundo invisible. 

Transcurridos algunos minutos de marcha, el ca- 
mino hizo una curva sensible, y empezó á ensan- 
charse, presentando en la bóveda frecuentes cla- 
ros. Próxima estaba una pradera. A esa altura el 
alazán dio un relincho, y sacudió el cuello con 
alborozo. 

El mozo de la melena llevó la mano á los la- 
bios en forma de bocina, y, á su vez, lanzó un grito 
especial. 

Contestóle un silbido. 

Siguió entonces avanzando, y penetró en la pra- 
dera. 

En este espacio, á trechos despejado, el ma- 
ta-ojo, el sarandi colorado y el guabiroba forma- 
ban islas y en su suelo arenoso y caliente preferido 
de los ofidios, hacía oir su silbo agudo y pene- 
trante la víbora de la cruz. El ginete lo atravesó 
á paso rápido, y llegado que hubo á una nueva 
aspereza en que crecían el coronilla, el timbó y 
la «rama negra», desmontóse, siguiendo á pie con 
el caballo del cabestro, ya inclinándose para abrirse 
camino por pequeñas abras, ya evitando las es- 
pinas del tala ó del aromo, ya retrocediendo á 
ocasiones, para hacer diversos rodeos ó dejar paso 



76 E. ACEVEDO DÍAZ 



libre á algpin animal selvático sorprendido lejos 
de su madriguera. 

Esta marcha no duró mucho. 

Encontróse de pronto en un sitio descubierto 
tapizado de césped, en el que sólo se alzaban 
los € sombras de toro », hacia el fondo, junto á 
unas piedras, y apacentaban varios caballos vigo- 
rosos. 

La selva ceñía esta pequeña pradera como un 
cinturón, sustrayéndola por completo á toda mirada 
investigadora. — Era un asilo secreto, una guarida 
inaccesible, un potrero en el monte, fresco y fértil, 
circunvalado de acacias, higuerones, plumerülos y 
laureles blancos, á que daba 'riego un brazo pe- 
queño del río, y en dónde ofrecíanse al alcance 
de la mano, como próvidos dones de un oasis 
salvaje, los agrestes frutos del guayabo, el arazá 
y el pitanga, y liqúenes sabrosos, hongos blan- 
cos y morados en los troncos del quebracho ó del 
canelón fornido. 

Hasta diez hombres se encontraban junto á los 
árboles, de pie unos, otros sentados, percibiéndo- 
seles desde la entrada á la pradera á la pálida 
claridad de los astros y al, resplandor indeciso de 
las brasas de un fogón construido bajo de tierra. 
Oíanse rasgueos de guitarras, y una voz que 
preludiaba una canción. 

El mozo de la melena llegábase á su vez can- 
tando un aire de la tierra en décima glosada, 
cuando uno de aquellos hombres apostados á 



ISMAEL 77 



vanguardia junto á un tronco, le interrogó con 
energía, puesta la mano en la culata de un tra- 
buco. 

— / Tupamaro! — contestó el recién venido con 
voz vibrante. 

— Ayéguese^ hermano. ¿ Lo trujieron mal? 

— Quemándome los lomos. 

Suerte que al alazán le criaron alas. 

— Al pelo me fío, — dijo aproximándose, el que 
hacía de escucha ó imaginaria. — Alazán tostao, 
primero muerto que aplastao. 

— Asina y todo, le metí las nazareenas .... 

— Pa que vea si jué trance de apuro, EsmaeL 
— ¿Y Aldama? 

— Prisionero. Acá del Vera le estiraron el roano 
viejo, y enredao en los yuyos con las «lloronas», 
le cayeron en montón, cuando andaba yo en en- 
trevero con la melicia. — 4L¡Juya, hermano!» me 
gritó el hombre. Y me tendí, ganando el repecho. — 
Dos melicianos rodaron en el bajo, y los otros se 
encimaron misturándose en el cañadón. 

— ¡Bien aiga la zanja amiga! 

— Me acorrió. El alazán ganó campo, tieso 
como venao. • 

Durante este diálogo, dos de los hombres que 
se encontraban agrupados junto á las « sombras 
de toro » se habían ido acercando al sitio ; y uno 
de ellos, recogiendo las últimas palabras de Ismael, 
preguntó con acento breve: 

— <i Que jué de Aldama? 



78 E. ACEVEDO DÍAZ 



— En la trampa. 
— ¿Y la partida? 
— Junto al monte. 

El que había interrogado, y que era el coman- 
dante, volvióse hacia su compañero para que tras- 
mitiese á la gente la orden de ensillar las reservas. 
Dirigiéndose luego á Ismael, agregó: 

— ¿ Si habrá rezao Aldama el credo cimarrón f 

— Lo traiban con guardia, de fijo pa hacerle 
descubrir la guarida ; pero ante lo e?ichipan .... 
Este oficio me entriegó Perico el Bailarín, 

El jefe se apoderó de la carta que el mozo 
había extraído del tirador, entrándose en seguida 
por un claro del monte. 

Ismael púsose á aflojar la cincha de su alazán» 
tiró el recado en montón al suelo, palmeó el ca- 
ballo, que fuese á la pradera retozando, y él echóse 
boca abajo en las hierbas, derrengado y somno- 
liento. 



X 



Ismael Velarde era un gauchito sin hogar. 

La existencia azarosa, en medio de cuyos con- 
flictos lo presentamos, no fué sin embargo la de 
sus primeros años de juventud. Aunque errante 
é indolente, por inclinación y por hábito, cum- 



ISMAEL 79 



pliéndose en él y en casi todos los de su época 
de una manera fatal la ley de la herencia, te- 
nía cierto cariño al trabajo rudo que pone á prueba 
el músculo y nutre el organismo con jugo sal- 
vaje. Sentía pasión por la vida libre, indiscipli- 
nada, licenciosa ; pero le era también agradable, 
por orgullo de raza, que se fiasen de él, cuando 
hacía promesa de sudar en la labor honesta. Esta 
conciencia de .su responsabilidad moral, impresa 
en su semblante, abríale sin sospechas depresivas 
el camino del trabajo. Los que lo oían, creían 
desde el principio de buena fe, que él sería capaz 
de cumplir con su deber. Pobre, solo, inculto, des- 
amparado, realizábase en el joven gaucho el pro- 
verbio oriental: el hombre fuerte y el agua que 
corre, labran su propio sendero. 

Fué así como, presentándose un día en el es- 
tablecimiento de campo que la viuda de don Alvar 
Fuentes poseía en Canelones, sobre el río Santa 
Lucía, su mayordomo Jorge Almagro lo acep- 
tase á su servicio para las faenas pastoriles. 

La estancia de Fuentes, como todas las de 
aquella época apartada, componíase de tres ó 
cuatro construcciones de barro seco, que servía 
de revoque á las varillas ó el ramaje de las pa- 
redes, techo de paja brava, y grandes troncos 
sujetos en horquetas ; edificios que aparecían se- 
parados unos de otros algunos metros, con pocos 
árboles, una enramada espaciosa al norte, una 
huerta muy pequeña á espaldas del rancho prin- 



80 E. ACEVEDO DÍAZ 



cipal, y una tahona que no funcionaba hacía 
tiempo, distante de aquél medio tiro de pistola. 

Las € casas » ó poblaciones de fábrica sólida, 
cal, ladrillo ó piedra, eran muy raras aun tra- 
tándose de propietarios acaudalados. El rancho^ 
algo más cómodo y mejor repartido que la choza 
primitiva, constituía el tipo arquitectónico agreste, 
con sus puertas bajas y sus ventanillas estre- 
chas, piso de tierra dura, y patios sin desmonte ni 
acequias. 

El depósito de agua potable era un barril asen- 
tado de vientre sobre un armazón de troncos con 
4os ruedas toscas que servían para arrastrarlo 
hasta el arroyo con un jamelgo manso, rodilludo 
y maltrecho. 

Una especie de cabana que había al fondo, 
para guardar cuergs y cerdas, y la tahona á que 
hemos hecho referencia, tenían por puertas pie- 
les de toro sujetas fuertemente en maderos rús- 
ticos, que á manera de marcos encajaban en las 
poternas. El corral, chiquero ó redil, — que de 
todo esto tenía algo, — próximo á los ranchos, com- 
poníase de palos nudosos y retorcidos á pique, de 
tala y espinillo, unidos por guascas peludas de 
cuero vacuno. 

El campo era muy extenso y feraz, y en él 
pacían varias majadas de ovejas, numerosas ma- 
nadas de yeguas y más de cuatro mil vacas. 

A la posesión exclusiva de estos bienes res- 
pondían todos los procederes de Jorge Almagro, 



ISMAEL 81 



el mayordomo, desde anos atrás ; la única here- 
dera había llegado á la pubertad, y él había em- 
pezado ya sus maniobras. 

Era este sujeto oriundo de Aragón, vinculado 
á la familia de Fuentes, y primo de Felisa, única 
nieta que la viuda conservaba á su lado y á quien 
Jorge creía una presa segura. 

Tenía él la frente deprimida, los ojos verdosos, 
redondos^ y saltones, la nariz aplastada en el 
vómer, el bigote escaso y cerdudo, en parte cha- 
muscado por la brasa del cigarro, la cabellera corta 
y rala, enseñando ranuras aquí y acullá en el 
cráneo, grande la oreja, en forma de concha ma- 
rina, labio inferior grueso, de esos que se apartan 
de la encía y se estiran como una trompa para 
dar salida á la voz, la espalda ancha, y piernas 
en arco por la costumbre de la espuela. Por lo 
demás, robusto y fornido. Hacía más repelente 
esta figura, un carácter avieso y^ tosco, propio 
para la lidia con la hacienda brava. Los peo- 
nes lo soportaban sencillamente. Pocos le que- 
rían. 

Era ella, en cambio, una morena de ojos os- 
curos, de espesas pestaña» negras, abundosa ca- 
bellera que lucía en largas trenzas, afilada nariz 
y boca algo grande, pero roja y fresca, con un 
arco dentario seductor. En sus pupilas brillantes 
y en sus labios casi siempre entreabiertos, reto- 
zaban diez y ocho primaveras. 

Era nieta de un gallego, capitán de milicias; 

6 



é2 E. ACEVEDO DÍAZ 



pero como buena criolla, tenía toda ella el sabor 
de la tierra, y los resabios de la taimonia local,, 
que la escasa educación de aquellos tiempos fa- 
vorecía más bien que extirpaba. 

Su origen, como se verá, no era oscuro ; y me- 
rece consignarse un detalle histórico. 

Contábase de su abuelo un episodio glorioso. 

En el asalto de Montevideo por los cuerpos 
veteranos del general Auchmuty, en 1807, la ar- 
tillería británica abrió con verdadero éxito sus fue- 
gos bien cerca de la muralla por la puerta del 
sur, que servía de junción á las obras de la 
costa. Era el lado más débil : un lienzo sin terraple- 
nes interiores, sin fosos ni contraescarpas. Abrir 
brecha, fué el intento. Bajo un fuego terrible, en po- 
cos días, el proyectil del cañón inglés vomitado 
constantemente sobre el muro, desde la batería de 
la costa y los poderosos buques de la escuadra ali- 
neados frente al cubo, horadó el granito, abriendo 
ancho hueco. Por entonces, ya las balas habían 
destrozado los revestimientos, parapetos y espla- 
nadas del próximo bastión. No se postró por 
eso el ánimo esforzado de la defensa. Era pre- 
ciso suplir el lienzo de muralla que había sal- 
tado en mil fragmentos, y por cuya abertura ó 
boquerón siniestro llovía la metralla entre espan^ 
tosos rugidos. ¿Cómo hacerlo? Por allí iba á 
precipitarse la columna de ataque, como una onda 
irresistible que al destrozar el dique sembraría 
por doquiera la desolación y el espanto .... Una 



ISMAEL 83 



VOZ valiente mandó cubrir la brecha en cierto 
instante solemne. — Los defensores se miraron 
con desesperación. — La artillería inglesa seguía 
rugiendo furiosa; un viento de muerte soplaba 
de la parte del mar; el granito volaba en trizas 
por los aires entre un torbellino de polvo y are- 
nas ; y revueltos los soldados en las banquetas de 
los flancosy mordían con rabia el cartucho, ya sin 
orden ni disciplina ante aquel huracán formida- 
ble que llevaba en sus alas ardiente plomo, en- 
sangrentados guijarros y trozos de carne viva. En 
medio de escena tan pavorosa, otra voz robusta 
y potente ¡gritó, dominando el tumulto : <i¡harrique' 
mos con cueros!^ Era nuestro capitán de mili- 
cias quien había hablado á la tempestad de ba- 
las. — Pero, ¿quién alzaría la carga y llegaría á 
plantarse en mitad de la brecha por donde se 
deslizaba exterminador el torbellino de mortífe- 
ros cascos ? . . . . 

El bravo capitán dio el ejeqiplo. 

Lanzóse rápido á una barraca cercana y vol- 
vió al antro infernal, con una pila de pieles se- 
cas sobre sus hombros. 

La noche avanzaba lúgubre y oscura ; un obús 
colocado en posición oblicua enviaba en sordo 
ronquido sin cesar á las alturas en parabólicas 
trayectorias sus bombas y metrallas, que el ca- 
ñón sitiador retribuía sin tregua á su vez con 
andanadas de hierro. — La figura atlética del ca- 
pitán de milicias dibujóse de improviso ante el 



84 E. ACEVEDO DÍAZ 



boquerón, agobiadas las espaldas bajo el peso 
de la carg-a, volteóla con fuerza en medio de la 
brecha, y alentando entre enérgicos juramentos 
á sus soldados, corrió de nuevo al» depósito y 
volvió á regresar con su dorso abrumado, seme- 
jante en la oscuridad á la carcoma de una acé- 
mila que se rebela irritada á la aproximación de 
una tromba. 

Por algunos momentos siguióse aquella faena 
homérica .... El sitio estaba sembrado de escom- 
bros y cadáveres. A pesar de la borrasca de 
plomo y fuego, las pilas de cueros coronaban 
ya la brecha en más de un metro de altura. Sen- 
tíase en el exterior sordo rebote de balas. El 
capitán, libre por quinta vez de su carga, retro- 
cedía con el rostro al peligro, altivo y fiero, cho- 
rreando sudor heroico, jadeante el pecho descu- 
bierto, paso á paso, casi ebrio con el humo de 
la -pólvora . . 

De pronto oyóse un choque seco: el titán se 
bamboleó con los brazos en alto, y tras aquella 
recia sacudida, desplomóse frente al parapeto sin 
lanzar un gemido el bravo capitán gallego. Una 
bala enorme le había atravesado el cuerpo. 

Horas después, á manera de colosal salva de 
cañones en épicos funerales, las bocas todas de 
esa parte de la muralla debían bramar á un tiempo 
con horrísono estampido, dirigiendo sus fuegos 
convergentes sobre la columna inglesa d(& ataque 
que entre profundas tinieblas erraba la brecha; 



ISMAEL 85 

y abrasarse con Browne el 40.** regimiento bajo 
ese chorro espantoso de fuego ; y caer Remy 
extinto al montar la pila, que el denodado ca- 
pitán de milicias cubriera el primero con admi- 
rable esfuerzo. 



XI 



Esto contaba una tradición muy fresca del ho- 
gar. Mas, ese ejemplo de fidelidad á la monar- 
quía por parte de uno de sus abuelos, no pri- 
vaba á Felisa de seguir sus impulsos de criolla 
y de ser ella misma, como hemos dicho, un pro- 
ducto indígena ó engendro del clima. También 
estaba en el rango de los tupamaros. 

Tenía un genio un poco bullicioso, con sus 
barruntos de insubordinada y de altanera. Se ha- 
bía hecho mujer en el campo, y no conocía otra 
sociedad que la de los ganaderos y gente cerril. 

Verdadera fruta del país, era un tipo correcto 
de la criolla en los tiempos del gusto colonial. 
Las monotonías naturales del campo estaban le- 
jos de serlo para ella ; la vida dentro del recinto 
fortificado, entre ruidos de tambores y clarines, 
movimientos de batallones y estruendos de arti- 
llería, cual si palpitase siempre en el aire el ger- 



86 E. ACEVEDO DÍAZ 



men de la guerra, antoj abásele que era vida de 
prisión ó de convento. Sus propensiones* agres- 
tes la hacían feliz. A las callejuelas estrechas y 
lodosas del recinto, dentro del cual había na- 
cido y pasado sus primeros años, prefería las as- 
perezas de la campaña; montar á caballo para 
andarse á media rienda, chapucear en el río y 
las lagunas, bailar cielitos y oir las cantigas de 
los gauchos al son de la guitarra. 

Todo esto era nativo, y se encuadraba en su 
naturaleza. 

No había experimentado, por lo demás, toda- 
vía, otro género de sensualismos. Contentábase 
con aquellos gustos vulgares sin apetecer otros 
mejores, pues que su criterio, muy semejante al 
de la mayoría de las mujeres sin espíritu, no iba 
más allá del círculo de sus afecciones. 

El mundo para esta clase de seres, se redu- 
cía á las dimensiones del pago, — como si dijé- 
ramos, al ruedo de su vestido.. De esta forma, 
podía ella considerarse dichosa. 

La persistencia de Almagro la incomodaba. 
Desairábale de continuo; y concluyó por tenerle 
miedo. Los ojillos redondos y saltones del ma- 
yordomo la perseguían por todas partes, con un 
mirar fijo de reflejos amarillentos. — Ojos de ba^ 
silico, decía ella. 

Ismael, con su aire de profunda indolencia, so- 
lía cruzarse por casualidad en sus paseos, á mi- 
tad del campo. Algunas veces le arreglaba el 



« 



ISMAEL 8? 



recado flojo y la subía al caballo de un envión 
sin mirarla, callado y adusto ; y se iba á sus fae- 
nas sin demostrar tampoco interés en saludarla. 

Al principio Felisa halló aquello muy natural, 
sin importársele nada la conducta del mozo. 

Empero, una tarde en que Ismael le acortaba 
la estribera con mucha calma, fijóse por primera 
vez que el gauchito no se parecía á los otros, 
que tenía una cara linda, y era airoso en el 
vestir. 

Desde entonces, siempre que andaba por las 
cercanas lomas, procunsba verle. Cuando esto no 
acontecía, experimentaba una especie de contra- 
riedad. 

, Las proximidades, dado su empeño en provo- 
carlas, se hicieron más frecuentes. — El gaucho 
de rizos blondos y ojos pardos, con una boca 
de cereza, comenzó por su parte á mirar de lado 
con la cabeza baja, huraño y triste. 

Después ella advirtió que Ismael tocaba más 
á menudo la guitarra, en la enramada ó en 
la tahona, cantando décinms que nunca le había 
oído. 

Otros días, él parecía ocultarse por largas ho- 
ras, y al regreso no se acercaba á ella, yéndose^ 
á echar ája sombra sobre alguna manta de vi-- 
chara boca abajo, en cuya perezosa posición se 
pasaba el tiempo libre. Felisa se puso de allí 
en adelante concentrada y cavilosa, empezán- 
dole cierto desgane para montar á caballo, y 



88 E. ACEVEDO DÍAZ 



para bailar en los ranchos de las cercanías donde 
solían juntarse las mozas del pago. 

Una vez se encontró con Ismael que salía de 
la cocina, y lo miró con enojo, pasando á su 
lado sin darle los buenos días. El tampoco la 
miró, ni la habló ; puso el pie en el estribo, saltó 
sobre su bayo, y fuese paso á paso hacia el 
campo, tarareando un « pericón. » 

Estos casos se sucedían con frecuencia. 

En otra oportunidad, Felisa le arrancó de las 
manos la vasija de barro que él le había to- 
mado para sacarle el agua del barril ; y lo hizo 
con mal modo y peor ceño. 

Velarde se alejó callado, arreglándose el chi- 
ripá por detrás, y chiflando con su aire de cos- 
tumbre algún «triste» monótono. 

Días después, lo vio recostado en la pared del 
rancho, todo mojado por la lluvia, con la vista 
en el suelo y el poncho colgándole del hombro 
hasta tocar la tierra hecha fango. Alargó el 
brazo por la ventanilla, y le alcanzó un mate, 
dejando ver tan sólo la mitad del rostro. 

Ismael lo tomó, saboreólo hasta hacer sonar 
la « bombilla » y lo devolvió á su dueña sin de- 
cir palabra. 

A poco se fué despacio, hundiendo las espue- 
las en el barro ; y cuando se hubo apartado 
bastante, bajóse más sobre los ojos el ala del 
sombrero y se volvió de lado }>ara mirar arisco. 

La criolla se puso á reir, y movió la cabeza 
de arriba abajo con aire burlón. 



ISMAEL 89 



Velarde siguió atufado su camino. 

El monte del Santa Lucía no estaba lejos de 
allí. Esa vez, como otras, fuese él á caballo á 
vagar por sus orillas ; galopó bajo el agua hasta 
la calera de García Zúniga, reunióse allí con va- 
rios aparceros, y como era día domingo, pasá- 
ronse la noche de baile en diversos ranchos. 

Al día siguiente muy temprano, aparecióse en 
la cocina de la estancia con las ropas bien hú- 
medas, el pelo mojado,^ las botas de potro sal- 
picadas de barro, ojeroso y somnoliento. 

Ardía un buen fuego. 

Felisa, madrugadora como el gallo criollo que 
cantaba en el ombú al asomar la mañana^ lo vio 
apearse ; y ocurriósele .entonces que tenía que 
ir por agua caliente á la cocina. 

Estaba ésta llena de humo espeso, y sólo se 
percibían entre sus volutas las rodillas de Ismael 
sentado cerca del fogón en una cabeza de vaca. 

Felisa entró apartando la cara ; púsose en cu- 
clillas y echó mano á una caldera. 

El cogió un tizón para encender el cigarro, y 
en esta diligencia se estuvo un rato. Tiróle luego 
en el fuego, y entró á atizar éste, moviendo los 
troncos y separando con uno de ellos la ceniza 
del centro, con la que formó una capa lisa de- 
lante. 

Después, cogió un palito y comenzó á trazar 
rayas muy en sosiego, el brazo sobre la rótula 
y la mano colgante, sin cuidarse de la presen- 
cia de la criolla. 



90 E. ACEVEDO DÍAZ 



Ésta, á quien el humo hacía lagrimear, alzó 
del asa la caldera y salióse; pero, al trasponer 
la puerta, dijo con su voz ronqpilla y un ceño 
de malicia: «¡Mira! el baile fué velorio.» 

Ismael, que era de un temperamento linfático 
nervioso, sintió la pulla, infláronsele las ventanas 
de la nariz, echó una gran bocanada de humo, 
salió tras de Felisa y marchóse sin volver ni 
una vez el rostro, á la tahona. 

A uno y otro, este agriamiento los tenía ya 
bien inquietos. 

Tratábanse mal á cada paso; y la acrimonia 
subía de punto. 

Todo ello no obstaba á que Ismael se peinase 
con algún cuidado los rulos, — cosa que antes no 
le preocupaba mucho, — y que comenzara á po- 
nerse en los días festivos un chiripá de lanilla 
azul que le venía muy bien, y un pañuelo de 
seda colorante en el pescuezo que le caía en 
triángulo recto sobre el dorso escapular, con un 
nudillo encima del pecho. — Poníase también á 
ocasiones una florecilla en la boca, cuyo tronco 
convertía en hilachas bajo los dientes con sólo 
mirar la « pollera » de Felisa, bastante corta para 
enseñar el tobillo y el nacimiento de una pierna 
torneada y maciza. 

La criolla, por su parte, había agregado á las 
trenzas un moño de colores vivos; no se ataba 
ya un pañuelo chillón en la cabeza, hacía raya 
al medio á su cabellera undosa, sujetándola con 



ISMAEL 91 

una cinta cuyos extremos unía en la nuca ; y, así 
como Velarde se quebraba al andar haciendo vol- 
teos de flancos siempre que la distinguía de cerca 
ó de lejos, ella había dado en el flaco del san- 
dungueo de caderas con esa gracia criolla ó sa- 
bor de pago que desarma al gaucho duro. 

Una tarde en que Ismael se encontraba en la 
enramada tendido de vientre como de costum- 
bre, con otros compañeros, conversando á me- 
dias palabras sobre los incidentes de la última 
esquila, pudo ver bajo el corredor de techo de 
paja que daba sombra á la puerta y ventanillas 
del rancho principal, al mayordomo que hablaba 
con Felisa con mucha viveza. 

Ella, sin dejar de mirar de lado y con rapi- 
dez á la enramada, parecía reirse con ganas y 
jugaba con el « delantal > á dos manos, como 
si espantara moscas. 

Almagro se le ponía bien cerca, y hasta llegó 
á ver Ismael <í[ue él quería agarrarla la mano, 
y hacerla cosquillas en el pecho. 

Los ojos envelados de Ismael se animaron un 
poco, quedándose fijos en el grupo, como atraí- 
dos por una cosa rara. 

Al cabo de un rato bajó la cabeza que había 
erguido, como el mastín de raza que huele pen- 
dencia ; dejóla caer de cara sobre sus brazos 
cruzados, refrególa en ellos perezoso y plegando 
los párpados en pesada modorra, murmuró bajo 
algunas palabras á modo de rezongo. 



92 E. ACEVEDO DÍAZ 



A poco volvió á levantar la cabeza con los 
ojos medio cerrados para cerciorarse de si aun 
estaban allí ; y no viéndolos, la abatió de nuevo^ 
y quedóse dormido. 

Poco tiempo después, Almagro . pasó cerca de 
él y echóle una mirada torcida. 

El mayordomo, como todos los peninsulares 
de su época, tenía un concepto despreciable de 
los tupamaros. Tratándose de un gauchí to como 
Velarde, Jorge empezaba á adunar al desprecio 
el rencor, sin que él mismo se explicase por qué 
lo malquería, aun cuando no podía verle sin que 
á su impresión de desagrado se sucediese como 
un complemento lógico el recuerdo de Felisa. 

Naturaleza modelada sobre duros instintos, le 
era fácil cualquier eiítremo; y éste tenía al fin 
que tocarse con otro distinto, pero no menos te- 
mible, si se liene en cuenta que Ismael era á su 
vez un organismo fundido en el molde de la ru- 
deza agreste. 



ISMAEL 93 



XII 



Este odio se acentuó á causa de un accidente 
•común en la existencia semi-salvaje del pas- 
toreo. 

Un día hallábase Ismael en la enramada ade- 
rezando su caballo, tras breves momentos de 
descanso. Aldama, su mejor compañero, azu- 
zando los perros de campo, hacía salir del monte 
parte del ganado arisco habituado á la espe- 
sura. Las reses, con aspecto siniestro, se lanza- 
ban acá y acullá fuera del bosque, rompiendo 
ramas y estrujando malezas, entre sordos brami- 
dos, para emprender por los campos su furiosa 
carrera. 

Algunos se detenían temblantes y feroces, es- 
carbando la tierra que arrojaban por detrás, á 
grande altura, para volverse iracundos hacia el 
sitio en que se oía el ladrido de los perros; 
hasta que con la cabeza erguida y bramando se 
abalanzaban en pos de los otros, llenos de abro- 
jos los borlones de sus colas tendidas al viento 
como gruesos dardos. 

Uno de estos toros de guedeja descubierta, 
•agilísimo y fornido, que traía sobre la vista en- 



94 E. ACEYQDO DÍAZ 

furecida fibras vegetales enredadas en sus cuer- 
nos y el hocico cubierto de sangre por los dien- 
tes de algún perro, salvó el cerco endeble que 
circuía la pequeña huerta, á espaldas de la casa, 
y precipitóse al corredor del frente, abatiéndolo 
todo á su paso con la fuerza de. un ariete. 

Junto á una empalizada encontrábase Alma- 
gro en ese momento de pie ; la criolla, que atra- 
vesaba el patio, lanzó un grito y sin fuerzas 
para huir cayó á lo largo á pocos pasos de la 
puerta. 

La embestida había sido rápida, y en su ím- 
petu el toro revolvióse hacia Felisa despreciando 
un ademán agresivo de Jorge. 

El trance era serio. 

Almagro revoleó el rebenque por encima de 
su cabeza, lanzando una especie de alarido sin 
separarse de la empalizada. 

El toro se paró de súbito á pocas varas de 
Felisa, resoplando; embistió por un instante á 
Jorge, hiriendo el aire con sus agudos cuernos, 
y con la misma rapidez, como atraído por el 
vivo color rojo de un pañuelo que la criolla lle- 
vaba cruzado sobre el seno, arrojó tierra con 
una de sus pezuñas al rostro de Almagro y lan- 
zóse con el asta baja sobre el bulto que se re- 
volvía en el suelo. 

En ese segundo crítico, Ismael, que había cla- 
vado espuelas á su caballo, salvando la distan- 
cia intermedia en dos botes prodigiosos, cayó 



ISMAEL . 95 



como una tromba de flanco sobre la bestia, y 
al empuje de los poderosos encuentros de sü bayo 
de trabajo, revolcóse por el polvo la res lan- 
zando un ronco bufido. 

Produjo el terrible choque un ruido semejante 
al de una marmita de hierro que se rompe ; sen- 
tóse el caballo sobre el toro con sus remos de- 
lanteros y por un momento formaron una masa 
informe en medio de la polvareda, ginete, toro 
y bridón, entre voces enérgicas, salvajes bramidos, 
sordos golpes y ruido de espuelas. 

Cuando el caballo resoplando con esfuerzo, roto 
el pretal y temblorosa la piel saltó sobre la bes- 
tia bravia, é incorporóse ésta haciendo en el 
suelo ancho surco con el cuerno, Felisa ya no 
estaba allí, y Almago aparecía ginete en un tor- 
dillo. 

-Estaba pálido y ceñudo. 

Ismael picó su . cabalgadura sin darle tiempo, 
y recostándose al toro, lo acodilló con violencia 
y fuéle azotando largo espacio para abandonarle 
en el declive de una loma. 

Almagro se le reunió en breve ; y sin mirarle, 
con aire taimado, díjole estas solas palabras: 

— ¡ Caiste á tiempo ! 

• Ismael, oprimiendo el barboquejo entre sus la- 
bios de mujer, miró con vaguedad al horizonte, 
y limitóse á contestar con su modo seco y de- 
sabrido : 

— Moprudo el « orejano ». 



96 E. ACEVEDO DÍAZ 



Desde este suceso, Jorge había ido acumulando 
mayor hiél contra el mozo. 

Felisa solía mirarle con fijeza, delante de él, 
en ciertas oportunidades; y estas manifestacio- 
nes lo encelaban de un modo siniestro, ocurrién- 
dosele pensar al fin que Felisa debía querer al de 
las chascas. 

Poco tiempo después del lance, en una noche 
oscura y calurosa, Ismael cantaba á media voz, 
rascando la guitarra cerca de la cocina, de la 
que salía, extendiéndose algo hacia afuera, un 
resplandor rojo entre humaredas de carne « chu- 
rrasqueada». 

Era ya un poco tarde, y los peones se iban 
recogiendo á 'medida que cenaban ; oíanse acá 
y acullá algunos bostezos sonoros y un chic-chac 
de rodajas que disminuía por instantes. 

Felisa llegó á percibir la voz clara de Ismael, 
y salió de su pieza, parándose un momento en el 
umbral. 

En seguida se dirigió á la huerta pequeña de 
que hemos hablado, y allí, entre las coles y ce- 
bollines, el apio y el orégano que servían para el 
j>uch€ro diario, había dos matas de claveles sin 
flor, y un cedrón que ya envejecía. Arrancóle 
«Ha un gajo de la parte más tierna y verde, y 
lo tuvo bajo la nariz un rato, refrególo luego 
«ntre sus dedos con la vista como clavada en la 
tierra, y no tardó en volverse. 

Pero en vez de entrarse á su habitación, He- 



ISMAEL 97 



góse maquinalmente hasta el sitio en que se en- 
contraba Velarde, púsose en jarras y dióle la 
espalda, con el gajito entre los labios. 

Al principio, al verla, Ismael se calló, sin cesar 
de rascar les cuerdas ; y después, siguió su can- 
tinela en voz bajita, concertando el falsete con el 
tañido de la prima y la bordona. 

Tenía tan cerca á Felisa, que él comenzó á 
revolverse de pronto, un poco desasosegado. Dióse 
ella entonces vuelta, y dejó caer el gajito como 
distraída encima de la guitarra. 

Hecho esto, se fué. 

Velarde pasó su mano callosa por la caja del 
instrumento, sin apartar los ojos del bulto que 
se alejaba, tropezó con el cedrón que se había 
metido en el hueco, y lo olfateó con ruido de 
fosas, pareciéndole que «olía á mujer». 

Almagro fué testigo de esta escena, allí pró- 
ximo en la oscuridad, sin ser visto. 



XIII 



Al rayar el alba, dijo á Ismael : 

— Hay que trabajar hoy todo el día en el 
campo con el ganado alzado. Tú vas á apos- 
tarte en la orilla del monte, donde está el jun- 

7 



98 E. ACEVEDO DÍAZ 



cal grande de la barra, y allí se te irá á juntar 
Aldama. 

El español dijo esto con un gesto torvo, de 
noche mal dormida. 

Ismael montó á caballo en silencio, y dirigióse 
al juncal. 

Este sitio era selvático, profundamente solita- 
rio : un vallecito cubierto al principio de chucas 
y flores azules, altas cañas con nutrido ropaje 
de verdor ; en seguida, y más allá, un juncal es- 
peso que se extendía á lo largo del monte so- 
bre un suelo húmedo y esponjoso. — Llenaba aque- 
llos lugares con su agreste aroma la flor del 
chirimoyo, y movíase sobre las yerbas crecidas 
todo un enjambre de libélulas. 

Ismael no conocía bien esta parte del extenso 
campo que estaba á muy larga distancia de las 
« casas », en un extremo poco frecuentado por la 
hacienda vacuna. 

Al penetrar en el vallecito, encontró á su paso 
una res muerta que presentaba profundas des- 
garraduras en el cuello y pecho. La sangre había 
escapado en abundancia poruña de ellasyaglo- 
merádose en negros coágulos en redor. 

— Uña de puma .... ó de tigre, se dijo Ismael 
observando los despojos. 

Y fijando luego más su atención en los con- 
tornos del sitio en que se había detenido, alcanzó 
á percibir entre la hierba un fragmentó de papel 
quemado y ennegrecido por la pólvora, que ha- 
bía servido sin duda de taco á una pistola. 



ISMAEL 99 



— ¿Será del mayordomo? -preguntóse interior- 
mente Ismael. 

Y quedóse un poco caviloso. 

Cerca del cañaveral veíase un árbol aislado. 

Encaminóse á él, y echando pie á tierra, ató 
por el cabestro á una de las ramas bajas su ca- 
ballo. 

En seguida, dándose con suavidad en las pier- 
nas con el rebenque, dirigióse al cañaveral, donde 
penetró, escudriñando su espesura con ,sigilo. Rei- 
. naba allí profunda soledad. Avanzaba la mañana, 

« 

pesada y ardiente, sin brisas consoladoras. Un 
hálito de frescura alimentado por el rocío que 
bañaba las hojas, hacía sin embargo agradable 
la estadía bajo las cañas. Ismael tendió el poncho 
que llevaba arrollado á la cintura, y arrojóse 
sobre el césped boca abajo, según su hábito in- 
dolente. 

En esa actitud le sorprendieron las horas, sin 
que llegase Aldama ni apuntase por los alrededores 
el ganado bravio. 

El sol lanzaba ya casi verticales sus fuegos, é 
Ismael con la barba apoyada en los brazos en cruz 
y sirviéndose del sombrero con las alas extendidas 
sobre su cráneo, á modo de quitasol, permanecía 
inmóvil. 

Dormía. 

Cuando se despertó, parecióle* que había so- 
ñado. Su blusa tenía olor á cedrón. Acordóse 
entonces de Felisa, cuva cara se le calcó de sú- 



100 E. ACEVEDO DÍAZ 



bito en las pupilas y se le antojo que se le aso- 
maba allí, mostrando los dientes, lo mismo que en 
el agua quieta de un remanso. 

El labio sensual de Ismael removióse trémulo. 

Volvió á bajar la cabeza y á esconderla entre 
los brazos para librarse de los mosquitos que 
zumbaban por todas partes; y en esta posición, 
en medio de esa laxitud física que domina á ciertas 
horas los organismos habituados al trabajo muscu- 
lar, no , llegó á apercibirse de un ligero roce entre 
las cañas, ni menos de los pasos de unos pies 
afelpados que se deslizaban rápidos sobre las 
hierbas. . . . 

De súbito sintió que lo cogían del tirador, y lo 
levantaban con suavidad, poniendo á prueba la 
resistencia de las agujetas. 

Ismael, sin perder el ánimo, comprendió bien 
pronto que aquélla no era una mano de hombre, 
y sí una zarpa formidable, cuyas garras se ex- 
tendían y cerraban con fuerza oprimiendo su cinto 
y ropas para arrastrarle lejos del sitio. 

Un olor acre y nauseabundo, confirmó su creen- 
cia de que tenía al lado una fiera. 

El espíritu de propia conservación le obligó á 
estarse inmóvil por el instante. La bestia feroz 
había venido al rumbo, y en vez de destrozarle, al 
verle quieto — dormido ó muerto — tentaba llevár- 
selo al fondo del juncal. Conveníala inmovilidad 
absoluta. ^ 

El menor signo de vida, caído é indefenso, traería 



I 
ISMAEL 101 ■ , 



en pos el rugido y la obra terrible del colmillo y 
de la garra. 

La zarpa levantó dos ó tres veces su presa, arras- 
trándola algunas varas con extraordinario vigor, 
sin inferirle daño. 

Ismael seguía boca abajo, conteniendo su aliento, 
cerrados los ojos y bien ceñidos los brazos, res- 
guardando en parte el cuello. En medio de su 
tribulación, indicóle el instinto que algo detenía á 
la fiera. No era ella seguramente la hambrienta, 
sino los cachorros; ni se explicaba él de otro modo 
tan corteses modales. 

De pronto, la bestia largó su presa, y alejóse 
veloz algunos pasos. ' 

Ismael respiró, volviendo un poco el rostro, 
hasta poder mirar de soslayo por debajo del ala 
del sombrero. 

No pudo menos de estremecerse. 

La fiera, dándole el flanco, con su enorme ca- 
beza inclinada hacia el suelo, parecía escuchar. — 
Era un yaguareté hembra de espléndido pelaje 
blanquecino con manchas negras á los costados, 
miembros cortos y robustos, y contextura poderosa, 
tan grande como el tigre de raza. Con la cola en 
forma de aro, las orejas enhiestas, parecía, decíamos, 
recoger los rumores del campo ó del monte, des- 
confiada é indecisa, cual si presintiera un peligro 
cercano. 

Ismael intentó echar mano á la daga cuyo 
mango asomaba á su costado, sin volverse, apro- 



102 E. ACEVEDO DÍAZ 



vechando aquel minuto de tregua á su fuerte zozo- 
bra ; pero hubo de reprimirse en el instante mismo, 
porque el yaguareté, aproximándose de nuevo, 
tomó á asirle del cinto, sacudiéndole en el aire, para 
dejarle caer con lentitud y posar la zarpa en 
su dorso. 

Luego acercó la boca á la noca, y olfateó 
ruidosamente. 

Ismael sintió en su cuello el aliento húmedo 
y fétido, en la espalda el roce de las garras^ y 
un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Creyó per- 
dida toda esperanza. — Se esforzó en recordar en- 
tonces alguna oración trunca, si alguna le ense- 
ñaron cuando chicuelo; pero de pronto se dilató 
su corazón con desesperado brío y sintió un ansia 
grande de vivir. 

En ese instante en que se resolvía á echar de 
nuevo mano á la daga, la fiera dio un pequeño 
salto, apartóse regular trecho, y púsose de nuevo 
á escuchar los ruidos de afuera. 

Era que se oían lejanos y confusos ladridos, 
los mismos que sin duda la habían hecho vaci- 
lar al principio^ aunque sólo perceptibles para su 
sentido sutil. El amor de madre, más intenso que 
el del celo, aun en el corazón de la fiera, sal- 
vaba á Ismael. 

La tigre temía por sus cachorros, que había 
dejado solos en el juncal. 

Vaciló algunos momentos, yendo y viniendo, y 
pasando la lengua por sus labios negros y babosos. 



ISMAEL 103 



Los ladridos se percibían más claros y vibran- 
tes del lado del monte. 

Ismael pensó en Aldama. 

La fiera se revolvió de improviso, lanzando un 
pequeño rugido, y desapareció entre las cañas, 
arrastrándose sobre el vientre como un yacaré. 

— i Me cayó la china ! — exclamó Ismael, res- 
pirando con fuerza, al incorporarse. -7- ¡ Mal aiga 
el godo, más fiero que la tigre! 

Y salió del cañaveral apresuradamente, para 
encaminarse al árbol en que había dejado su ca- 
ballo de faena pastoril. 

El fiel amigo estaba allí tranquilo, pero acom- 
pañado. 

Echado á la sombra, junto al bayo, con la 
lengua de fuera enlodada, sudoroso y resollante, 
vpíase uno de los grandes mastines de pelaje 
leonado y cuello blanco habituados á la lucha 
con la res bravia, que, sin duda extraviado en 
algún sendero del monte, había salido por el es- 
tero del juncal, abandonando á Aldama. La pre- 
sencia del caballo de Ismael bastó á detenerle. 
Allí había amos. El asta aguda de los toros ha- 
bía hecho ligeras lesiones en la piel del perro, 
adornándola de bandas rojizas ; y sus fauces bien 
abiertas aparecían llenas de espuma y sangre. 

Ismael montó á caballo, y alzando el reben- 
que con ademán brusco, señaló el juncal espeso, 
diciendo como si fuera comprendido por el mas- 
tín: 



104 E. ACEVEDO DÍAZ 

— Criadero de tigres, Blandengue. Movete á 
matar cachorros. 

Blandengue se levantó de un salto, y echó á 
andar en pos del gánete que se dirigió al monte 
á paso de trote. 

Por allí cerca, bajo unos tsarandíes» que for- 
maban isleta, encontrábanse dos gauchos vaga- 
bundos armados de trabucos. 

Velarde se les juntó, convidándolos á pitar, y 
con su bota de caña. 

En las horas que se subsiguieron, ningún peón 
de la estancia vio á Ismael en el campo. 

Parecía haberse hundido en la espesura del 
monte ó en el juncal siniestro como una alimaña. 

En los ranchos no faltaba quien extrañase su 
demora. 

Acostumbraba él á encontrarse en la enra- 
mada al caer el sol, y ya era noche profunda. 

Felisa había rondado alguna vez cerca de ella, 
sin decir palabra. 

Aldama, al verla, habíase dicho : 

— Anda abiriguando. 

Él también no dejaba de sentirse algo in- 
quieto por la falta de Ismael, y para ello le asis- 
tían sus razones. 

Almagro, en cuyos labios gruñían en cada 
frase las pasiones groseras, tuvo en sus encuen- 
tros casuales con la criolla algunas torpezas que 
decirla, que ella devolvió con sus peculiares vi- 
sajes de ironía y desprecio.— 



ISMAEL 105 



El semblante de Jorge tenía mucho de raro 
esa noche ; y esa su expresión de cruda taimonía, 
resaltaba más á la luz de un fogón, próximo 
al cual se había puesto á conversar con Aldama 
sobre las ocurrencias del día. 

— El Blandengue se cortó en el monte, — de- 
cía éste, — pa ya del juncal; y á la cuenta los 
yaguaretés lo arañaron .... 

Los ojos de Almagro se encendieron en su 
fulgor felino. 

Afectando reposo, preguntó : 

— ¿Y qué es de Ismael? Ya debía estar aquí. 

— Cuando juí al cañizal, ni rastro de él, — re- 
puso Aldama con extrañeza. — El ganao no en- 
derezó á los huncos de la barra ; y pa mí Esmael 
se dentro al monte atrás de los auyidos de Blan- 
dengue. 

El mayordomo quedóse pensativo, en tanto Al- 
dama encendía un cigarro de tabaco negro y 
papel grueso. 

— El rincón ese es fiero, — añadió, despidiendo 
humo por las narices. — La tigrada anda ronzando 
siempre carne de cristiano. 

Jorge experimentó una emoción fuerte, y re- 
fregóse despacio las manos. 

En ese momento ladraron los perros ; y Blan- 
dengue, lleno de sangre y lodo, entróse inespe- 
radamente en la enramada. ^ 

Traía rasgada en diversas partes la piel del 
hocico, -^ la del cuello abierta en un costado, 
hasta mostrar la pulpa. 



106 E. ACEVEDO DÍAZ 



Mayordomo y peón se miraron. 

— ¡ Pa que vea no más ! — dijo Aldama, cogiendo 
al perro con las dos manos de la cabeza. — ¿Y 
aonde quedó Esmael, Blandengue? 

— ¡ Aquí anda ! — contestó una voz tranquila 
en las tinieblas. 

Ismael, que acababa de apearse á corto tre- 
cho, adelantóse con una carga sobre los hombros. 

— ¡ Güeñas noches les dea Dios ! — dijo con su 
aire de indolencia. 

Y arrojó al suelo el bulto. 

— ¿ Qué es eso ? — preguntó Almagro acre- 
mente. 

Ismael detuvo en su semblante sus ojos par- 
dos, esta vez muy abiertos, y colgando el reben- 
que en el mango de la daga, respondió con la 
mayor calma : 

— El cuero de una tigra. 



XIV 



Pasaron algunos días. 

Jorge Almagro seguía reconcentrado y bilioso. 
Buscaba ocasiones para zaherir á Ismael. 

Una vez le reprendió por haberse alejado dos 
horas del lugar de la faena ; otro día le lanzó 



ISMAEL 10' 



una palabra deprimente. Ismael le miró hosco, en 
silencio, y dióle la espalda. 

— Este tupamaro busca el rigor, — había di- 
cho el mayordomo, viéndolo alejarse. 

Aldama recogió la frase, y la trasmitió á Is- 
mael. 

Éste había fruncido el ceño, y contestado al- 
gunas palabras ininteligibles ; con las que, según 
Aldama, había querido significar que en todo 
caso, haría él de repente con el mayordomo lo 
que se hacía con un toro para reducirlo á 
< güey » . 

Cierta tarde, se apartaban del rodeo ó gran 
núcleo de ganado, algunas reses para saladeros. 

Todo el personal del establecimiento estaba 
ocupado en la faena. 

El sol diluía su fuego en la atmósfera ha- 
ciendo sofocante el ambiente, y el polvo levan- 
tado por los cascos de los caballos enceguecía 
á los ginetes,- en medio de una labor ímproba y 
dura, en que la destreza está á cada momento 
desafiando el peligro, y en que la fuerza mus- 
cular del hombre entra en prodigiosa competen- 
cia con el brío del ganado mayor. 

A esta tarea habían concurrido numerosos 
hombres de campo de otros distritos; y entre 
ellos, un gaucho bizarro, que estaba al frente de 
la invernada del Rincón del Rey. 

Bulliciosa animación sentíase en esa parte de 
la comarca. 



108 E. ACEVEDO DÍAZ 



El tropel de los caballos en sus frecuentes ga- 
lopes, los roncos bramidos y las voces enérgicas 
de los ginetes, llevaban sus ecos á gran distan- 
cia en los campos. En medio de aquel cuadro 
de robusto colorido, que de lejos pareciera entre 
su niebla de polvo torneo de toros y centauros^ 
embistiéndose y reluchando con furor, destacá- 
base Jorge Almagro con un gran grupo de pe- 
ninsulares interesados en la compra de novillos 
propios para la faena de saladero. 

A su alrededor la novillada se revolvía en gruesa 
espiral de astas en perpetuo roce, resoplando 
azorada y oprimida dentro del círculo impuesto 
, por hombres y perros. 

Alguna vez, este cerco erg, roto con fiereza, y 
algún toro bramando se abría paso para desapa- 
recer bien pronto en la hondonada, cuando los 
agudos colmillos de Blandengue ú otro fuerte 
mastín no le sujetaban de la nariz aplacando sus 
ímpetus de una manera instantánea y compe- 
liéndole á retroceder en su impotente furia. 

A intervalos, bien unidos, como formando un 
solo cuerpo informe de ocho pies y dos cabezas, 
caballo y novillo, castigados por la espuela ó el 
rebenque, sudorosos, en rápida avalancha, des- 
cendían las parejas de la meseta á incorporarse 
al grupo del segundo rodeo; y solía suceder que, 
volviendo sobre uno de los flancos la res aco- 
dillada huía veloz al campo abierto, y era en- 
tonces cuando los más esforzados pastores se 



ISIUAEL 109 



disputaban en ágil carrera poner el lazo de trenza 
en la cornamenta, ó á rodeabrazo paralizar los 
miembros de la res con un tiro de boleadoras. 

Ocurrido uno de estos casos, Jorge Almagro 
habituado á los ejercicios del campo y celoso de 
su fama de fuerte y hábil ginete, lanzó su la- 
zada á la cabeza de un novillo que rompía el 
círculo, después de arrojar ensangrentado por los 
aires uno de los grandes perros. 

El tiro falló. 

El gaucho de la invernada del Rincón del 
Rey se puso á reir con ironía. 

Los tupamaros^ en gran número, se miraron 
con sorna unos á otros, haciendo serpear sus la- 
zos armados en el suelo, con intención de pro- 
bar fortuna. 

De pronto Ismael, que se había conservado 
impasible, hizo arrancar su caballo con marcial 
estridor de estribos; y ganado lo suficiente del 
campo sobre la res, aventuró su tiro de bolas, 
las que atravesaron silbando sobre el novillo, 
para caer por delante como uña culebra de tres 
cabezas y trabar sus miembros en apretados ani- 
llos, al punto de obligarle á doblarlos y hundir 
sus cuernos en tierra. 

Un grito de aplauso escapó al pecho de los 
circunstantes, aclamando al diestro «tirador». 

Jorge se mordió los labios hasta hacerse sangre. 

— ¡Ya te cruzaste! — prorrumpió cpn ira re- 
concentrada, fijos sus ojos de jaguar en Ismael. 



lio E. ACEVEDO DÍAZ 



— j Guapo el criollo ! — dijo en voz alta el gau- 
cho de la invernada, siguiendo atentamente los 
movimientos de Almagro. 

Este se volvió, dirigiéndole una mirada co- 
lérica. El gaucho apretó á la montura las pier- 
nas, lanzó su caballo de lujoso arreo hacia Jorge, y 
tras este salto de amenaza, exclamó con mal ceño: 

— Se ha pensao que va hacer carona del cuero 
del tupamaro. 

Almagro no replicó. 

Pocos momentos después, dirigiéndose á un ne- 
gro de chiripá rojo que hacía jadear su cabalgadura 
en continuo vaivén con las reses, preguntóle im- 
perioso : 

— ¿Quién es ése, retinto? 

— Fernando Torgués, — dijo el negro alar- 
gando su boca pulposa como una trompa de tapir. 

— ¡ Ah, el gaucho díscolo ! — repuso Almagro. 



XV 



La ardua tarea seguía en tanto, y aun debía 
durar una hora. Circulaba como una atmósfera 
de fiebre en el rodeo ; el calor no cedía ; el polvo 
en perpetuas sacudidas se arremolinaba en tomo 
de los grupos, los caballos jadeantes alargaban 



ISMAEL . 111 



SUS cuellos buscando en el ambiente denso una 
ráfaga de aire fresco, y el ganado se agolpaba ru- 
moroso, haciendo temblar el suelo bajo frenéticas 
corridas. 

De improviso, un novillo de imponente aspecto 
atropello el cerco, hiriendo uno de los caballos, y 
bajando la cuesta con la violencia de una mole 
desprendida de la cumbre. 

Almagro se precipitó sobre la res lleno de des- 
pecho, para unirle á la paleta la de su zaino de 
gran alzada. El amor propio lastimado le hizo 
hundir la rodaja en los ijares con cruel rigor; 
en su brío, brincó el caballo en vivísimo arran- 
que, y mordiendo el freno enarcó el pescuezo, 
lanzándose al declive con pasmosa rapidez. 

Pero, casi al final de la cuesta, aflojáronsele 
los brazuelos, dobló los corvejones, y cayó de 
costado, rodando hasta el pie de la loma, des- 
pués de haber arrojado á su ginete á algunas 
varas de distancia. 

Perseguía á Almagro la mala suerte. 

Un nuevo murmullo compuesto de voces y 
risas burlonas, siguióse á esta caída, atrayendo 
al sitio gran número de los concurrentes. Los ami- 
gos de Jorge rodearon á éste, que se hallaba un 
tanto aturdido en el suelo. 

— ¡ Había sido parador el hombre ! — exclamaba 
Fernando Torgués entre carcajadas ruidosas. ¡ Vea 
no más el diablo, como lo hizo oviyo entre la 
yerba I 



112 E. ACEVEDO DÍAZ 



Así diciendo, mientras Jorge se reincorporaba, el 
gaucho de gran talla y arrogante continente, barba 
castaña y ojos celestes, de mirar ceñudo, hacía en- 
sayar corvetas á su caballo, domeñándolo con fuerte 
brazo en cada rebeldía. 

Los hombres de campo se le aproximaban silen- 
ciosamente, y empezaban á mirarle con interés ó 
cierta fascinación suscitada por el prestigio de la 
fuerza física, de la hermosura varonil, de la audacia 
y resolución que revelaban la mirada, la acción y 
el gesto, cuando á un simple ademán ó grito bronco, 
hacía volver azorada una res al núcleo ó á un bote 
impetuoso de su cabalgadura hacía bramar de có- 
lera á ün toro. Aquel mismo interés manifestado 
por Ismael, en sus pendencias con Almagro, le ha- 
bían atraído las simpatías de todos sus compañe- 
ros, dada la fama que Jorge había logrado conquis- 
tarse por sus actos de cruel severidad en aquellos 
contornos. 

Fernando Torgués conocía esa fama del penin- 
sular, y la acción del tupamaro le había sedu- 
cido. Hacíale acordar á un Jesús de las estam- 
pas^ el gauchito de los rulos y de los ojos de 
mujer. 

— Se me hizo güeno el partido, — vociferaba, — 
cuando lo vide con su carita de hembra peli-rubia 
tirando las bolas por las guampas del animal. 

Los criollos le habían hecho círculo, y le ce- 
lebraban las ocurrencias, especialmente los del 
distrito del Pantanoso que habían venido con él. 



ISMAEL 113 



Era que de aquella personalidad fuerte se des- 
prendía como una esencia acre y contagiosa de so- 
berbia y de bravura, que halagaba las propensiones 
é instintos de sus congéneres, atrayéndolos por su- 
gestión irresistible. 

Aumentaban este prestigio personal, ciertas aven- 
turas locales ó de pago, de la primera juventud 
de Torgués. Prodigios del músculo; luego, rara 
habilidad para domar al potro, correr al ñandú, 
cazar al tigre y vencer en la pelea á sus con- 
trarios, completaban el renombre. Este gaucho 
de .presa era temido, si bien su fama no salía 
del círculo estrecho de la vida de pastoreo. Ya 
era algo entre la gente nacida en asperezas, en 
lucha de todas las horas con las bestias, un hom- 
bre que derribaba á un toro de las astas, con la 
• misma intrepidez con que vencía á puñal á un 
enemigo. 

El éxito feliz en los lances individuales, en los 
duelos tenebrosos, cuyos hilos secretos no alcan- 
zaba á descubrir siempre la justicia del rey, in- 
cubaba estas prepotencias en la oscuridad, in- 
formes larvas de caudillos que la ley de la 
evolución tenía fatalmente en el andar del tiempo 
que arrojar desmelenados é iracundos á la escena. 
El valor cruel y las proezas del músculo los 
colocaban en medio á su existencia sombría de 
tribu hispano-colonial, al nivel de aquellos héroes 
primitivos de leyenda que lactaron cuando niños 
lobas y panteras. Frutos maduros de un sistema 

8 



114 E. ACEVEDO DÍAZ 



de fuerza, se imponían entre ellos- mismos la ley 
del mks fuerte, para aplicarla después implacables 
y unidos al adversario común. 

A esta familia de centauros rehacios á la obe- 
diencia pasiva que iba creciendo y agigantándose 
en la soledad, como los « ombúes » en el desierto, 
pertenecía el gaucho membrudo y altanero de la 
invernada del Rincón del Rey. 

De hablar recio y ademanes rudos, llamaba la 
atención á la distancia, sin que él se preocupara del 
alcance de sus frases, ni de los efectos de su 
atrevimiento. El hábito de lidiar con los « bicór- 
neos »^ según decía, no le dejaba lugar para 
«lindezas». 

Sus carcajadas sonoras hicieron aproximar al 
núcleo á un hombre de formas atléticas que venía 
montado en un rosillo entero. Pertenecía al grupo 
de los peninsulares, y acababa de separarse de 
Almagro. 

Por su aspecto, reconocíase al primer golpe 
de vista al hombre campero, ágil y sufrido. Traía 
daga cruzada por delante, pantalón y bota de 
baqueta. 

De mirar duro y oblicuo, con un cigarro en 
la boca, púsose á escuchar en silencio, escu- 
piendo de vez en cuando de lado, sin mover la 
cabeza ni apartar la tagarnina de los labios, 
casi invisibles entre el espeso boscaje de su 
barba. 

Ninguno puso atención en él. El círculo se ha- 



ISMAEL 115 



bía estrechado en redor de Fernando, quien en 
ese instante mantenía vivo el interés de los oyen- 
tes relatando un episodio de sensación ocurrido á 
orillas del Santa Lucía. 

Un jefe de partida de celadores, — que así se 
llamaban los soldados del preboste, — había mar- 
tirizado á un criollo muy mancebo todavía, por 
sospechas de hurto. La indignación era grande 
en el distrito, porque fuera de ser la víctima 
inocente, se había defendido solo contra toda la 
fuerza de la Hermandad, cayendo al fin abru- 
mado por el número. Según Torgués añadía, 
el mozo hizo « mueca al peligro » con una me- 
dia-luna de cortar jarretes, y con ella desjarretó 
dos godos como para hacerlos andar en cuatro pies. 

Una voz que venía de fuera del círculo formado 
por el grupo, interrumpió aquí á Fernando, di- 
ciendo : 

— ¡Te vas en lengua, voceador! 

Torgués se empinó en los estribos y echándose 
atrás el sombrero, contestó; 

— ¡ Nunca le criaron pelos, y lo que dice lo sos- 
tiene el brazo, señorón de estampa ! 

— Falta verse, matamoros. 

Y el ginete de formas atléticas, que no era 
otro que el dueño del campo en que ocurriera el 
suceso, levantó en alto su rebenque de cabo y pa- 
sadores de plata con aire agresivo. 

— ¡Abran cancha! — gritó Torgués rugiente. — 
Voy á señalar á ese godo en la oreja. 



116 E. ACEVEDO DÍAZ 



— ¡Y yo á tarjarte la lengua! 

El círculo se abrió de súbito, entrándose al 
medio el del rosillo ; y volvió á cerrarse en vio- 
lento remolino, á impulsos de una emoción ex- 
traordinaria. 

Los dos hombres echaron veloces pie á tierra, 
y las dagas relumbraron. 

— Arroyate no más el tartán y cuida de tu 
alma, — dijo Torgués, oprimiendo con furia el bar- 
boquejo entre sus dientes. 

— ¡ Así ha de ser ! — repuso en voz breve, lí- 
vido y descompuesto el del rosillo, envolvién- 
dose con giro rápido en el brazo izquierdo una 
especie de chai de vicuña que había traído á modo 
de banda sobre el cojinillo de su montura. 

Y sin hablar más, temiendo se les escapara la 
fuerza con la voz, se fueron al encuentro encor- 
vados á largos pasos de felino, hasta que, acor- 
tada la distancia y caídos en guardia á su ma- 
nera, torcido el cuerpo y cambadas las piernas, 
miráronse un momento en las pupilas, como si 
en ellas estuvieran las puntas de las dagas. 

En el grupo no se oía el más leve mumullo; 
reinaba ese silencio profundo que impone, entre 
fuertes ansiedades, un duelo á muerte. Todos los 
ojos estaban fijos, pálidos los semblantes y mu- 
das las bocas. 



ISMAEL 117 



XVI 



Las dagas se cruzaron despidiendo chispas en 
el choque, para separarse, ondular, recogerse y 
alargarse de nuevo como víboras rabiosas. Sus 
filos solían encontrarse en las tendidas á fondo 
cerca de los extremos agudos; y los dos com- 
batientes, comprimiendo sus respiraciones, apre- 
tando el labio y bien abiertos los ojos, cual si 
los párpados se hubiesen recogido en el fondo 
de las cuencas, parecían hacer reposar sus tron- 
cos sobre elásticos de goma ó muelles.de acero 
al saltar de frente ó balancearse con la flexibi- 
lidad del tigre. 

El tartán del hombre atlético estaba á los po- 
cos momentos hendido á tajos, sirviéndole de 
resguardo de brazo y pecho; Torgués sangraba 
por pequeñas heridas en el tronco, cuyo esco- 
zor apenas advertía en la fiebre de la pelea. 

Los golpes empezaron á sucederse torpes, en- 
tre falsas paradas é inseguros ataques, exacer- 
bado el encono, perdida ya la serenidad de la 
vista y la firmeza del brazo por el esfuerzo y 
la fatiga. 

Chorreaban sudor los rostros, los pies arma- 



118 E. ACEVEDO DÍAZ 



dos de espuelas con sus calcañares en ángulo 
tropezaban á intervalos, y las dagas huían con 
frecuencia de las manos ateridas hasta tocar el 
suelo en el furor de la brega. 

Llegó pronto un momento que aumentó la 
^ ansiedad, precipitando el desenlace. 

Los contendientes habían estrechado el espa- 
cio de separación, y con el puño que oprimía el 
arma sobre la rodilla derecha, se dieron ligera 
tregua, mirándose torvos y jadeantes. 

Tras estos segundos de descanso, el hombre 
de la barba espesa se tiró á fondo con un mo- 
vimiento rápido y violent9, ^ punto de perder 
su guardia é irse sobre el adversario como una 
pesada mole. 

El golpe habría sido mortal, si aquél no salta 
de flanco librando el pecho, y ofreciendo sólo 
su brazo izquierdo á la punta del arma. 

Al sentirse lastimado, Torgués levantó la daga, 
barbotando con ronca voz: 

— ¡ Vale tarja ! 

Su brazo volteóse con la fuerza de un ba- 
rrote de hierro, y la daga cayó abriendo ancha he- 
rida en el robusto cuello de su enemigo, que 
abandonó el acero ensartado en el brazo de Fer- 
nando, para rodar por tierra á la manera del po- 
tro que recibe un golpe de garrote en el testuz. 

El grupo, ya muy numeroso y compacto, se 
arremolinó con el rumor de la marea. Todas las 
bocas respiraron ruidosamente. 



ISMAEL 119 



El vencedor al arrancarse la daga de la he- 
rida y al arrojarla lejos, enrojecida con su san- 
gre, dijo con su acento fiero: 

— ¡ Vean si está bien muerto ! 

Los ginetes en tumulto aproximáronse más al 
cuerpo del vencido que yacía de costado entre 
un gran charco sangriento, y se quedaron mi- 
rándole en silencio. 

Difícil hubiera sido reconocer en aquellos ros- 
tros si el sentimiento que en ese instante pre- 
dominaba, era el del interés que inspira la 
desgracia del guapo, ó el de la compasión que 
despierta la muerte de un hombre. El hecho era 
que, á la voz de Fernando, todos se habían mo- 
vido como por un resorte. El gaucho bravo te- 
nía en los ojos una fuerza avasalladora ; ninguno 
se acordaba en aquel momento de la justicia del 
rey. 

Sabido es que la costumbre de ver sangre, 
aunque fuere la de las bestias, cebaba y subyu- 
gaba á los que habían nacido en los hogares 
del desierto y contemplado desde la edad más 
tierna cómo palpitaban las entrañas de la res 
abierta en canal, segundos después que el cu- 
chillo había dividido las arterias del cuello. Este 
vapor de sangre que se aspiraba en la infancia 
endurecía el instinto y adobaba la fibra. 

Entonces, en el periodo de la adolescencia, 
depravada la sensibilidad moral, llegábase á asis- 
tir con deleite á las luchas mortales dé los hom- 



120 E. ACEVEDO DÍAZ 



bres y las hazañas cruentas del valor. Este es- 
pectáculo, en los lances singulares, embriagaba 
y suspendía; una atracción irresistible encade- 
naba los espíritus agrestes á la escena ^el drama, 
hasta que declarada la victoria, la superioridad 
del triunfador los hacía esclavos de su presti- 
gio, de su fuerza y de su imperio. 

El caudillaje, por lo mismo, no fué nunca otra 
cosa que un cautiverio de voluntades por la 
coerción decisiva de la audacia, de la intrepi- 
dez y del éxito, en la soledad de los campos, 
en medio de las tinieblas de la ignorancia y del 
error, lejos de la infijiencia eficaz de las autori- 
(lades, allí donde la libertad indómita tenía por 
vehículo al potro, por refugio el seno de los 
bosques, y por tipo genérico al primitivo gau- 
cho de la leyenda heroica. 

Escenas como ésta á que nos referimos, de 
tiempos ya lejanos, tiempos de la primera gene- 
ración, en que la raza empezaba á sentir el her- 
vor de los instintos hasta entonces reprimidos y 
á desprenderse apenas de su corteza de barba- 
rie, — de su piel charrúa^ si se nos permite la 
imagen, — animando la escena con la variedad 
pintoresca del tupamaro^ — eran escenas propias 
de la índole genial del pueblo, frecuentes y trá- 
gicas, sin represión inmediata, en que se adies- 
traba el músculo dándose desarrollo increíble á 
las pasiones con abandono absoluto del cultivo 
de la inteligencia y del sentido moral. La ley 



ISMAEL. 121 



de la herencia ejercía todo su imperio en la vida 
tormentosa del embrión. El menor episodio de 
guerra ó lucha de familia se caracterizaba por 
una propensión irreductible de los instintos cie- 
gos, más que por la fuerza del cálculo ó la ma- 
licia de la idea. Se vivía de sensaciones ; y el 
odio ó la venganza las ofrecían á cada hora en 
nuestra edad del centauro y del hierro. 

La escena que dejamos relatada, había remo- 
vido las pasiones del grupo por un momento. 

Después había sobrevenido algo como una 
calma indiferente. jUno de los campeones estaba 
en el suelo, extinta para siempre su fiereza ! 

Jorge Almagro se encontraba en el extremo 
opuesto del rodeo, apresurando la conclusión del 
aparte de novillos, cuando el negro de chiripá 
rojo, azuzando sin descanso á su rucio rodado con 
una sola espuela de rueda enorme ceñida al pie 
desnudo, se le acercó para decirle que el ha- 
cendado Tristán Hermosa acababa de caer mal 
herido en lucha con el capataz de la invernada del 
Rincón del Rey. 

— ¿Y él? — preguntó entre tartajoso é iracundo 
el mayordomo. 

— Cribao y manco, señó. 

Almagro picó espuelas, seguido del grupo, or- 
denando que se largase el ganado. . 

A mitad de su galope, alcanzó á divisar hacia 
la izquierda muchos ginetes que so alejaban á 
buen paso del sitio de la tragedia. 



122 E. ACEVEDO DÍA2; 



— ¡Que se cure de la manquera! — murmuró con 
sorda rabia. — ¡A su tiempo, conmigo ha de ser! 

En el lugar de la lucha, sólo se veían dos hom- 
bres: Aldama é Ismael. 

Tres de los grandes mastines, echados junto al 
cuerpo inmóvil, alargaban sus hocicos oliendo la 
sangre que empapaba las hierbas. 

Así que Almagro llegó, lanzóse rápido del ca- 
ballo, y dando con el mango del rebenque en la 
cabeza de uno de los perros, que arrastró en su 
fuga á los otros, sacudió con fuerte brazo el 
cuerpo de Hermosa, hasta volverle de rostro; y 
púsose á contemplarle pálido y mudo. 

Ismael salivó á un lado con displicencia, y dijo 
sencillamente : 

— Dijunto. 

— Aurita no más jipeó con un gorgorito, — 
añadió Aldama. 

Almagro levantó la cabeza gestudo, mirándoles 
de reojo. En seguida quitóse un gran pañuelo 
á cuadros que llevaba en el cuello, y rodeó con 
él el de Tristán Hermosa, cuya herida era ancha 
y profunda. La daga había ofendido venas y arte- 
ria, sucediéndose una hemorragia mortal. 

Vendada la herida, Alrüagro hizo una seña al 
negro del chiripá rojo, que había ya mudado de 
caballo, diciendo : 

— Acerca, Pitanga; lo cruzaremos adelante. 

Y dirigiéndose á Ismael y Aldama, agregó 
bruscamente: 



ISMAEL 123 



— ¡Ayuden á levantar! 

El cuerpo fué colocado sobre la encabezada 
del lomillo, manteniendo el equilibrio el negro 
con las dos manos sobre el pecho ; y el fúnebre 
acompañamiento echó á andar hacia la casa, cuando 
cerraba ya el crepúsculo. 



XVII 



A aquella hora notábase en la estancia reco- 
gimiento y soledad. Dos individuos del peonaje 
acababan de retirarse á un galpón pequeño, á cuya 
entrada ardía un buen fuego, después de en- 
cerrar en el corral una majada de ovejas que 
llenaban el espacio con sus balidos plañideros. 
Una campana de hierro que pendía del techo 
del corredor, había sonado como de costumbre 
anunciando la hora de la cena, sin que á su lla- 
mado hubiese aún comparecido Almagro con 
el numeroso personal de trabajo del estableci- 
miento. 

Atribuíase esta demora á las dificultades de la 
elección y del aparte de» las reses. 

La viuda de Fuentes se entretenía á la luz de 
una lamparilla en embeber puntos en calcetas, á 
favor de una calabaza pequeña, muy absorta en 



124 E. ACEVEDO DÍAZ 



SUS menguados como en tarea concienzuda, con 
su vieja peluca de bucles castaños bien puesta en 
el rugoso cráneo, y su rosario de cuentas amarillas 
prendido al cin turón. 

F'elisa, sentada junto al ventanillo que daba 
al campo, conservaba todavía entre sus manos el 
mate de yerba que poco antes había servido con 
leche á la abuela, sorbiendo cavilosa su bombilla 
de vez en cuando. 

Parecía echar de menos algo, y sus ojos no 
cesaban de dirigirse á la campaña, que íbase por 
grados cubriendo de sombras. Esa noche, Fe- 
lisa experimentaba un desasosiego completo. Iba 
y venía ; tornaba á salir, recorría el patio, la en- 
ramada, aventurándose un poco hacia el campo ; 
y volvía al rancho, para mostrarse inquieta den- 
tro de su habitación, sin que nada la distrajese* 
Ella misma no se daba una idea clara de lo 
que le ocurría, aun cuando en medio de sus im- 
paciencias creía ver entre una nube de polvo 
una imagen de rostro pálido y flotante cabellera, 
que no quería mirarla ni sonreiría, y por la que 
ella á su vez sentía enojo y afecto juntamente, y 
hubiera si pudiese, arañado ó besado, según la oca- 
sión. 

En ciertos momentos quedábase encogida, con 
la vista en el suelo. 

Pensaba acaso que su abuela, después de rezar 
sus oraciones en un viejo sillón de baqueta con 
clavos de bronce, del tiempo de don Bruno de 



ISMAEL 125 

Zabala, que le servía de asiento favorito, íbase 
é. las nueve á dormir; que Almagro lo hacía á 
las diez en el extremo opuesto del rancho, en 
lionde tenía su catre, cuando no lo trasladaba 
a.1 galpón destinado á la lana y cerdas, para 
gozar mejor del fresco de la noche; y que, el 
otro, se refugiaba en la enramada con Aldama, 
haciendo antes de entregarse al sueño, música 
tie « tristes » con la guitarra .... 

Verdad también que ese otro, en determinadas 
noches, solía meterse en un cuartito que daba 
entrada á la tahona, de allí distante treinta va- 
ras, con ventanillo sin rejas. 

Y, calculando quizás estas cosas, volvía la 
vista á la abuela, sintiéndose como tentada de 
preguntarle por qué era que había hombres tan 
liuraños, que fuera preciso á una muchacha en- 
cariñarlos mucho con los ojos antes de hacer- 
los mansos y seguidores. Pero, ¿qué diría la 
« vieja » si ella le preguntase semejante zafadu- 
ría ? 

Lo cierto es que aquel corazón, en el mismo 
•estado que una calandria en lo espeso del ramaje 
ceñida de las alas, se encontraba bajo ansias des- 
conocidas. 

El gauchito de boca de clavel le andaba á 
Felisa por los ojos. Tenía herido en lo vivo el 
sensorio, y esta herida exasperada por el ca- 
pricho duro y voluntarioso, la rebelaba ante la 
idea de que Almagro pudiese ser « su hombre >. 



126 E. ACeVeDO DÍAZ 



En el momento en que volvemos á encon- 
trarla, un mal humor manifiesto comenzaba á 
contraer su ceño. Agraciaba aún más su linda cara 
morena una cinta roja con que había ceñido su 
pelo negro y crespillo, el cual le caía por detrás 
en grandes trenzas sobre un vestido de zaraza, 
corto y esponjado por el almidón y la plancha 
caliente. Ceñía su cuejlo una pañoleta de algodón 
floreado, cuyas extremidades al resbalar en su 
pecho ponían mejor de relieve los encantos que 
por entonces no tenía ella en mucha cuenta, á 
pesar de los groseros avances de Jorge. Este 
traje dominguero no dejaba de sorprender á su 
abuela, quien la miraba por encima de sus gafas, 
como indagando la razón de tanta compostura ; 
|)ues comunmente Felisa andada de « trapillo », sin 
mucho miramiento. — Pero á ella se le había an- 
tojado no hablar en ese día, y la vieja viuda tuvo 
que limitarse á sus ojeadas cortas de pupila ahu- 
mada y mortecina. 

Después de un largo rato de silencio, la nieta 
dijo con mal modo de repente: 

— ¡Ya es hora de cenar, agüela! 

La viuda sin levantar la vista de sus men- 
guados, ni abandonar la aguja que temblaba como 
la de la brújula en sus dedos descarnados y amari- 
llentos, concretóse á responder con mucho reposo : 

— Jorge no ha de tardar. 

Felisa se levantó con enfado y fué á colocar 
el mate en una mesita. 



ISMAEL 127 



Dirigióse- luego al ventanillo del fondo, donde 
puso sus dos manos, sin decir palabra, y que- 
dóse mirando con su aire de encono los cardi- 
zales secos que se extendían al frente. 

No habían pasado cinco minutos, cuando ella 
atisbo algo desde su ladronera, que llegó á disi- 
par en parte su gesto de disgusto. 

Un ginete acababa de atravesar solo, hacia la 
tahona, si no sufría engaño su vista en medio 
de la oscuridad que rodeaba todos los objetos; 
y ese ginete por su postura indolente en el ca- 
ballo y el sombrero doblado de un ala hacia 
arriba, le era bien conocido. 

La cabalgata al aproximarse á la estancia 
había hecho un rodeo, encaminándose á la cabana 
de techo de paja, donde se depositó el cadáver 
con el objeto de velarle esa noche. 

La viuda y Felisa se encontraban ya á la mesa, 
cuando vino Almagro á ocupar su banqueta» 
limpiándose con el brazo el sudor del rostro. 

Mientras se servía el asado y la carbonada 
criolla, y preparaba él su estómago con una 
buena dosis de vino carldn, bebido en vaso de 
azófar, relató con frases entrecortadas las peri- 
pecias de la faena, sin excluir el episodio de 
Hermosa y Torgués, y algunos juramentos gro- 
seros que acompañó con un golpe de puño en 
la mesa. 

Condoliéronse abuela y nieta del suceso, alar- 
mándose aún más la primera al saber que de allí 



j 



128 E. ACEVEDO DÍAZ 



á pocas horas llegaría la gente del preboste, para 
las informaciones necesarias. Tranquilizóla Jorge 
á este respecto, no insistiendo mucho sobre el 
asunto. 

Pudo observar Felisa que á su primo se le 
desarrugaba el ceño, y ponía en ella sus ojos 
con una expresión blanda y afable. 

Es que Jorge la hallaba más compuesta é 
incitante que de costumbre ; y hasta llegó á ima- 
ginarse que fuera él tal vez, el origen de este 
atildamiento inesperado. Para confirmarse en la 
creencia, tentó con los pies por debajo de la 
mesa, hasta encontrar los de la criolla, que apri- 
sionó muy audazmente entre los suyos. 

Felisa se estuvo quieta, y se sonrió sin mi- 
rarlo. 

La abuela, á quien las novedades extraordi- 
narias del día tenían bastante conturbada, inqui- 
ría á cada momento de Jorge mayores detalles, 
que éste le trasmitía entre bocado y bocado, sin 
apartar la vista de la criolla. 

Pocas veces había estado Almagro tan alegre 
y obsequioso con la viuda y con su prima. ¡Juro 
por el ánima de mi padre, — exclamaba, — que 
hoy soy capaz de perdonar ! — Y mientras esto 
decía, alguna nueva libertad llegó á permitirse, 
porque Felisa lo miró con los ojos muy severos, 
y separó sus pies. 

No se resintió él por eso; y pasados pocos 
segundos volvió ¿ comenzar. 



ISMAEL 129 



Antes de tocar la cena á su término, la vieja 
viuda se levantó para pasar á la pieza que servía 
de dormitorio t^nto á ella como á su nieta. 

Así qu§ hubo salido, Jorge detuvo á Felisa 
que se marchaba detrás con las mejillas encen- 
didas, y ese aire suspicaz y altanero propio de 
una mujer que ha tolerado demasiado. La detuvo 
con la intención de darla un beso. Ella lo burló, 
rechazándolo callada, con energía. . . . 

La abuela pudo sentir entonces desde su cuarto 
ciertos choques ó estrujones contra las banquetas 
y la puerta, que se cerró con violencia, y volvió 
á abrirse; y cuando venía ella á averiguar lo 
que ocurría, tropezó en la oscuridad con Felisa, 
que á su pregunta, respondió con la voz un poco 
desfigurada : 

— Nada, agüela, 

Y pasó adelante con los ojos cuajados de lá- 
grimas, llevándose la mano al seno, como si allí 
hubiesen dejado escozor doloroso unos dedos 
brutales. La viejecita se volvió más tranquila, 
dando un bostezo. 

Felisa fué á sentarse junto á su ventanillo, 
silenciosa, con la barba apoyada en la palma de 
la mano, las orejas ardiendo y la mirada colé- 
rica. 



o 



130 E. ACEVEDO DÍAZ 



XVIII 



En tanto que esto ocurría en las habitaciones 
de la viuda de Fuentes, otras escenas se prepa- 
raban en el extremo opuesto. 

Hemos dicho que la cabalgata se había dete- 
nido en la cabana de techo pajizo, en donde se 
depositó el cadáver de Hermosa. » 

Ismael se apartó del grupo, una vez en aquel 
sitio. 

— Toy cavilando en cosas fieras, — le había 
dicho Aldama al separarse, con aire aprensivo. — 
Los perros principian á auyar. 

— Por el ánima del dijunto, hermano .... 

— No creiba. A canto de gayo, ante la maña- 
nita, vide en el cielo una estreya con cola, de 
la parte aya del bañao. ¿No piensa que haiga 
agüero ? 

— A la cuenta se amachimbró una bruja. 

Y al decir esto Ismael, encogiéndose de hom- 
bros, imperturbable, habíase dirigido á la tahona. 

Cuando pasó por delante de la ventanilla de 
Felisa, miró de soslayo. La sombra de la criolla 
se dibujaba en el fondo. . . . 

Ismael se apeó á la puerta de la tahoila, y 



ISMAEL 131 



ató su caballo á un arbusto, sin bajarle el re- 
cado. 

Entróse luego á la pieza de que hablábamos, y 
sentóse en una mesa colocada junto al ventani- 
llo, apoyando la cabeza con indolencia en la pa- 
red del fondo. Quedóse mirando el cielo oscura 
como embebido. Su cuerpo lleno de cansancio y 
laxitud, no salió en* muy largo tiempo de esta in- 
movilidad. 

La habitación no tenía más muebles que la 
mesa, y un cráneo de vaca por único asiento en un 
extremo. Sobre este despojo blanco y lustroso, 
perfectamente aseado por el sol, la lluvia y el 
viento, veíase una guitarra cuyas clavijas esta- 
ban adornadas con pequeños moños rojos y ama- 
rillos. 

Las noches estivales transcurren veloces. 

Cerca de las once, Ismael sin sueño aún, algo 
inquieto y febril en medio de las mismas fatigas 
de la jornada por la excitación de sus nervios, 
cogió la guitarra, y volviendo á su asiento, púsose 
á templar las cuerdas. 

La oscuridad y el silencio rodeaban el edificio 
principal. 

En la cabana de techo pajizo entraban ó salían 
algunos hombres, que parecían relevarse en la 
vela del cadáver. 

La puerta abierta permitía verle de cuerpo en- 
tero dentro de un mal féretro fabricado con viejas 
maderas, á la luz roja y oscilante de varias bujías 



132 E. ACEVEDO DÍAZ 



de sebo, cuya humaza formaba como una niebla 
espesa en el interior. 

Aldama, un poco agitado por extrañas preocu- 
paciones, merodeaba cerca de la tahona. 

Allí próxima, elevábase una gran pila de osa- 
mentas de animales vacunos y yeguares. 

Apeóse junto á estos despojos, diciéndose á me- 
dia voz : 

— Esmael tá cantando. 

Se sorprendió de que no le hubiese aflojado la 
cincha al pangaré. 

— i Siempre lerdeando el hombre ! 

Tras esta observación, y bajo el influjo de sus 
presentimientos, practicó con su caballo esa dili- 
gencia, y apartándolo del sitio, lo ató á una es- 
taca sin quitarle el bocado. Dirigióse en seguida 
al cercano arbusto, donde había visto el caballo de 
Ismael, é hizo lo mismo, después de conducirlo al 
terreno en que asegurara el suyo. Los bocados sin 
camas ni coscojas, les prermitían saborearse con 
la gramilla. 

Aprestábase en pos de esto á platicar algu- 
nos momentos con su compañero, cuando algo 
de extraño y sospechoso en las sombras lo de- 
tuvo. 

Alguien avanzaba sigilosamente hacia la tahona, 
y parecióle á Aldama bulto de mujer. 

El pensar que fuera Felisa no le causó asom- 
bro, porque él estaba enterado de las cosas de 
Ismael ; pero sí, inquietud. En aquella noche Al- 



ISMAEL 133 



dama se sentfa más supersticioso que nunca, y 
recordaba sin saber por qué el gesto de Jorge 
Almagro. 

¡No había de ser bruja la que se enmaridase! 
— Allí había un muerto; la noche estaba negra; 
al mayordomo le comía un gusano el corazón; 
Ismael cantaba como un pájaro en la rama, y 
la hembra venía revoloteando .... ¡Y aquellos 
diantres de perros que no dejaban de llorar ! 

Aldama se agazapó detrás de la pirámide de 
huesos. 

I-a sombra pasó cerca, cautelosa. 

Las dudas se desvanecieron en el espíritu del 
gaucho. 

— Vea no más, ¡con qué noche! Pa este riesgo 
grande, es juerza que ya no puedan vivir sin 
verse, i La calandria ciega se va al rumbo de la 
caijturria ... y allí cerquita está gritando la 
corneja por los ojos del dijunto! 

Felisa, — pues ella era, — siguió sin ruido al- 
guno hasta el ventanillo, al que acercó su rostro. 

Ismael que en ese instante cantaba una trova 
con una voz baja, si bien afinada y casi musical, 
calló de súbito ante aquella aparición, quedando 
presas en sus uñas las cuerdas de la guitarra. 

Miráronse los dos, callados algunos momentos. 

Felisa cogióse del tosco marco del ventanillo, 
y púsose á columpiarse, apartando la vista de 
Ismael para dirigirla á uno y otro lado, como 
si algún temor la perturbase. 



134 E. ACEVEDO DÍAZ 

Mirábalo luego á él, y volvía á darle el per- 
fil, deteniendo su ligero columpio, para escuchar 
mejor los ruidos de las «casas». 

Blandengue, que por allí vagaba, llegóse de 
pronto olfateando y posó su enorme cabeza en 
el muslo de la garrida moza, meneando despa- 
cio la cola. 

Ella le dio un golpecito con la mano y lo em- 
pujó con el pie. 

Blandengue dio un resoplido, y fuese paso á 
paso. 

Ismael se había bajado de la mesa, y apare- 
cídose en el umbral de la puerta baja y estrecha 
con la guitarra en la mano. 

Felisa le hizo un mohín de menosprecio, y 
presentóle la espalda. 

Después simuló alejarse con los brazos cruza- 
dos y el aire muy indiferente, * sandungueando » 
su pollera corta y sacudiendo sus trenzas en gra- 
cioso meneo. 

— ¡Veni! — dijo Isniael con tono arisco. 

Sin hacer caso á este llamado, Felisa caminó 
un ligero espacio, y volvió luego al rumbo, como 
quien pasea al aire fresco. 

Ismael la tomó de la muñeca bruscamente, 
apretándosela. 

—Déjame, — prorrumpió ella con acento seco. 

El tiró, sin embargo, sin ninguna disposición 
■de largar, 

Felisa hizo hincapié en una de las paredes de 



ISMAEL 135 



adobe de la tahona, que presentaba bastantes 
grietas y aberturas en su base; y así se sostuvo 
por breves segundos, sin dejar de mirar para 
afuera. 

Pronto perdió esa última posición, y de im- 
proviso, sin que se apercibiese que algo había 
puesto ella de su parte, vióse en el interior del 
cuartito á oscuras, acordándose recién que quien 
la tenía cogida era peligroso. 

Desprendióse de él, y fuese de nuevo á la puerta. 

Escudriñó en la sombra .... 

Ismael, que se había quedado hosco é inmóvil, 
preguntó : 

— ¿Anda ai el gato montes? 

Felisa se estremeció en la oscuridad, y domi- 
nando la impresión causada por esas palabras, 
dijo: 

— ¿Le tenes miedo? 

Los ojos oscuros de Ismael centellearon. 

— ¡Ladeao! — contestó con desprecio, mirando 
hacia la cabana. 

Y yéndose á ella, volvió á asirla nervioso. 
Cedió Felisa, esta vez. 

Velarde conservaba la guitarra en la mano iz- 
quierda. 

Ella le empujó del brazo, diciendo: 

— ¡ Toca no más ! . . . . 

Ismael sintió arderse, y púsose á pulsar el ins- 
trumento sin saber lo que hacía, arrancándole 
sones desacordes. 



136 E. ACEVEDO DÍAZ 



— ¡ Ansí no ! . . . . exclamó la criolla con dureza. 

Y deslizó sus dedos en las cuerdas, para con- 
cluir posándolos en la mano ardorosa del tañe- 
dor, que al contacto quedóse quieta .... 

Después, Ismael se echó el sombrero á la nuca, 
y la guitarra cayó al suelo, gimiendo al choque 
como un ave que se cae dormida de las ramas. 

Las dos bocas se acercaron, y por un instante 
estuvo la del cantor prendida entre temblores al 
clavel de carne. 

Luego se apartaron el uno del otro, sucedién- 
dose el silencio. 



XIX 



Ismael alargó las manos temblorosas y empez6 
á tantear. Ella dejó hacer. Miróle y sonrióle, 
con los ojos húmedos y brillantes. Alguna vez 
pasó sus dos manos sobre las de él, no para re- 
primirle sus nerviosos tanteos, sino para acari- 
ciarlas. Sentíase feliz. Los alientos del varón 
le encendían la sangre, quemándole todo el 
cuerpo, y se abandonaba sin resistencias, acer- 
cando y retirando su cabeza del pecho de su 
amante, con esos movimientos bruscos al princi- 
pio, pausados luego, de una voluntad que se rinde. 



ISMAEL 137 



En cierto momento él la estrujó en un arre- 
bato enérgico. Suspiró Felisa, acercóle otra vez 
su boca ardiendo, é hízole presa el labio con 
los dientes. Quiso él desasirse por ,un segundo, 
echando atrás el rostro; mas ella le cogió suave 
con las dos manos de los rulos, y volvió á be- 
ber fuego en aquella boca sombreada por un bi- 
gotillo negro, con la tenacidad de una abeja en 
un pétalo de flor lujuriosa. 

Entonces él se apoyó en la mesa, y la atrajo, 
con ímpetu rudo, callado, entre las sombras; y 
cuando Felisa quiso decir algo, que se quedó 
atravesado como un nudo en su garganta, ya 
era tarde .... El gaucho vigoroso que domaba 
potros, era en aquel instante lo que el clima y 
la soledad lo habían hecho: un instinto en car- 
nadura ardiente, una naturaleza llena de sensua- 
lismos irresistibles y arranque grosero. 

Al sentir la presión de sus manos, como te- 
nazas, ella se abandonó con cierto deleite, de- 
jando caer la cabeza en su hombro .... 

Transcurrieron algunos momentos. 

Al cabo de ellos, una sombra negra apareció 
en el umbral, sin que de ella se apercibiera nin- 
guno de los dos. 

Con acento débil y balbuciente, decía Felisa: 

— Yo me voy .... 

¿ De quién era la sombra interpuesta en el um- 
bral? 

El mayordomo, acosado por el celo había pa- 



138 E. ACEVEDO DfAZ 



t 

sado del rancho en que se velaba el cuerpo de 
Tristán Hermosa, al de la familia de Fuentes. 

La vieja viuda dormía y el lecho de Felisa 
parecía solitario. 

Jorge estuvo' escudriñando algún tiempo. Des- 
pués se dirigió á la cocina y supo por una ne- 
gra que allí fumaba su «cachimbo» junto al fo- 
gón apagado, que la criolla se andaba por el 
campo, atrás de los bichos de luz. 

Almagro fuese ; descalzóse detrás del rancho 
las espuelas que dejíS allí tiradas, y encaminóse 
derecho á la tahona, probando primero si el filo 
de su daga estaba al pelo, 

Aldama, escondido en el montón de huesos, 
lo vio pasar como agazapándose en las som- 
bras; pero no tuvo tiempo de prevenir á Is- 
mael, porque el mayordomo estaba ya á pocos 
pasos de la puerta, cuando él ante esta aven- 
tura, volvió á acordarse del aullido de los pe- 
rros y de la « estrella con cola». 

Jorge escurrióse hasta el ventanillo ; y escuchó. 

Como le pareciese oir resuellos ó respiracio- 
nes ahogadas de dos personas, la sangre se le 
subió á la cabeza; y con la cautela y la agilidad 
de un felino, introdujese sin ruido en la tahona. 

En ese momento, Felisa pronunciaba las pa- 
labras que dejamos consignadas, y disponíase á 
desasirse de su amante, cuando sintió que una 
mano áspera y ruda cogía sus trenzas. Helósele 
la sangre. 



ISMAEL 139 



Esa mano ó zarpa le rozó la nuca, oyéndose 
luego un crujido singular, — el qué hacer pu- 
diera el filo de un cuchillo al cortar la cabe- 
llera de un solo golpe, — en tanto barbotaba esta 
frase, una voz ronca é irascible: 

— ¡Te habías de dar al más ruin, perdida! 

Escapó al pecho de la criolla un grito casi 
ahogado, al reconocer el acento del español. 

Dejóse caer de rodillas, y cogiéndose con las 
dos manos la cabeza despojada de su$ trenzas, 
lanzóse en seguida sobre él, y clavóle las uñas 
en el rostro. 

Jorge la rechazó con brutalidad, arrojándola 
fuera de un empellón, que acompañó de un terno 
sangriento. 

Felisa lanzó un grito de angustia. 

Ismael rechinó los dientes, y saltó como una 
fiera. 

Dejóse oir tan sólo ruido de rodajas, en aquel 
brinco siniestro. 

Los ojos de Almagro, redondos y fosfóricos 
como los del ñacurutú^ brillaban fijos en las ti- 
nieblas ; estaba él encorvado, con las piernas en 
comba, junto á la puerta, conteniendo la respi- 
ración para eludir el encuentro al primer cho- 
que, arrastrándose hacia afuera. Su afilada daga, 
tendida en guardia baja, oscilante como un pén- 
dulo en el crispado puño, despedía blancos re- 
flejos. 

Ismael dio un segundo bote ciego de rabia, 



140 E. ACEVEDO DÍAZ 



y melláronse las dagas echando chispas al cho- 
car en la sombra. 

El pie de Jorge, al asentarse con la pesadez 
del plomo, tropezó en la caja de la guitarra 
caída en tierra; y las cuerdas estrujadas dieron 
rumbo cierto á Ismael, que dirigió rápido al si- 
tio la punta de su arma. 

Un relámpago de luz verdosa surcó la atmós- 
fera, inundando la escena del drama. 

A esta instantánea iluminación Ismael pudo 
percibir á Aldama, de pie á algunaS' varas de 
la puerta, inmóvil, y cuchillo en mano; y á su 
enemigo á un metro apenas de distancia con la 
cabeza hundida en las espaldas en actitud de 
arrastrarse hacia el campo. 

El momento era decisivo. 

Siguióse una lucha sorda, cuerpo á cuerpo, en 
la que hasta la cabeza de vaca rodó por el 
suelo, junto con la mesa; después. ... el ruido 
de una masa que se desploma, y de una hoja 
de hierro que escapa á una mano ya sin vigor. 
Luego una ronquera bestial, — algo como un re- 
soplido feroz, — sucediéndose á la caída en las 
tinieblas. 

Por último, un silencio de muerte. 

Un hombre saltó afuera. 

Aldama reconoció á Ismael que acababa de 
pasar por encima del cuerpo de Jorge, á quien de- 
jaba por extinto con una puñalada hasta el mango 
en el tronco. 



ISMAEL 141 



Ismael se reunió á su compañero, limpiándose 
la sangre que le había empapado el brazo y pal- 
pándose en seguida una pequeña herida de punta 
en el hombro izquierdo, en la que la daga de Al- 
magro llegó á tocar el hueso. 

La criolla, auxiliada por Aldama, habíase ale- 
jado veloz. 

En aquel instante, alarmados sin duda por las 
voces y extraños rumores de la tahona, varios 
hombres salían en tumulto de la cabana. 

Oíase tropel de caballos y chocar de sables. 

— ¡A ganar la loma! — dijo Aldama, tirando del 
brazo de su compañero. 

No opuso éste resistencia ; y los dos desapare- 
cieron tras la gran pirámide de huesos, llevando por 
guía una especie de duende negro que se deslizaba 
fugaz, deteniéndose á veces á uno ú otro flanco, 
para lanzar sordos gruñidos á cada nuevo rumor. 

Era Blandengue. 



XX 



La campaña, del paso de la Arena adelante, 
ofrecía un aspecto lleno de salvaje colorido. Mar 
ondulante de enormes pastizales, cuchillas enhies- 
tas, faldas abruptas, cañadones fangosos orlados 



142 E. ACEVEDO DÍAZ 



de espesas maciegas ó arroyos de ribazos som- 
bríos. 

Las estancias ó poblaciones veíanse diseminadas 
á grandes distancias, con sus ranchos circm'dos 
los unos por cardales, los otros de escasos árboles 
sin fruto ; á veces, por dos ó tres « ombúes » 
corpulentos, ramosos y librados al crecimiento 
espontáneo, con gajos salientes y formidables re- 
toños. Próximos á esas estancias, corrales de 
postes torcidos para el encierro del ganado, y de 
cuyo suelo blando y esponjoso compuesto de dos ó 
tres capas de guano, salía y descubríase á lo lejos, 
un vaho húmedo y azulado en constante evapo- 
ración. 

En el horizonte del nordeste, por encima de 
la línea verde de los bosques, dibujábanse en 
masas azules y compactas los picachos y las 
crestas de las serranías pedregosas de las « Ani- 
mas ». 

El panorama al frente tenía el tinte cerril del 
desierto, sólo animado de vez en cuando por la 
carrera frenética del potro encelado con la cola 
barriendo el suelo y los cascos casi ocultos por 
mechones de pelo basto y sucio, arremolinando 
por delante, entre broncos relinchos, la yeguada 
arisca. 

En alguna planicie los toros chocaban sus cuer- 
nos con ruido estridente entre sordos .bramidos, 
recalentados por el celo y los ardores del sol; 
otros se frotaban con fuerza los lomos en las 



ISMAEL 143 



concavidades de las grandes piedras, alzada la 
cabeza, arqueado el cuerpo y tiesos los miembros 
inferiores; mientras el resto se revolvía entre la 
vacada, disputándose á punta de asta la junción 
sexual. 

Salía de los pequeños valles como un rumor 
bravio y feroz, á la hora de la siesta. 

Pocas carreteras por estos sitios ; muchas male- 
zas y boscajes sobre las corrientes de agua, pasos 
tortuosos, picadas oscuras, ni una huella 3e arado 
cerca de las poblaciones, ningún gaucho en movi- 
miento que indicase el trabajo y la faena pas- 
toril. 

Era la hora de la laxitud y de la modorra, el 
sueño del mediodía bajo las enramadas ó á la 
sombra de los árboles, entre una nube de mosqui- 
tos y una atmósfera de fuego. Cantaba la chicharra. 

Por estos sitios, y otros idénticos, cada vez 
más solitarios á medida que avanzaban al trote 
largo y firme de sus caballos, iban atravesando 
Ismael y Aldama al día siguiente del lance de la 
tahona. 

Habían marchado toda la noche y traspuesto 
una gran distancia entre ellos y sus perseguido- 
res, extraviándoseles el Blandengue en la ruta. 

Somnolientos y sudorosos, necesitaban reparar 
sus fuerzas, é hicieron un alto del otro lado del paso 
del Rey, en el Yí. 

Una pequeña pradera en el interior del monte 
les sirvió de asilo. 



144 E. ACEVEDO DÍAZ 



Algunas horas después, emprendían de nuevo 
la marcha hacia el Río Negro, sin haber comido. 

Caía la tarde. El aire estaba denso. El calor 
seguía sofocante. 

De repente, Ismael se detuvo y echó pie á 
tierra. 

Aldama se paró á su vez, cruzando la pierna 
encima del recado. 

Ismael apretó la cincha, y desprendió el «lazo », 
que preparó con mano ágil y lista. 

Volviendo á montar, arreglóse de un tirón el 
chiripá y dirigió una mirada al llano. 

Un trozo de ganado vacuno que salía de 
abrevar en el ribazo, se había aglomerado en 
aquel sitio. Las reses inmóviles, con las cabe- 
zas levantadas, obser^'^aban con cierta curiosidad 
mezclada de recelo á los dos ginetes. 

Las madres con cría se habían adelantado un 
poco, refregaban ligeramente con el hocico á sus 
becerros y dirigían luego sus ojos inquietos á Is- 
mael y Aldama. 

Los novillos movían á ambos lados la corna- 
menta y sacudían las colas, con aire agresivo. 

Una vaquillona «chorreada», de cuernos cor- 
tos y orejas partidas, dio de pronto un salto ó 
brinco juguetón, enseñando una picana maciza y 
suculenta, y vino á colocarse á vanguardia de 
todas con mucho atrevimiento. 

— Está gorda, — dijo Aldama sin sacarse el 
barboquejo de la boca, con el que entretenía 



I 
ISMAKL 145 



el hambre. Afírmesele á la c chorreada », apar- 
cero. 

Ismael se echó el chambergo á la nuca en silen- 
cio, puso espuelas arrancando con viveza, y revoleó 
el « lazo ». 

El ganado se volvió rápido haciéndose un 
montón para emprender la fuga, y la vaquillona 
se quedó á retaguardia, metiendo en todas par- 
tes la cabeza en su empeño de abrirse ca- 
mino; pero en uno de los instantes que la alzó 
para acelerar la carrera, despejado el terreno por 
su frente, silbó el « lazo », y fué cogida por el 
cuello. 

Ismael escurrió la lazada con presteza, hasta 
ceñirla bien; y sujetando su caballo, volvió 
bridas. 

La res saltó con increíble agilidad, balando, y 
rodó por el pasto como una bola. 

Antes de que pudiese reincorporarse, casi as- 
fixiada por la opresión de la trenza y la argolla, 
tuvo en el pescuezo la bota de potro de Aldama ; 
quien, con sin igual destreza, apretando allí en 
esa forma, y con la rodilla derecha en el vientre de 
la res, desenvainó la daga, que introdujo veloz en 
la garganta y revolvió en la herida hasta cortar la 
arteria. 

El animal baló tristemente; saltó un chorro de 
sangre negra, y sobrevino muy pronto la muerte 
entre gorgoritos y temblores. 

Aldama limpió la daga, pasóla por la caña de 

10 



146 E. ACEVEUO DÍAZ 



la bota, tentóla con el pulgar hasta levantarse la 
piel, é inclinándose, dio un gran tajo en el cos- 
tillar de la vaquillona rozando la paletilla, del 
lomo al vientre, y otros tres, en direcciones res- 
pectivamente paralelas. En seguida cogió uno de 
los extremos de aquel rectángulo, introdujo el 
acero bien al ras de las costillas y lo desprendió 
de ellas á golpes de filo, arrojando á un lado 
el enorme trozo de carne con pelo y más de 
media pulgada de grasa, aquélla caliente y todavía 
palpitante. 

Todo esto fué obra de un momento. 

Tragó saliva, echóse más atrás el sombrero, 
pasó y repasó nuevamente la daga en el pelo 
de la ternera, y volviéndose hacia Ismael, que 
desnudaba á su vez la suya, dijo con aire concien- 
zudo : 

— No ha que achurar. Déla güelta. 

Y limpióse con la manga, recogida el sudor del 
rostro. 

Ismael cogió la res de una trasera y otra 
delantera, mientras sujetaba la daga con los dien- 
tes, y la volvió de lado haciendo palanca de la 
rodilla. 

En tanto él separaba el costillar con piel, Al- 
dama acometía la picana^ trozando el rabo en su 
nacimiento. 

Este trabajo fué practicado con actividad ner- 
viosa, chorreando sudor sobre la carne viva que 
se estremecía en los huesos al descubierto de 



ISMAEL 147 



la res, y alzándose á cada segundo la cabeza 
para dirigir á todos rumbos una mirada escudri- 
ñadora. 

El animal tenía marca. Pero ellos tenían que 
comer. Cuando se andaba á monte, todos los bienes 
eran comunes. 

Concluida la tarea ataron á los tientos la carne 
con cuero, secáronse otra vez el sudor, y echáronse 
de brazos por algunos instantes en los recados para 
tomar aliento, con las manos llenas de sangre, los 
rostros de polvo y desgreñadas las largas cabe- 
lleras. 

En seguida montaron y emprendieron el trote. 

Sólo quedaba en el sitio, como un trasunto de la 

« chorreada», con las costillas al aire, sin lengua y 

sin cola, cual si dos jaguares hubiesen cebado en 

sus carnes colmillos y garras. 

Los fugitivos, antes que cayera la noche, de- 
voraron al galopé una distancia considerable . 

Tenían por delante la inmensa extensión de- 
sierta, arroyos, ríos y selvas. 

Aldama era el baqueano en la zona que re- 
corrían, y conocía en ella, según él afirmaba 
con aire chocarrero, entre las sombras de la 
noche, los campos por el gusto de las yerbas, y 
la hacienda gorda por el ruido de las pezuñas. 

Caía el crepúsculo, cuando ellos resolvieron 
guarecerse en los montes del Río Negro, cuaja- 
dos entonces de matreros. 



148 E. ACEVEDO DÍAZ 



XXI 



Denominábanse así, no sólo los delincuentes y 
contrabandistas que la Hermandad perseguía sin 
tregua, sino también los que sin tener cuentas 
con la justicia del Rey, eludían el servicio de las 
armas, resignándose á una vida montaraz de per- 
petua zozobra. 

Esta tenía múltiples fases pintorescas y dramá- 
ticas. 

Los días se pasaban en la espesura, donde el 
sol deslizaba uno que otro hilo de luz. 

Se hacía existencia común con los « carpin- 
chos », las zorras, los perros cimarrones y aun 
con el yaguareté. La costumbre bíblica era para 
ellos una realidad. Las fuerzas ciegas de la na- 
turaleza les formaba un círculo infranqueable. 

Domaban el potro y le enseñaban k vivir en 
potriles tenebrosos, á recorrer los senderos más 
estrechos y torcidos, á pastar en las praderas 
sombrías, á abrevar en el cauce oculto del río, 
y hasta á reprimir sus relinchos en presencia de 
sus congéneres. El caballo así adiestrado, era 
un amigo inestimable, leal, inteligente y dócil. 

De esta manera, el hombre, como los seres in- 



ISMAEL 149 



feriores que se arrastran, tomaba parte en el con- 
cierto de la selva ; se arrastraba también al pie 
de las mismas gusaneras erigidas sobre pedestal 
de heléchos bajo las bóvedas, comía á veces 
como el tipo primitivo el ave que cogía en la 
rama, el cogollo de palma, la raíz jugosa ó la 
fruta silvestre, y rendíale el sueño en el ramaje, 
donde arreglaba su lecho, ó en el suelo mismo 
cuando no se veía rastro de alimaña, en medio 
de un coro de extrañas notas, estridulaciones, 
gritos, vagidos, silbos, gorjeos, gruñidos y rumo- 
res siniestros, á que concluía por habituarse en su 
condición miserable. 

Las barbas y el cabello hacían de la cabeza un 
matorral.. 

Cuando las ropas caían á fragmentos deshechas 
por el uso y la intemperie, se reemplazaban por 
otras idénticas, si era eso posible, en las excur- 
siones sigilosas: de lo contrario, se suplían con 
pieles de novillo ó de carnero, se fabricaban chi- 
ripaes peludos aunque sobados, y gorros de 
manga, á cuchillo y lesna, y por hilo, tientos de 
cuero yeguar. 

En los casos de enfermedades, la « márcela » 
macho y hembra y la enjundia de lagarto, ser- 
vían de drogas. Esos organismos dados á la fa- 
tiga, de nalgas de hierro y piernas domadoras, 
rara vez necesitaban, sin embargo, de diuréticos, 
de emplastos y de astringentes. Cuando logra- 
ban entrarse al monte mal heridos en una re- 



150 E. ACEVEDO DÍAZ 



friega, lastimados en la' entraña, como el toro en 
la pelea, ganaban arrastrándose todas sus anfrac- 
tuosidades más oscuras, y agotadas ya sus fuerzas, 
allí morían en soledad profunda sin que nadie 
oyera sus maldiciones ó lamentos. 

Las salidas furtivas en busca de ganado, se efec- 
tuaban en ciertas horas cuando se presentía al- 
gún peligro cercano : al rayar el día ó al cerrar 
la noche, pues aun en medio de las tinieblas, el 
campero sagaz descubre y escoge los animales 
gordos, cuyo peso bruto, — como decía Aldaraa, — 
denuncia « el ruido de las pezuñas ». Un oído 
experto distingue en la oscuridad los pasos de 
un niño de los de un hombre ; y del mismo modo 
el gaucho astuto clasifica la res de carnes sólidas 
entre otras de menos valía. 

A ocasiones, veía el matrero transcurrir sema- 
nas en sus escondrijos sin tentar aventuras; y 
sucedía esto, siempre que conseguía reunirse á 
otros compañeros en la tupida red del monte, 
y que una punta de hacienda arisca se guarecía 
en los fértiles prados de su interior. Convertíanse 
entonces en pastores de aquella dehesa salvaje, 
dividíanse con el puma concolor y el yaguareté 
las vaquillonas tiernas y rellenas, hasta que el 
ganado abandonaba el sitio un día, rompiendo ra- 
majes, arrastrando lianas añosas y hundiéndose en 
lo profundo de la selva. 

Las entradas y senderos eran muy estrechos, 
como caminos de coatíes ; se bifurcaban y trifur- 



ISMAEL 151 



caban, atravesándoseles á trechos con gruesos 
troncos que bien pronto bordaban las enredade- 
ras silvestres en frondosos belvederes. Estas sendas 
parecían guiar á los escondites y guaridas, cuando 
en realidad llevaban lejos de ellos al explorador 
osado. 

Hay un ave en los campos que al menor pe- 
ligro corre entre las hierbas en silencio, levanta 
el vuelo y va á cantar muy lejos, irritada, ale- 
teando en redor del transeúnte, como si su nido 
y sus huevos se encontrasen en el círculo que 
traza con su volido, y no en aquel que poco 
antes abandonó rápida y cautelosa. El gaucho 
errante que copiaba Ja naturaleza, aguzando su 
ingenio y sus instintos, observaba en lo interior 
de los montes la astuta maña del € teru » y co- 
munmente su asilo seguro estaba á la inversa 
de las sendas y caminillos de « carpinchos » en 
lugares extraviados y hondas espesuras. 

Semejante á esos cerdos acuáticos, el matrero 
se deslizaba por debajo de los ramajes, escu- 
rríase por entre las lianas, volvía y se revolvía en 
los matorrales y salvaba la cuenca del río para 
perderse en caso necesario en el monte de la ori- 
lla opuesta. Cuando era preciso, su cuchillo ó 
^w, facón servíanle de hachéi para trozar brazos 
de árboles, ó para tender muerto al imprudente 
adversario que caía en aquellas redes enmara- 
ñadas. 

Pero su guarida era rara vez descubierta. Como 



152 E. ACEVEDO DÍAZ 



la araña que al esconderse en su cueva cierra la 
entrada con una puertecilla de tierra dura ; como 
la culebra que no habita la galería curva que 
abre en el subsuelo, y sí en el hueco de una 
de sus paredes laterales, en donde se arrolla y 
enrosca ; como el lechuzón que horada la tierra 
en espiral, hincha la costra y construye diversas 
puertas y ventanas á todos los vientos, para en- 
trarse por una y aparecer por otra ; como la nu- 
tria, la vizcacha, el zorro cuyas industriosas vi- 
viendas sugerían al instinto del hombre sus arti- 
mañas para mayor seguridad del escondrijo, el 
gaucho selvático buscaba su sitio de reposo allí 
donde fuera difícil todo acceso á la planta humana, 
tapizado de malezas y espeso cortinaje de hoja- 
rascas, con salidas á algún potril oscuro propio 
para apacentar su caballo, no lejos de la corriente 
de agua. 

De semejantes sitios escabrosos sólo salía apre- 
miado por las necesidades, aunque hubiese peli- 
gro; hacía el merodeo en las sombras, gateaba 
entre las maciegas de paja brava á la orilla del 
monte para examinar los contornos, antes de 
sacar su caballo, y si el peligro no era inmediato, 
encaminábase á rumbos conocidos por campos 
quebrados/ que facilitasen luego su fuga; pro- 
veíase de lo necesario en ciertos ranchos de gente 
aparcera, ó en alguna pulpería solitaria de ven- 
tanilla y mostrador reforzados con rejas de hie- 
rro, y aun con troneras en el muro endeble, á 



I8MAEL 153 



manera de fortín para abocar escopetas ó trabucos 
en casos de asalto. 

Ya en posesión de aguardiente, tabaco, yerba. 
y alguna pieza de lienzo, tenía tiempo todavía 
para platicar con el pulpero mientras tomaba 
su cañüa, y de averiguarle qué gente andaba por 
el pago, á quién habían lonjeao ese día ó metido 
chuza por los ríñones. 

Impuesto de todo por el pulpero, — á quien 
convenía estar á partir una galleta con el gaucho 
bravo, — si el riesgo había desaparecido deter- 
minábase entonces á dar un galope hasta el 
rancho de la « china », y aun á robar á ésta si 
era su consentida, para lo que no era preciso 
cencia sino jiierza en los puños y resolv encía, 
según la lógica del matrero, 

Y entraba á robarla. Bien montado, se acer- 
caba de noche al rancho, apeábase á poca dis- 
tancia asegurando el « pingo » en el palenque ó 
al pie de un « ombú »; ladino y sagaz aguardaba 
que la muchacha se entrase á la cocina, y des- 
pués arremetía allí haciendo sonar las espuelas, 
la mano en el mango del facón y el gesto ira- 
cundo. 

Las campesinas viejas se quedaban acurruca- 
das entre las guascas y cueros peludos, atónitas 
ante el gaucho malo y por miedo á una tunda 
á rebenque; pero la « china », como era frecuente 
en estos casos, no hacía mucha resistencia y se 
dejaba levantar del suelo, con chancletas ó sin 



154 E. ACEVEDO DÍAZ 



ellas, al aire las piernas percudidas, las greñas 
sueltas, sin desmayos ni cosas semejantes; y él 
la conducía así hasta su caballo, la enancaba bien, 
si es que por la premura á veces no la hacía 
montar á « lo hombre », y partía á la carrera 
muy contento con su presa. 

A ocasiones solía sacarla de la misma cama, 
y aun tenía que reñir de veras con el padre ó 
con algún gaucho forastero que la andaba reque- 
brando en su ausencia. 

Entonces, una vez ganado el monte procuraba 
salir lo menos posible en los primeros días del 
suceso por evitar encuentros con las partidas de 
la Hermandad, y para holgarse mejor de su luna 
de miel en lo más salvaje de la floresta. 



XXII 



Las gentes del preboste solían establecerse en 
puntos estratégicos; y entonces la reclusión era 
obligada. De lo alto de una palmera que los 
más ágiles escalaban, después de practicar esci- 
siones que sirviesen de puntos de apoyo al pie 
desnudo, los matreros dominaban el paisaje desde 
el fondo del bosque, y seguían todos los movi- 
mientos de la Hermandad, ó en su caso, de la 



ISMAEL 155 



caballería reglada. El vigía no podía encontrar 
mejor atalaya; y lo cierto es que el monte estaba 
atalayado, con sus palmas á intervalos, en vez 
de ladroneras. A cualquier rumbo se escudriñaba 
sin inquietud alguna. De la línea verde del bos- 
que sólo sobresalían las copas de los palmares, 
simulando caprichosos quitasoles, de modo que 
el vigía ascendía hasta donde era prudente, sin 
ser visto de las altas lomas. Encubríalo el follaje 
por completo. 

Si movido el campamento, algún « celador » 
quedaba rezagado por exceso de sueño ó con 
ánimo de refocilarse en el rancho en que unos 
ojos oscuros le hirieron el sensorio, — al día si- 
gxiiente una cruz grosera allí clavada por la 
piedad campesina, marcaba el sitio en que fuera 
inmolado á los odios del perseguido. 

Cuenta la leyenda de los campos, en su len- 
guaje sencillo é ingenuo, que en noche lóbrega 
y lluviosa detúvose en una ladera pelada un 
pequeño destacamento de dragones. 

Los soldados venían sin comer, y habían mar- 
chado todo el día bajo el agua. Desolláronse 
dos ovejas dé la majada única de un viejo acha- 
coso, para satisfacer el hambre de la tropa; pero 
faltaba leña. 

Los resididos del ganado no ardían. La lluvia 
los había convertido en negras esponjas llenas, y 
las chispas del eslabón y la mecha ardiendo chis- 
porroteaban al contacto, para apagarse de súbito. 



156 E. ACEVEDO DÍAZ 



La tropa se deshacía en juramentos. 

Resolvióse ir á un monte de allí distante tres 
cuadras, por leña; mas el monte maldito estaba 
plagado de matreros; razón por la cual el alférez, 
que era cauto y discreto, no había querido hacer 
el descanso allí, por 'el número reducido de sus 
hombres que alcanzaban á siete, y por el estado 
pésimo de las cabalgaduras. 

Tres de los dragones, un cabo entre ellos, 
vagaban en las sombras tanteando el terreno, 
por doquiera húmedo y resbaladizo; hasta que, 
el cabo, más feliz que sus compañeros, dio con 
unas grandes piedras que en lo empinado de la 
ladera había. 

Recordó entonces que al pasar por el sitio el 
destacamento, y á la última luz del día, se alcan- 
zaron á ver sobre esas rocas dos cajones de 
difuntos. 

Alargó el brazo, y palpó. 

Sus dedos tropezaron con uno de los ataúdes 
de aquel cementerio colgante, de que estaban 
llenas las soledades; vaciló un momento, y al fin 
venciendo su repugnancia, cogiólo con ambas 
manos y lo derribó. 

La caída hizo saltar la tapa en fragmentos, 
pues el ataúd se componía de tablas mal unidas. 
El olfato denunció al cabo, por si no hubiese 
bastado el peso, que ellos contenían un cuerpo 
fresco; mas él, sin preocuparse de la fuerza te- 
rrible de los gases, ni de si la mortaja estaba 



ISMAEL 157 

abierta por delante, volcó el féretro, y sobreco- 
gido recién de espanto, écheselo al hombro y 
dióse á correr como un condenado, sin aperci- 
birse que el cadáver había dejado la mortaja 
flotante, adherida como ella estaba al fondo del 
cajón por una junción súbita de las maderas, al 
desencajarse con el golpe. 

Y añade la leyenda, que muy inclinado el ataúd 
sobre los ojos, privó al cabo divisar á sus com- 
pañeros, por cuyo motivo pasó á algunas varas 
de ellos con la velocidad de una centella arras- 
trando aquel sudario; y que al ver tan grande 
fantasma negro con una cabeza así espantosa, 
y largo velo blanco que le colgaba de un lado 
lo mismo que vestimenta de ánima del purgato- 
rio, el alférez mandó d caballo! con ronca voz, 
y el destacamento se precipitó despavorido al 
llano tenebroso en frenética carrera. 

En la soledad de los campos, toda aquella 
noche, de cerca y lejos, en fuga sin rumbo, pe- 
leando con las tinieblas, furioso y desesperado,— 
el violador de tumbas laneó gritos horribles y 
angustiosos lamentos, que escucharon tal vez los 
matreros desde el fondo de sus guaridas é hicie- 
ron bramar al tigre en los juncales. 

El hecho es que al día siguiente, cuando el 
viejecito achacoso acercóse en su rocín para 
recoger las pieles de sus ovejas, cuyas carnes 
habían despedazado los pumas, observó cerca del 
monte un cuerpo humano con la cabeza sepa- 



158 E. ACEVEDO DÍAZ 



rada del tronco á filo de cuchillo, y al rededor 
de ese tronco con los hocicos ensangfrentados, 
en las postrimerías de su festín lúgubre, una banda 

« 

de perros cimarrones. 

El paisano se hizo la señal de la cruz, y sa- 
cando fuerzas de .flaqueza, volvió riendas, casti- 
gando á dos lados su rocín. 

De análogas tragedias, eran mudos testimonios 
las numerosas cruces que por aquellos tiempos 
se veían á lo largo de los montes del Río Negro. 

El abigeato, la industria del cuatrero, el con- 
trabando, delitos previstos y castigados impla- 
cablemente por una severísima legislación penal, 
constituían sin embargo los hechos más frecuen- 
tes de los que « vivían sobre el país *. 

La justicia del Rey tenía que habérselas con 
centenares de centauros errantes, é igual, número 
de contrabandistas ; hasta que don José Gervasio 
Artigas, á quien hemos exhibido al principio de 
Qste libro en compañía del capitán Pacheco, — 
tantas veces vencido por él en las duras refriegas 
del contrabando, — produjo una crisis purgadora. 

El teniente de blandengues depuró bien pronto 
fronteras y campañas, al extremo de merecer 
honores y recompensas excepcionales en su época. 
Los audaces merodeadores y filibusteros portu- 
gueses, que tenían sus razones para conocerle, 
concluyeron por temblar en su presencia, y desa- 
parecer de un teatro sembrado de crueles ha- 
zañas. 



ISMAEL 159 



En él andar de los tiempos, y especialmente 
en aquelloft cuyas escenas venimos relatando, 
Artigas ya* en clase de capitán, después de su 
gresca con el general Muesas gobernador español 
de la Colonia, á cuyas órdenes servía, se había 
separado del viejo orden de cosas, y pasado á 
Buenos Aires á ofrecer á los patriotas de Mayo 
el concurso de su brazo y de su prestigio. 

Por est«, en los pródromos de la sacudida en 
esta banda, insurrección que venía preparando 
el mismo espíritu local estimulado por nuevas 
ideas, y por el ejemplo de la revolución argen- 
tina, operábase en la campaña una resistencia de 
hostilidad manifiesta contra las autoridades rea- 
listas; y de ahí que, relajado ya el lazo de la 
disciplina colonial, la actitud agresiva empezara 
por renovarse en montes y fronteras. 

Corrían auras de guerra, y revelábanse las impa- 
ciencias en los lances sangrientos de cada día. 

Explícase así que un gran número de matreros 
perteneciesen á la clase honesta y laboriosa, á 
la espera en los bosques del grito de libertad. 

A esa cantidad selecta, se había unido también 
el elemento no menos considerable de la gente 
bravia, con foja nutrida de episodios terribles. 

De muchos de estos hombres cerriles, sin em- 
bargo, se hizo más tarde bizarros veteranos, 
laureados en cien batallas gloriosas. 



160 E. ACEVEDO DÍAZ 



XXIII 



Los montes extensos del Río Negro asilaban, 
como hemos dicho, el mayor número de matreros^ 
que ora vivían aislados, y en grupos de dos ó 
tres en parajes desconocidos; ora en bandas de 
treinta y cuarenta, allí donde eran mas apropia- 
dos los claros ó potriles de la selva. 

El observador que no estuviese en el secreto 
de las astucias y estratagemas usadas por los 
habitantes de las malezas, difícilmente podría des- 
cubrir huella ó signo dé vida en el mismo centro 
de sus maniobras; aun en el caso, inverosímil, 
de que él se hubiese aventurado hasta allí, sin 
recibir antes un golpe áe /acdn 6 una descarga 
de trabuco á quema -ropa. 

Sus únicos refugios contra el hielo, el rigor de 
los inviernos, las lluvias torrenciales y la crudeza 
de los vientos, consistían en las espesuras del 
follaje ó en los zarzos hechos con ramas flexibles 
en forma de ranchos que cubrían y recubrían 
con cueros vacunos y aun de cameros por todas 
partes, dejando apenas espacio para removerse 
ellos en sus camas duras de caronas y cojinillos. 

Trataban siempre de improvisar estas viviendas 



ISMAEL 161 



en terrenos altos, para evitar que las aguas 
corriesen por debajo. Preservados así de la hu- 
medad, el calor de los cuerpos, el humo del 
cigarro y la proximidad del fogón á un lado de 
la puerta ó abertura, por la que era preciso 
entrarse á cuatro manos, mantenían en el interior 
un ambiente tibio y agradable que estimulaba 
los hábitos de holganza y de indolencia, espe- 
cialmente en los días sin sol y en las largas 
noches de junio, mezcla de heladas, de tinieblas 
y de constante lluvia. 

En el interior de esas viviendas los matreros 
colgaban sus guascas y utensilios más rudimen- 
tarios, tocaban la guitarra, jugaban á la baraja, 
y concertaban sus golpes de mano y estratagemas 
nocturnas, respetándose recíprocamente, al menos 
los que tenían el mismo poder de garra y de 
ronca, así como se respetan las fieras aun tra- 
tándose de la prioridad en los despojos. 

Si alguna vez por un avance atrevido de los 
agentes de vigilancia, sus guaridas eran descu- 
biertas, no volvían ya ellos á esos sitios, y hacían 
otras en lugares más distantes é intrincados, con 
mayores precauciones, sin miedo al tigre y al 
yacaré, por más que el primero tuviese por allí 
su madriguera y el segundo incubase sus huevos 
en la arena del ribazo. 

Por la noche, los fogones ardían, casi invisi- 
bles, á pocas varas de distancia. 

La leña se echaba en hoyos á propósito, — 
11 



162 E. ACEVEDO DÍAZ 



remedos de toperas, — de modo que la llama se 
expandiese en las anfractuosidades de la exca- 
vación, lamiendo arena y greda ; y en la abertura 
regularmente ancha se colocaba la caldera sobre 
trébedes de troncos, que se reemplazaban así que 
el fuego los consumía. 

De igual manera quedaba encubierto el res- 
plandor de esos hornos especiales, cuando se 
asaba la carne ; los asadores circuían la boca, y 
todo quedaba en la penumbra, ó claridad dudosa 
de un crepúsculo. 

De día no se encendían . estos fuegos, porque 
el humo los denunciaba á la distancia. 

En realidad no dejaba de presentar un aspecto 
imponente el cuadro original formado por un 
grupo de matreros en rededor de un fogón, to- 
mando mate en las altas horas de la noche ; espe- 
cialmente si contra toda costumbre, ese fogón 
había sido encendido al ras del suelo con grandes 
troncos secos y trozos de estiércol vacuno. 

Los árboles negros y tupidos ; la soledad selvá- 
tica ; las señas misteriosas del espía ó « bombero » 
colocado á la entrada del monte entre algunos 
« talas » ó « sarandíes »; el sordo bramar de las ali- 
mañas á lo lejos ; el ruido de algún caballo al azo- 
tarse al río con su ginete en el interior de la selva; 
la rotura imprevista de las ramas al empuje de 
un novillo « alzado », que luego se volvía estru- 
jándolo todo sobrecogido por la sorpresa ó por el 
grito gutural de uno de los matreros; el resplan- 



ISMAEL 163 



dor rojizo del fuego en los rostros pálidos y bar- 
budos del grupo ; las voces bajas de los que ha- 
blaban de alguna hazaña lúgubre ó hacían alguna 
historia de ataque ó salteo ; la inmovilidad de 
los cuerpos con las piernas cruzadas en el suelo, 
envueltos en sus ponchos oscuros ahuchados 
hacia atrás por la culata del trabuco ó el mango 
del facón; la mirada torva y el taimado gesta 
de los semblantes; las manos de peludos dedos 
saliéndose á cada momento del abrigo para coger 
el mate ó sacar los puchos de atrás de la oreja; 
alguna risa bronca á labios cerrados, algún terna 
rudo, alguna ironía sangrienta escapándose coma 
un tiro de bola de una boca escondida entre un 
montón de pelos erizados : todo esto era bastante 
para estremecer á un observador trasladado de 
súbito á semejantes lugares, y mayormente aún^ 
si llegaba á escuchar cómo éste robó un cinto 
lleno de onzas de oro á un « tropero » empuján- 
dolo luego al fondo de un barranco ; cómo este 
otro dio muerte á dos soldados de un trabucazo 
por el ventanillo de una cocina al caer de una 
noche ; cómo aquél desnucó á un capataz con la 
marca de hierro un día que estaban solos junto 
al corral de las yeguas; y cómo el de más allá 
sacó una tarde á su « china » de un rancho en 
que se bailaba, después de abrirle el vientre con 
una cuchilla mangorrera al «cantor», que le 
había roto la guitarra en la cabeza « blanqueán- 
dosela » de astillas .... 



164 E. ACEVEDO DÍAZ 



Vería el observador al apuntar el día, cómo 
el aislamiento agreste había impreso su sello 
duro y áspero en aquellas figuras, y cómo el 
interior de sus almas se transparentaba en los 
rostros con la cruda alti\^ez del macho que no 
ha conocido el freno ; algo como una carnadura 
de hombre primitivo en esos seres siempre agita- 
dos bajo el ala del «pampero», en crecimiento 
y connubio con las fuerzas de la naturaleza; algo 
de modelo escultural y de belleza protea en sus 
cráneos cabelludos, en sus pechos salientes, en 
sus cuellos robustos, en sus miembros admirable- 
mente conformados, en la trabazón férrea de sus 
músculos, en las formas correctas de sus caras 
varpniles, en la flexibilidad de sus talles y la 
plenitud fisiológica de sus troncos de centauros, 
habituados al columpio de los potros y á la 
embestida de la hacienda brava. 

Y al contemplarlos ágiles y airosos sobre el 
caballo arrancar á escape por las cuestas y sofi'e- 
nar en la loma, altaneros y arrogantes, para mirar 
al horizonte; ó revolear en su diestra las bolea- 
doras, arma temible que ellos tomaron del charrúa 
perfeccionándola de una en tres bolas anudadas, 
con el pintoresco nombre de las tres Marías; ó 
agitar el lazo de trenza sobre sus cabezas en un 
día de combate para coger infantes y maturran- 
gos dentro ó fuera del entrevero ; ó pelear á cu- 
chillo en alguna pulpería y abrirse paso por en 
medio de las gentes del preboste derribando hom- 



ISMAEL 165 



bres aquí y acullá con los encuentros de sus 
caballos, para golpearse luego las bocas en son 
de burla á la orilla del monte ; convendría enton- 
ces el que los observase, en que todo en ellos era 
instinto y fuerza, — materia prima del valor he- 
roico, — sin otra noción moral de la patria que 
el fanatismo del pago, ni otra idea de Dios que 
una creencia fría, vaga y casi indiferente. 

Por eso, —^fuerzas é instintos, — aveníanse bien 
con la vida montaraz. 

¡ Extraña vida, y escenas de vigoroso colorido 
las de la odisea gaucha en los montes! 

En las altas horas, el tañido de la guitarra 
y algún canto melancólico interrumpían el silencio, 
A menudo se oía el pericón alegre, ó el cielito 
cadencioso, en cuyo éter á fuer de cielo en mi- 
niatura, deberían vagar al rayo de la luna ángeles 
de trenza y tez morena, perseguidos por silfos 
de luengas melenas, hermosos y apasionados, que 
calzaban « domadoras » en vez de coturnos con 
alas transparentes. 

Estas tertulias, amenizadas á veces con la pre- 
sencia de garridas criollas capaces de sujetar un 
bagual en el declive de una loma, constituían 
el acto sociable por excelencia en el falansterio 
de la floresta. — El concierto cotidiano de las 
aves al rayar el alba, y el de las alimañas á 
media noche por filo, suplían otro género de 
distracciones ; si bien el primero era para sus 
oídos como gotear de lluvia, y el segundo se 



166 E. ACEVEDO DÍAZ 



iniciaba en mitad de un sueño profundo, — sólo 
perturbado por algún sonámbulo de grito más 
penetrante que el de los zorros pendencieros. 

Cuando no había probabilidad alguna de ataque 
ó sorpresa en campo raso, los matreros pasaban 
largas horas en los ranchos, en bailes ó velorios 
de «angelitos», reposando en la lealtad de los 
vecindarios que les advertían la hora conveniente 
del repliegue así que vislumbraban algo de sos- 
pechoso en el horizonte. 

Si llegaban á ser sorprendidos hacían causa 
común, y se batían con bravura, en la firme 
convicción de un fin desastroso en caso de caer 
prisioneros. 

Más de una vez, un solo matrero había hecho 
frente á un destacamento, y aun salvádose por 
su arrojo de entre los sables y lanzas. 

A un instinto poderoso de existencia libre, 
se unía en ellos un coraje indómito. Verdaderos 
hijos del clima, como Artigas, poseían la tendencia 
irreductible de las pasiones primitivas y la cru- 
deza del vigor local. Peleaban sin contar el 
número, y caían con resignación heroica. 

No dejaba de ofrecer también originalidad 
cierta faz psicológica, por decirlo así, del matrero, 
y que lo presentaba con un tinte simpático é 
interesante en medio de los azares y extravíos 
de su existencia semi- bárbara; y era la de muy 
acentuados sentimientos de gratitud y nobleza 
en determinadas ocasiones, los que revelaban en 



ISMAEL 167 



SUS actos como una prenda segura de lealtad 
nativa. 

Un sencillo episodio pondrá mejor de relieve 
esas cualidades del gaucho errante. 

Sobre la costa del Río Negro, en la época á 
que nos referimos, vivía solo un paisano viejo, 
hospitalario y decidor, en un pequeño rancho por 
él construido, y que era el « tronco » de su 
€ campito » en que pastoreaba algunas vacas y 
yeguas. 

Las partidas del preboste y los dragones de 
vigilancia solían acampar cerca del rancho del 
paisano Ramón, por encontrarse en aquellos si- 
tios una de Xz.^- picadas de salida de los matre- 
ros á campo raso, y ser por consiguiente más 
á propósito para seguir el rastro á los que vi- 
vían sin rey ni ley. 

Siempre que esto acaecía, el paisano Ramón 
se guardaba bien de ir por leña al monte, por 
miedo de que la polecía lo tomase por aparcero 
de la gente « alzada » ; pero en cambio, caída la 
noche, encendía algunas leñas de reserva en la 
cocina, y se estaba allí tomando mate con los 
soldados de la guardia hasta primer canto de 
gallo. 

Los matreros sabían que el viejo se acostaba 
al escurecery y que cuando se estaba hasta tan 
tarde en la cocina, había « godos » en el campo; 
cosa que ellos observaban desde los árboles al- 
tos, manteniéndose entonces en el monte mien- 



168 E. ACEVEDO DÍAZ 

tras durara el peligro ó efectuando sus salidas 
por otras picadas secretas. Si en la noche si- 
guiente la cocina estaba d escuras, los matreros 
decían : 

— Se acostao oi con las gayinas el paisano 
Ramón. 

Y salían sin cuidado. 

Siempre que aquél veía en desgracia algún 
celador de las partidas, ya acosado por un ene- 
migo fuerte, ya caído y con la pierna rota por 
efectos de una rodadura, ya inquiriendo rumbos 
y noticias por el pago, — pudi^ndo él socorrerlo 
ó encaminarlo en uno ú otro caso, para salvarle 
la vida en el primero ó evitar su muerte en el 
segundo, — pasaba de largo como si nada ob- 
servase ú oyese, mirando al monte y haciendo 
un guiño de ojo muy significativo, aunque na- 
die se ocupase de parar en él su atención en ese 
momento. 

En cambio, si el paisano Ramón encontraba 
por acaso entre algún zarzal ó entré los < talas » 
espinosos alguna yegua arisca y bellaca, presa 
por la cola y las crines en los pinchos, al punto 
de no poderse mover, y estarse quieta desga- 
rrada y temblando, — él detenía su galope, se 
apeaba compasivo, cortaba ramas y espinas con 
paciencia y ponía en libertad al animal, que de 
puro grato al servicio, solía enviarle á distancia 
sacudiendo rabioso la cabeza, dos ó tres coces 
furibundas. 



ISMAEL 169 



Luego él decía, al hacer el cuento de la ye- 
gua 

— La desenredé por projimidá. 

Un día tuvo necesidad el viejo de hacer un 
viaje á Montevideo ; y sin que nadie lo notase 
se salió del pago. 

. Los matreros se extrañaron una semana des- 
pués, de ver abandonado el rancho y las pocas 
yeguas y vacas, de las que ellos nunca carnea- 
ban. 

El paisano Ramón al irse, había cerrado la 
puerta y las dos ventanillas, dejando dentro sus 
pobres muebles, sin esperanza alguna de encon- 
trarlos al regreso. 

Los matreros^ sin embargo, pasaban siempre 
cerca del rancho, y jamás intentaban abrir su 
endeble puerta de un empellón. Tenían cierto 
cariño al buen gaucho que los había salvado 
más de una vez de la muerte, y respetaban su 
propiedad, no permitiendo que nadie se acercase 
á ella. Sabían también que el paisano Ramón 
era muy pobre, y que no^ guardaba en su vi- 
vienda ningún tesoro, ni siquiera un * cinto » de 
cuero de nutria con botones de plata. 

Cruzaban, pues, por sus cercanías sin intención 
del menor daño , y como siempre, se guarecían 
en el monte, hacia cuyos bordes daban las ven- 
tanas del rancho. 

Una tarde cayó el viejo al pago sin que ser 
viviente alguno lo viera, y no pudo menos de 



170 E. ACEVEDO DÍAZ 



admirarse al detener su « manso » frente á la 
puerta, de que todo se conservase como él lo 
dejó, pues que aquélla continuaba cerrada con 
llave, según pudo confirmarlo empujándola des- 
pacio de á caballo. 

— Pa que se vea no más .... — dijo en voz 
alta. — No es tan mala la gente del monte; que 
ai güen lao en la mesma entraña fiera. 

Pero, apenas acababa de hacerse este racio- 
cinio, cuando las ventanas que daban á la parte 
del monte, y que de allí no podía ver, cayeron 
con estruendo, como si hubiesen sido forzadas 
con un tronco de guayabo entero. 

El paisano Ramón sin asustarse, y en voz 
fuerte para que lo oyesen los ladrones, exclamó 
con muy buen talante : 

— ¡ Juntito con el hablar me tapiaron la boca, 
mozos ! 

Y se echó á reir, con esa risa socarrona, sim- 
pática y contagiosa del gaucho comadrero é ino- 
fensiva. 

Creía él matreros los intrusos; pero nadie le 
contestó. 

En cambio sintió dentro del rancho un gran 
ruido, caídas de bancos y mesas que se choca- 
ban con estrépito. 

— ¡ Ehu, mozos ! . . . . gritó jovial ; — ¡pilcheen lo 
que quieran; pero no ruempan el almario y la 
consola vieja ! ' 

El barullo seguía en el rancho. 



ISMAEL 171 

— i - 

Todo venía por el suelo ; un mueble dio con- 
tra la puerta, y otros se estrellaban entre sí y 
en la pared con increíble violencia. 

Por su parte, él seguía gritando á voz en 
cuello : 

— j No regüelvan el cofre de abajo e la cama, 
que no ai que escapolarios de ña Simona, y un 
crocifijo de guampa que jué de la dijunta, por 
Dios bendito ! . . . . 

Y en acabando de hablar, el paisano viejo se 
sonreía con humildad, por si asomaba por allí 
algún trabuco. 

Ni una voz le respondía. 

El estruendo iba en aumento: los bancos pa- 
recían pelearse con la mesa, el armario de pino 
con la cama,, el cofre con una cabeza de vaca ; 
y aunque sucedíase á intervalos el silencio, la 
batahola se renovaba con furia como si allí hu- 
biese entrad(5 el diablo. 

El paisano Ramón empezó á parar la oreja. 

Y viendo que nadie le contestaba, dio vuelta 
al rancho en su caballo, paso ante paso; se sacó 
el sombrero nuevo de « panza de. burro » que ha- 
bía comprado en el «pueblo », y antes de enfren- 
tarse á una de las ventanas abiertas, iba di- 
ciendo á voces: 

— ¡ Toito es de ustedes, mozos ! . . . . pero no 
quiebren el mobilario que es enocente, ¡Cristo pa- 
dre!.... 

Con el sombrero en la mano, y sin apearse. 



172 E. ACEVEDO DÍAZ 



se echó sobre el pescuezo del caballo para aso- 
mar la cabeza por el ventanillo; y en ese ins- 
tante, uno de dos enormes yaguaretés que es- 
taban dentro, lamiéndose los bigotes — lo saludó 
con un bramido. 

— ¡ Miá ! . . . . dijo el paisano Ramón muy azo- 
rado, y dio vuelta con la rapidez del rayo, me- 
tiéndose en el brazo por el barbijo el sombrero. 

Ruido de espuelas y rebenque, y arranque á 
escape del mancarrón, fué lo único que se sin- 
tió en un segundo. 

El paisano viejo corrió en un soplo cinco cua- 
dras, y el quíntuple habría seguido corriendo de- 
saforado, si un encuentro imprevisto con una par- 
tida de matreros no lo hubiese compelido á sujetar 
riendas en un bajo. 

Eran cinco mocetones de largas guedejas, que 
se pararon á mirarle con su ceño arisco y som- 
brío, cambiándose entre ellos algunas palabras. 

El paisano se acercó todo arrollado en los lo- 
mos de su cebruno, al que aun le temblaban los 
corvejones, y dijo con una risita insegura: 

— ¡ Güeñas tardesitas, mozos ! . . . . 
¿ Quieren pitar ? 

Aquí traibo unas tagarninas del « pueblo ». ¡Es 
güen tabaco ! . . . . 

Los matreros . le contestaron el saludo ^ le 
aceptaron los cigarros. 

El viejo desató entonces la lengua y contó 
la causa de su fuga. 



ISMAEL 173 



— Es el mesmo, — dijo uno de ellos, mirán- 
dolo atentamente. — ¿ De aónde sale, paisano Ra- 
món? 

— De Montevideu, — respondió éste, todavía ' 
espantado. 

Y pa que vea, juntito que me ayegué al ran- 
cho no parecía sino que el mesmo demonio se 
había colao por la chiminea .... ¡Qué cocear aden- 
tro del mobilario, Cristo bendito! 

— ¿Son petizos los juagares, ño Ramón? 

— Se me asen más grandes que un toruno ; 
y macho y hembra han de ser porque de aden- 
tro venía un jedor recalentao que volteó el ho- 
cico al mancarrón. 

— ¿Entonces estaban enancaos los entrusos? 

El paisano viejo se rió socarrón amenté ce- 
rrando los ojillos vivaces ; y después apretando 
los labios, prorrumpió con fuerza: 

— ¡ Gineteando estaban los manchaos y á los 
rezongos adentro el rancho ! . . . . 

Los matreros rieron y se miraron. 

— No tengas cuidao, viejito, — dijo uno. — Au- 
rita vamos á desoyarlos pa que no güelvan á 
hacer cría en la cama del paisano Ramón. 

Todos cinco arrancaron tras estas palabras, á 
gran galope, armando unos los lazos y revisando 
otros los trabucos. 

El viejo se quedó por allí más de media hora, 
caminando de acá para acullá, un poco temeroso ; 
y cuando hubo él calculado que la cosa debía 



174 E. ACEVEDO DÍAZ 



estar ya en punto, encaminóse al rancho con un 
trotecito menudo. 

Uno de los tigres había sido muerto, y estaba 
extendida su piel sobre* las hierbas, como un 
presente de la gente montaraz. 

Si bien todo se veía revuelto en el rancho, 
no faltaba absolutamente nada, y por el contra- 
rio los banquitos, la mesa y la consola, por que 
tanto se afligía el paisano, habían sido levanta- 
dos y puestos en montón en el centro de su 
vivienda. 

Los matreros habían desaparecido, dejando en- 
cima de la cama del gaucho viejo, muy bien 
acomodados, los signos del yaguareté hembra, — 
que parecía haber sido la víctima como más 
débil. 



XXIV 



Entre hombres de esta entraña, buscaron re- 
fugio Aldama é Ismael. La selva era una pa- 
tria libre. 

Cuando al trote de sus caballos se aproxima- 
ban al monte del Río Negro al declinar un día 
caluroso, vieron en un claro hasta cuatro hom- 
bres que echaron pie á tierra, obligando á hacer 



ISMAEL 175 

lo mismo á un soldado del cuerpo de dragones, 
mozo de buena planta que vendía salud por lo 
rollizo y fuerte. 

El dragón estaba sin armas ; los gauchos te- 
maní /acones ó chafarotes de una longitud asus- 
tadora. 

Estos gauchos eran vmtreros. 

Por sus largas barbas y cabellos, sus chiri- 
paes y botas peludas, sus sombreros gachos y 
boleadoras anudadas en la cintura, descubríaseles 
á la distancia su índole selvática. 

Se les veía apenas la nariz y un dedo de frente 
entre el boscaje de pelos. El cuadro tenía sus 
tintes lúgubres. 

Uno de ellos desnudó el facón de -pronto, y 
tentó la punta con el dedo. 

En seguida hizo hincar al soldado, tironeán- 
dolo con fuerza, lo mismo que si agarrara á un 
redomón bellaco de la oreja para bajarle el 
testuz. 

El soldado cedió al manotón brutal, ponién- 
dose de rodillas sin protesta alguna. 

El sitio era una especie de encrucijada tupida 
de malezas. 

No se oían voces en aquel grupo siniestro. 

Tres de los matreros salieron al encuentro de 
Ismael y Aldama, que ya estaban encima y ve- 
nían canturreando; y no suscitándoles sospechas, 
se volvieron, diciendo uno de ellos con acento 
bronco : 



/ 



176 E. ACEVEDO DÍAZ 



— ¡ Reza pronto el credo cimarrón, mélico ! 

— Aura no ai tutía, — -añadió otro. — ¡Estira 
el gañote! 

, Aquellos rostros respiraban fiereza. 

El que tenía cogido al prisionero lo sacudió 
del pelo con la mano izquierda, y sin decir pa- 
labra, le hundió de golpe con la derecha el fa- 
cón en un costado. 

Al sentirse herido y empujado, y al ver pin- 
tada en el rostro de su matador una expresión 
de placer salvaje, el hombre trató de zafarse en 
un arranque convulsivo, y gritó en su impoten- 
cia entre estertores: 

— ¡No me degüeye, por su madre!. ... 

Pero el gaucho siempre callado é implacable 
dio dos ó tres brincos forcejeando, lo derribó de 
espaldas y púsole la bota de potro con su enorme 
rodaja en el pecho como pudiera sentar la zarpa 
un animal feroz; y cogiéndole de la barba echóle 
para atrás la cabeza, introdújole la punta del 
acero á un lado del pescuezo y se lo cortó de 
oreja á oreja hasta hacer saltar la tráquea hacia 
afuera como un resorte elástico. 

De la carótida partida saltó un chorro de san- 
gre caliente entre ronquidos de fuelle, el cuerpo 
se sacudió y retorció levantándose sobre los 
hombros en espantosas convulsiones, al punto 
de que la cabeza se zangoloteó prendida por 
sólo la nuca al tronco como la espiga que cuelga 
por una arista en su tallo ; empañáronse los ojos 



ISMAEL 17( 



enormemente abiertos, torcióse la boca con una 
última contracción muscular hasta fijar en la co- 4 

misura una mueca de máscara, encogiéronse en \ 

arco los brazos entre temblores con los dedo^ cria- ^ 

pados y también las piernas á la altura de las 
rodillas. En el cuello sólo quedó un gran cuaja- 
ron de sangre venosa. 

— ¡ Güen corbatín ! — prorrumpió Aldama, aco- 
modándose en el recado. 

El gaucho limpió el facón en la ropa del 
muerto, y todos seis quedaron mirándole en si- 
lencio un breve rato. 

El que había degollado, envainó su acero, y 
dijo con fría saña, echando al cuerpo una última 
ojeada: 

— ¡No vas á volver á lonjear matreros, apestao! 
Después de esta oración fúnebre pusiéronse á 

desnudarlo, y á dividirse las pilchas, empezando 
por las botas y espuelas. 

Cuando lo despojaban de la casaquilla sucia y 
con algunos botones de menos, un gaucho exclamó : 

— Fijate si en las junturas ai tropa de lomos 
coloraos; que estos mélicos saben tener más 
criaderos que cueva de comadreja. 

— Pa mí, la blusa camina, — agregó un se- 
gundo. ¡ Pucha que jedor de chivo ! . . 

— ¡ Gaucho zafao ! . . . . Déme un taco, 

Dióle el uno al otro la bota de «caña», y éste 
volviéndose á Ismael y Aldama, que se habían 
apeado, dijoles: 
12 



17S E. ACEVEDO DÍAZ 



— Ayéguense, mozos. ¡Rodando, las piedras se 
topan y se juntan! 

Y los invitó con un trago de aguardiente, que 
los dos paladearon con fruición. 

Entraron entonces ellos á enterarlos de un 
choque que habían tenido horas antes con unos 
soldados sueltos, del que resultó coger prisionero 
al que acababan de matar, hombre á quien 
siempre se tuvo hincha por madrugador de ma- 
treros ; — y convidando después á los recién ve- 
nidos á entrarse en el monte, se marcharon juntos 
del sitio, en el que sólo quedó el cadáver entre 
un gran charco de sangre para pasto del coatí 
y del cimarrón 

Aquel despojo lívido no llegó á merecer más 
que una mirada oblicua de los gauchos, al reti- 
rarse. 

Dirigíanse al tranco hacia la picada oscura, 
cuando de súbito saltó entre las hierbas pisada 
por uno de los caballos en la cola una culebra 
gruesa, cabeza chata y color de un pardo sucio, 
que al apartarse de la ruta retorcía sus anillos 
y abría la boca de anchas fauces enloquecida 
por el dolor. 

El que había dado muerte al dragón la siguió 
de cerca, é inclinándose bien sobre el estribo, 
levantó el mango del rebenque para descargarlo 
sobre ella. 

En ese momento, Ismael, que apenas había 
despegado los labios desde que se incorporó al 



ISMAEL 179 



grupo, sin experimentar ninguna emoción ante 
el degüello, — gritó con enojo: 

— ¡No matar! 

Este grito fué tan enérgico é' imperativo, que 
el matrero suspendió el golpe y quedóse mi- 
rándolo. 

Todos hicieron lo mismo, y se pararon. 

Ismael tenía en la cara un ceño terrible. 

En medio de una palidez profunda, sus ojos 
centelleaban coléricos. 

En el acto espoleó él su caballo hasta po- 
nerse encima de la culebra, y se tiró al suelo 
veloz. 

El reptil se alejaba, volviendo en alto á cada 
instante la cabeza. 

Velarde se acercó á grandes pasos, alargó la 
mano que introdujo por debajo del vientre de 
la culebra y la agarró, levantándola á la altura 
de su rostro, mientras que con la otra mano la 
acariciaba suavemente á lo largo del lomo. 

El reptil se aquietó, refregándose en su pes- 
cuezo, é introduciéndole su feo hocico por las 
ropas. 

La dejó él hacer; y poco á poco, como hala- 
gada por el calor de sus carnes, la culebra fuese 
escurriendo en el pecho del gaucho, sin temblo- 
res ni contorsiones. 

Ismael volvió á montar, mirando todavía con 
mal ojo al matrero. 

— ¡ Güeno ! — dijo éste encogiéndose de hombros. 



f 



V 



180 E. ACEVEDO DÍAZ 



— Y si no ai güeno, es lo mesmo, — respondió 
Ismael muy encrespado y prevenido. — El cule- 
brón no hace mal á naide. 

El gaucho se calló. Todos se miraron en si- 
lencio, y siguieron su camino. Aldama se iba 
riendo socarronamente, y daba fuego á los avíos 
para encender un pucho. 

Velarde se había puesto esta vez delante; y 
de cuando en cuando, encariñaba á la culebra, 
que solía asomar la cabeza por la abertura del 
saco muy mansa y tranquila. 

Como muchos de los hombres de su índole, 
que no temían á Dios, ni sabían orar y sí apenas 
hacerse en la boca la señal cié la cruz; que no 
poseían de la vida humana un concepto muy 
superior al de la de sus caballos, tratándose de 
enemigos, y á quienes incendiaba la propia el 
olor de la sangre vertida, como el major aroma 
de adobe para sus naturalezas; — sin vínculos 
de familia y de hogar, al calor de cuyos afec- 
tos la conciencia se forma y relampaguea una 
noción de la justicia y de la verdad, ni otros re- 
cuerdos en la memoria que una niñez vagabunda 
y una persecución constante, — Ismael tenía por 
ciertos bichos, como él los llamaba, un respeto 
supersticioso y un cariño salvaje, sin que nunca 
hallase de ello una razón clara en las oscurida- 
des de su cerebro. 

Los quería, y eso era todo. Así como al pa- 
sar por la noche delante de algún rancho aban- 



ISMAEL 181 



donado, donde habían dejado uno ó más muertos 
los matreros, se descubría ante un fuego fatuo 
que vagaba en las tinieblas y que al agitarse 
el aire parecía perseguirle, oscilar y detenerse 
lo -mismo que si fuese el alma del difunto, — 
sublevábasele la sangre cuando en su presencia 
se mataban ci:^lebras de la especie de su predi- 
lección, y á las que él hacía inofensivas con 
sólo prepararles nido en su pecho dócil al cos- 
quilleo de las escamas. 

Los gauchos que no participaban de estas preo- 
cupaciones, aún poseyendo análoga índole idio- 
sincrásica, las miraban con respeto, sin contra- 
riarlas ni escarnecerlas. La tolerancia en esta 
materia, fué siempre el carácter distintivo de la 
entereza criolla. 

Por eso, los nuevos compañeros de Ismael se 
mantuvieron silenciosos y prudentes, cuando él 
estalló en cólera en defensa de una culebra. 
¿ Qué no haría en ' defensa del pago, y de su 
vida misma? 

Este principio de tolerancia en ♦ materia de 
creencias íntimas distinguíase en el matrero- 
en medio de sus apetitos desordenados y feroces. 

Veía orar con gravedad y silencio á las mu- 
jeres en los ranchos, encender velas á las estampas 
de las vírgenes y persignarse al estallido del 
trueno; y él mismo, cuando la tormenta lo sor- 
prendía al galope, tiraba de las riendas y se 
acordaba de Santa Bárbara, pareciéndole que se 



182 E. ACEVEDO DÍAZ 



le escurrían dentro del cuerpo los rejucüos, como 
llamaba á los relámpagos, y que en el aire an- 
daba «el daño» con olor á «mixto». 

Si entraba por casualidad á alguna capilla, se 
mantenía muy quieto y manso, con el sombrero 
en la mano, y hacía como que oía la misa, sin 
entender de ella la media, extrañándose que el 
cura comiera costras de pan y tomase vino de- 
lante de la gente. 

Poco habituado á este culto y á una idea su- 
perior acerca de lo divino, Jimitado á lo humano 
y á la fiereza del sentimiento de independencia 
individual, que adobaba bien la cruda vida del 
desierto, el gaucho errante tuvo que subordinar 
su sentido moral á ciertas preocupaciones y su- 
percherías que daban halago á sus instintos, 
adquirían engorde en su ignorancia y ofrecían 
excusa ó pretexto á sus arranques geniales y á 
sus caprichos crueles. 

• De allí las' supersticiones torpes, que á la vez 
que deprimían sp conciencia moral, endurecían 
la fibra, y lo arrastraban á la acción trágica y 
al romántico denuedo. 

Los gauchos á que se habían reunido Ismael 
y Aldama pertenecían al género bravio, y á una 
temible banda de cuarenta individuos de distin- 
tas razas y clases vinculados por la misma des- 
gracia y un destino común. 

Este grupo acampaba en un prado fresco y 
pastoso, casi encima del cauce del Negro, cuya 



ISMAEL 183 

comunicación con el exterior sólo podía estable- 
cerse por medio de la picada larga, tortuosa y 
estrecha, — verdadero túnel de arborescencias, — 
que hemos descrito en uno de los anteriores 
capítulos. 

La banda obedecía y se guiaba por las ins- 
piraciones de un campero influyente ex-cabo de 
caballería de milicias, llamado Venancio Bena- 
vides. 

Este hombre de acción encaminaba los deser- 
tores y los gauchos errantes á aquella guarida; 
hasta que llegó á formar una partida gruesa, 
que más adelante se complementó con algunos 
vecinos sublevados en su distrito, para iniciar 
en Asencio con Pedro José Viera la gloriosa 
campaña del año XI. 

Ismael y Aldama, por muchos días, hicieron 
vida de clausura en el monte, resignándose á 
esperar con paciencia que el país ardiese en gue- 
rra, como se ansiaba y sentíase palpitar en la 
atmósfera inflamada de aquel tiempo. 

Por fin, una noche de Febrero presentóse en 
la picada Venancio Benavides, y reuniéndolos á 
todos en la pradera, les dijo que era ya llegado 
el momento de alzarse contra los «godos» que 
oprimían la tierra, para lo cual se precisaba dar 
hasta la vida; pero que antes de empuñar las 
chuzas convenía preparar á los muchachos del 
pago de Capilla Nueva, y á su compañero Pe- 
rico el Bailarín, con quien estaba en arreglos, y 



184 E. ACEVEDO DÍAZ 



el que ^ por puro amor d la libertad Tf se había 
propuesto levantarse en armas, según él mismo 
' se lo declaró en su última entrevista. Que la gue- 
rra sería á muerte, y que en ella habían de ser 
ayudados por Buenos Aires con hombres, pólvora 
y balas. 

Los gauchos escucharon con mucha atención 
y silencio las palabras de Venancio, y cuando 
él hubo concluido, echáronse atrás los sombre- 
ros, é hicieron juramento de pelear hasta morir, 
inflamados ya á la idea de la refriega, con una 
expresión de odio profundo en sus ojos,. — puertas 
en que asomaban envelados en sangre los ins- 
tintos indómitos y los deseos vehementes de la 
venganza. 

Siguiéronse pronto entre ellos esa noche las 
tíonfidencias sobre persecuciones y animosidades 
de otros tiempos, y los agravios á vengar sin 
perdón. 

Por largas horas se agitó el grupo, y se ras- 
guearon las guitarras cantándose aires de la tie- 
rra y décimas belicosas. 

Venancio tomó sus medidas ; y escogiendo por 
emisarios seguros á los dos fugitivos de la estan- 
cia de Fuentes, cuyas cualidades conocía, los en- 
vió á Pedro José Viera para que se informasen 
del « estado de los asuntos » , del día y paraje 
de la reunión, y combinar en definitiva el plan 
de guerra, así como la designación de los distri- 
tos que no debían desampararse. 



ISMAEL 185 



Cuando Aldama v Esmael, — como llamaban á 
Velarde sus compañeros, — se disponían á la mar- 
cha al rayar el día, ya en campo raso, Venancio 
les dijo: 

— Alviertan á Perico que ya es tiempo de su- 
levarse. 

Si á la güelta se topan con los «godos» , pri* 
mero enchipaos que « cantores » , muchachos. 

— Dejuramente, — había respondido Ismael con 
calma. 

Y á poco, los dos amigos partieron á' media 
rienda. 



XXV 



Aquel día, penúltimo de Febrero, era de jol- 
gorio en la estancia de Capilla Nueva. Se pa- 
raba rodeo para « aparte » de reses, y con ese 
motivo habíanse reunido en el campo más de 
sesenta hombres bien montados, tan dispuestos 
á contribuir sin interés pecuniario á la faena, 
como á participar del suculento * festín al raso 
con que brindaba á la riunidn el bizarro capa- 
taz Pedro José Viera. 

Tres novillos con más grasa que músculo, en 
cuya piel podía pasarse la uña sin tropezarse en 



186 E. ACEVEDO DÍAZ 



el hueso, buenos rimeros de pasteles ó tortas que 
se freían en grande olla de tres pies en el centro 
de la cocina, y mate cimarrón en cinco ó seis 
calabazas que iban y venían con sus bombillas 
de lata, — constituían con un regular número de 
botas de « caña» los manjares y brevajes del ban- 
quete campestre. 

La gente de chiripá se sentía contenta y vo- 
cinglera, concluida la faena. 

Los últimos que llegaban del rodeo desensilla- 
ban y largaban sus pingos sudorosos, dándoles 
un golpecito con las riendas en los cuartos, des- 
pués de acariciarles con dos ó tres palmadas el 
cuello, y de pasarles de la cruz á la cola el 

I 

lomo del cuchillo para refrescar la transpiración 
espumosa bien señalada por los bastos, las ba- 
jeras y la carona. 

Tendían luego las piezas de sus recados en los 
palos de una enramada, colgaban los frenos en 
los ganchos de madera, y con los rebenques co- 
gidos de los extremos ó colgantes por las ma- 
nijas de las muñecas, confundíanse á otros gru- 
pos retozando como ganado en el llano, ó ten- 
diéndose entre ellos en actitud de brega á cu- 
chillo, ó chiflando un aire de la tierra con la 
borlilla del barboquejo por flauta, ó removién- 
dose con pasos de pericón entre los yuyos con 
el gesto ladino del que tiene una hembra delante. 

Juntó á un corral de palo á pique se jugaba 
á la taba. 



ISMAEL 187 

En la cocina, entre el humo, y cerca de los 
pasteles que se iban extrayendo con dos palillos 
de la olla en donde saltaban dorados bajo el 
hervor de la grasa, se hacían partidas al truco, 
llevándose la cuenta con palitos de yerba misio- 
nera. 

El capataz ensartaba en grandes asadores la 
carne de los novillos y los colocaba en seguida 
junto á dos grandes fogones, encendidos á pocos 
pasos de un « ombú » gigantesco. 

Bajo de este árbol, dos guitarristas de uñas 
como garras y enruladas melenas templaban sus 
instrumentos, mortificando cuerdas y clavijas; y 
á su frente, agitándose en círculos, ó detenién- 
dose de súbito para volver á jadear, — cantu- 
rreando décimas, — se refregaban algunos man- 
cebos de calzoncillo cribado por el mero gusto de 
hacer trinar las lloronas. 

Oíase como un ruido de alborozo en la enra- 
mada, donde un cantor unía las notas de su voz 
bronca á las de la prima y la bordona, atrayendo 
al sitio algunas mozas de trenza y pollera corta, 
y no pocas comadres de edad madura. 

Fuera de uno que otro gaucho de mirar rece- 
loso ó taimado, todos los semblantes expresaban 
alegría. El mate circulaba por doquiera; se pi- 
caba tabaco en la manO' con el cuchillo ; se ha- 
cían comentarios sobre la hacienda vendida y el 
trompón que un orejano dio al zaino del tropero, 
y la «-rodada » con suerte del paisano Ramón, 



188 E. ACEVEDO DÍAZ 



y la malaventura de Basilio al tirar el « lazo» á 
una vaca barrosa, y la caída « fiera » de Serapio 
por las ancas al repuntar el ciñuelo. 

Después de estos diálogos pintorescos entre re- 
suello y resuello del cantor, volvíase á poner 
atención al cielito ; y era de verse entonces con 
qué aire serio lanzaba el tañedor sus trovas, 
trémula la mano callosa sobre la caja del ins- 
trumento, con la cabeza inclinada y lánguidos 
los ojos hacia las hembras al entonar el ¡ ay ! de 
la calandria hermosa, y tendida á lo largo una 
de las piernas, cubierta en parte por la bota de 
potro, de cuya extremidad surgían los dedos 
amoratados por el roce constante del estribo. 

De repente estallaba una cuerda, enmudecía 
el trovador de súbito lo mismo que un gallo 
sorprendido en mitad de su canto por un golpe 
en la cabeza, y había que esperar con pacien- 
cia á que se echase el fiudo y se afinara el es» 
trumento. 



ISMAEL 189 



XXVI 



El capataz se movía en tanto de un lado á 
otro, con una actividad vertiginosa apresurando 
la merienda. Las mujeres atendían los pasteles y 
los peones los asados, á los que daban las últi- 
mas vueltas en las brasas, ya bien en punto y 
goteando grasa color de oro. 

En una de esas inspecciones, el capataz cogió 
un asador y lo tendió para que una moza arre- 
mangada y de brazo tan tostado como la carne 
con pelo, echase la salmuera ; chupóse luego los 
dedos, y dijo: 

— ¡ Lindo no más ! Ayasito se ha de yantar. 

Y señaló el lado de sombra opuesto del ombú. 

Pedro José Viera era oriundo de Porto-Ale- 
g^e, Brasil, colonia entonces de Portugal. 

Había cobrado verdadero cariño al suelo en 
que vivía; y sus raras prendas personales creá- 
ronle en el transcurso del tiempo un prestigio 
real entre los hombres del pago. Amaba la li- 
bertad por instinto, á su manera, y venían ro- 
zando sus oídos hacía meses, como voces extra- 
ñas de una vida nueva, los ecos simpáticos del 
movimiento inicial de Mayo. 



190 E. ACEVEDO DÍAZ 



Una de sus habilidades era la de bailar en 
zancos; habilidad que debía él ejecutar por úl- 
tima vez acaso, el día en que lo exhibimos. 

Cuando Perico, como le llamaban los paisa- 
nos, cogía sus zancos é iniciaba sus vueltas y 
quiebros en el patio con pasmosa destreza, era 
ésta la señal de « armarse el baile » ; y los tu- 
pamaros, indios y cambujos en pintoresca amal- 
gama de castas y razas coincidían en el mismo 
gusto, lanzándose á un pericón entusiasta, al son 
de la tradicional vihuela, cual si ese baile criollo 
constituyera el primer vínculo ó lazo de unión 
de propensiones é instintos comunes, una faz ri- 
sueña de la idiosincrasia nativa y de un espí- 
ritu nacional incipiente, tan distinto de la jota y 
de la petenera, como de la raza madre la varie- 
dad ó sub-género que constituía el tipo de nues- 
tra primera generación. 

Perico el bailarín, aunque brasileño, hablaba 
sin dificultad el idioma de los criollos, — bien 
que comunmente le hacía gracia expresarse en 
una jerga especial, mezclando en sus dichos y 
conversaciones vocablos portugueses. Los paisa- 
nos celebraban sus ocurrencias, y le querían, 
porque era un buen compañero, servicial y hos- 
pitalario, á la vez que amigo de fandangos y 
velorios. 

Como perneador en el baile, pocos le iguala- 
ban. Su fama, pues, tenía un fundamento só- 
lido. 



ISMAEL 191 



En la edad del gaucho, — tiempos que ya se 
van alejando de nosotros, — la sencillez ruda, 
semi-bárbara de la vida se resumía en la danza, 
en la música, — ambas primitivas,— y en la proeza 
del músculo. 

La fuerza brutal, desde luego, la destreza, la 
astucia, la habelidd para tañer, para bailar, can- 
tar, domar, pelear y vencer, eran cualidades y 
condiciones sobresalientes. Los que la poseían 
ejercían insensiblemente cierta superioridad ava- 
salladora én sus pagos, influían sobre el número 
y lo atraían por el ejemplo y la magia de las 
costumbres varoniles. Como el semental arisco 
de crines llenas de abrojos, repuntaban la grey 
con alaridos de feroz independencia personal, sin 
perjuicio de mostrarse siempre sufridos, callados 
y pacientes en su existencia original de taimo- 
nías y resabios. 

La ley del hábito los retenía en el lazo de 
una disciplina social, que no se concillaba con 
la deficiencia de los medios para mantenerla. 

En la época de que hablamos, pocos eran los 
que no habían revistado en blandengues y en 
caballería de milicias, y experimentado los de- 
seos sensuales del mando, tan en armonía con 
las tendencias del fondo del carácter hispano- 
colonial, refractario á la obediencia y rebelde al 
servilismo. 

Pedro José Viera se había asimilado las ener- 
gías de su pago. Su prestigio se esparcía por 



192 E. ACBVEDO DÍAZ 



todo el distrito de Capilla Nueva, y estaba en 
relación con algunos hombres de valer. 

Explícase así por qué había él logrado reu- 
nir tantos vecinos en el establecimiento de Ca- 
yetano Almagro, el día á que nos referimos. 

Brillaba el sol de las diez puro y radiante, 
cuando Perico clavó el primer asador á la som- 
bra del « ombú » , gritando á un mulato de ca- 
bellera crespa, negra y- espesa como un mato- 
rral, que revolvía en sus manos- un sobre-costi- 
llar jugoso y caliente: 

— ¡Eh, muleque / ¿Trujiste el pan bazo? ¡Mové 
esas tabas, muleque! . . . . 

El apostrofado corrió hacia la cocina. 

Perico invitó seguidamente á yantar á la con- 
currencia, que hizo círculo en torno de los asa- 
dores, cuchillos y dagas en mano, en tanto él 
decía con voz bronca y alegre, refiriéndose al 
viuleque : 

— Este diavo foi parido n'uma zanja . . . . | Presto, 
Macario ! . . . . 

Y luego, dirigiéndose á los del círculo que se 
repartían con suma velocidad granos de pecho 
y enormes tajadas con pelo hecho carbón, aña- 
día dominando el conjunto: 

— ¡Desemulen el ruido de tripas, mozos ! . . . . 
Metan diente al destajo .... La picana pa mi com- 
padre Fulgencio, que le gusta el rabo. Esta achu^ 
rita pa Basilio que yerro el tiro á la ba- 
rrosa .... 



ISMAEL 193 



¿Aínda no chegasie, Macario?. . . . 

Serapio: préndete á ese riñon por la parada 
de lomos en el ciñuelo, ¡Tuitüa tu sabeduria se 
jué por el trasero del mancarrón, flojonazo! 

La fnozada reía. , 

' A Serapio se le coloreó un tanto el rostro; 
pero estaba muy entretenido con un buen trozo 
de carne de pecho para perder el tiempo en con- 
testar. . 

Y no era él solo. Movíanse todas las mandí- 
bulas con fruición ; chorreaban sabroso jugo los 
dedos ; los cuchillos con los filos para arriba pa- 
saban el bocado á los labios antes de dar el úl- 
timo tajo; las botas de «caña» circulaban de mano 
en mano para rociar las gargantas ; las galletas du- 
ras y el pan bazo que las mozas y Macario echa- 
ron en el pasto, se zabullían en las lagunillas 
de grasa caliente que al despegar la carne se 
formaban en el cuero, y crujían luego bajo los 
caninos blancos y lustrosos. 

Al cabo de algunos minutos, siguióse la con- 
versación sobre bueyes perdidos, y subieron de 
punto las bromas y la algazara y los planazos 
y las corridas; hasta que Perico, poniéndose de 
pie con arrogancia, pidió los zancos. 



18 



194 E. ACEVEDO DÍAZ 



XXVII 



El bullicio entonces tomó creces. 

Perico iba á bailar, y la fiesta sería completa. 
La « caña » de las botas, libada en abundancia, 
había enardecido todos los cerebros. Se reía, 
se vivaba, se corría, se * escarceaba » y ensayá- 
banse figuras y pasos con castañeteo de dedos y 
trinar de espuelas, en tanto los guitarristas á la 
voz de prevención se reunían bajo el « ombú » 
probando las cuerdas y armonizando los tonos, 
con sus sombreros de « panza de burro » en la 
nuca y el barboquejo én la nariz, los rostros hú- 
medos, brillantes los ojos, entreabiertos los labios 
al tarareo de los aires criollos: — todo bajo una 
atmósfera de luz y un cielo apacible apenas mo- 
teado aquí y acullá por pequeñas nubes de blan- 
cura intensa. 

Las mozas se habían arreglado al cuello las 
pañoletas, y en singular confusión, rubias, mula- 
tas y « chanaes » de trenza cerduda y pie des- 
calzo, agrupábanse en el centro al tañido de ras- 
gueos alegres, aguardando el momento del quie- 
bro y el sandungueo. Aunque la brisa que co- 
rría era fresca y agradable, imperaba en la riu- 
nión un buen grado de calentura. 



ISMAEL 195 



Cuando Perico empezó á ejecutar su ju^go de 
zancos, el entusiasmo se convirtió en aplauso y 
vocerío. 

Los dos maderos en rápidos giros, sin trope- 
zarse nunca, recorrían de extremo á extremo el 
sitio de la zambra, manteniendo el zanco su equi- 
librio con notable destreza en cada avance ó 
volteo, sin zafarse de la horquilla, y agitando en 
su brazo derecho la chapona de lienzo en forma 
de alón esponjado de un colosal ñandú. 

Las exclamaciones se sucedían sin tregua en 
derredor del bailarín. 

— ¡ Apriendé Serapio á ginetiar en patas de 
araña ! — decía uno, zampándose todavía buenos 
bocados de carne asada. 

— I Véanlo al mulita ! — argüía el aludido. — 
¡Muentá vos esa langosta con eso me reigo! 

— ¡Aijuna, las canillas de cigüeña!.... ¡Asu- 
jetá, Perico, que están crogiendo. 

— Juertes se me hacen, cuñao, lo mesmo que 
garrón de avestruz .... i Qui an de crogir ! 

— ¡A un ¿3k? la bajera, aparcero Ramón, pá 
que no refale esa pata de enválido qui anda 
mosquíando!. ... 

Al cabo de algunos minutos, Perico se detuvo 
sonriente y jadeante, sus musculosos brazos ten- 
didos, y gritó con voz de trueno: 

— ¡A danzar, agora, aparceros!. . . . jA manhan 
danzaremos melhor i 

Saludó estas palabras un gran clamoreo en 



196 E. ACEVEDO DÍAZ 



que «e mezclaron alaridos de fiereza y juramen- 
tos enérgicos, cual si una ráfaga misteriosa de 
combate hubiese acariciado todas las frentes. 

Las guitarras rompieron en rasgueos más uní- 
sonos y alegres. 

El pericón^ — y no áe trata aquí del caballo 
de bastos del juego de quinólas, — puso en facha 
á sus ecos múltiples parejas. 

De una parte, polleras y enaguas un tanto mo- 
renas sacudidas, dejando ver pantorrillas bien 
torneadas, cuando no tiesas cachuas enfundadas 
en medias de algodón crudo, ó gruesas gambas 
desnudas á la vez que arqueadas en vaivén sos- 
tenido y airoso; de la otra parte chiripaes flo- 
tantes, pieles.de potro rascando el suelo, zanca- 
jos al descubierto con espuelas de grandes roda- 
jas que sembraban rayuelas en la tierra, cuerpos 
flexibles adornados de cintos cuyas monedas de 
pl^ta ó botones de bronce difundían ruidos de 
cascabeles, y largas melenas azotando los rostros 
trasudantes. 

El conjunto, bizarro y pintoresco. Roces, cos- 
quilieos, visajes, amoricones, posturas provocati- 
vas, volteos de domadores, quiebros de moji- 
ganga, risas y fraseos dominando el tañido de 
las guitarras. 

Corría en el enjambre como un aura epilép- 
tica. Perico, en zuecos, se había agregado al gran 
grupo y hacía chas -chas con los talones, acom- 
pañándose de manos y repartiendo chicoleos ; y 



ISMAEL 197 



unas chinas viejas, con los brazos en jarras atraí- 
das por el bullicio y el tumulto, comenzaron 
algo distantes de la zambra á menudear sus pies 
cortos y regordetes, citando á prueba á los ca- 
mastrones y mauleros. 

Fué en ese instante que, sin que nadie se 
apercibiera de su llegada, Ismael y Aldama echa- 
ron pie á tierra junto á la enramada ; y que, 
mientras el primero se recostaba en el palenque, 
taimado, arisco y sombrío, el segundo se des- 
prendía del cuello un pañuelo de seda y sacu- 
diéndolo en alto se acercaba á saltos al grupo 
alegre, afirmábase sobre las corvas como si en 
ellas hinchase el lomo un redomón, y hacía so- 
nar las nazarenas con ruido mayor que el de las 
vihuelas. 

En cambio, Perico, apenas divisó á Ismael 
con todos los signos de haber hecho una larga 
jornada, separóse rápidamente del baile y diri- 
giéndose á él, cogióle del brazo y apresuróse á 
entrarse con el joven gaucho en el rancho. 

En una de sus piezas interiores permanecieron 
por espacio de media hora. 

Cuando salieron, Viera le puso la mano en el 
hombro, y díjole con aire grave algunas frases 
al oído. 

Ismael, de ánimo reconcentrado y caviloso, era 
sobrio de palabras. 

Pasó junto al lugar de la fiesta, dirigiendo 
apenas al conjunto una ojeada por debajo del 



198 E. ACEVBDO DÍAZ 



ala del sombrero, y encaminándose á la enramada, 
comenzó á bajar prenda por prenda su recado 
de los lomos del bayo, que al sentirse alivianado 
alargaba con alborozo el cuello barruntando 
relinchos. 

El mismo Perico trájole por el cabestro un 
alazán, que era un animal de crucero alto y 
remos delgados, — uno de sus caballos de con- 
fianza, educado para los escondrijos y matorrales 
en los tiempos de persecuciones. 

La campaña toda estaba llena de matreros, y 
era considerable el número de caballos, — sus 
compañeros inseparables, — adiestrados desde po- 
trillos á la vida azarosa y aventurera de los amos. 

El alazán quedó bien pronto enjaezado; y en 
tanto Aldama cambiaba también de caballo, 
gruñendo, Ismael púsose á merendar junto al 
palenque, rociando sus bocanadas con algunos 
sorbos de « caña ». 

Aldama no tardó en imitarlo, después de ce- 
ñirse á gusto el chiripá y el cinto, y de asegu- 
rarse las espuelas. 

Pedro José Viera se paseaba contento, ya 
clareadas por el cansancio las filas del pericón, 
escarbándose con la punta de la daga los dientes. 

Brillaba en su semblante tostado, fi"anco y 
abierto como un reflejo de gozo íntimo, y cono- 
cíase á primer golpe de vista que aquel hombre 
rústico, enérgico y viril acariciaba en sus adentros 
un proyecto de seria importancia. 



ISMAEL 199 



Revelábase también cierta impaciencia en sus 
gestos y ademanes, al observar la cachaza y la 
flema de Ismael, quien, concluido su almuerzo, 
se había dejado estar en cuclillas, dándose gol- 
pecitos de plano con su daga en la bota. 

Perico se acercó al fin rezongando, con cierto 
aire jovial, y dijo en buen acento criollo: 

— ¡A sacudir la potra, que el día se va, apar- 
ceros ! 

Sonrióse Ismael, incorporándose despacio; y 
levantando los brazos bien en alto, desperezóse. 
Aldama le acompañó con un gran bostezo. Pero 
los dos se alistaron de buen talante porque eran 
ginetes duros. 

Viera les estrechó las manos en señal de com- 
pañerismo, y en seguida dióles una carta para 
Benavides, hablándoles de algo muy interesante 
en voz muy baja. 

Al oírle centellaron de súbito los ojos de los 
dos emisarios, que saltaron incontinenti en sus ca- 
ballos ; y, dando un adiós, partieron á gran galope. 

Perico los siguió con la mirada atenta, hasta 
que desaparecieron detrás de las próximas cti^ 
chillas entre una nube de polvo. 

Luego volvióse á paso lento á las casas, sacán- 
dose un pucho de cigarro que tenía detrás de 
la oreja, el cual se detuvo á encender con el 
eslabón y la yesca, muy concienzudamente, ati- 
zando la brasa con la uña del pulgar, y despi- 
diendo con ruido una gruesa espiral de humo. 



200 E. ACEVEDO DÍAZ 

Desde esa hora,hasta la noche, anduvo inquieto. 
Todos, menos él, durmieron larga siesta, como 
anticipo compensador de una noche fatigosa. 



A intervalos, por la tarde, habían ido llegando 
á la población grupos de tres, cinco y más hom- 
bres bien montados, y algunos de ellos armados 
de varas con medias lunas, dé las que servían 
para cortar jarretes. 

Todos estos hombres eran mocetones robustos, 
negros cimarrones, zambos de indio, y aun «tapes* 
de chiripá y boleadoras, con vinchas en la frente 
para sujetar las greñas cerdosas. Varios perros 
enormes los seguían. 

También al oscurecer se había encerrado en 
la manguera, algo distante de las casas, una 
tropilla de caballos y no pocos redomones, á los 
que más de un ginete había hecho bufar en la 
cuesta sallándolos * en pelos », por segunda do- 
madura. Aquellos animales briosos, habituados 
al campo libre, metían alboroto de relinchos, 
cada vez que sentían próximo el tropel de las 
yeguas que erraban azoradas por los alrededores. 

Los negros, munidos de cuchillejas mangorre- 



ISMAEL 201 



ras, se entretenían en cortar y sobar tiras de 
cuero vacuno en la cocina, á la rojiza claridad 
de mechas envueltas en sebo fresco que despe- 
dían una humaza espesa y nauseabunda. 

Improvisaban riendas, estriberas, cabestros y 
maneadores en silenciosa actividad, y con cierto 
aire cerril y despavorido. 

Aquellos rostros retintos llenos de sajaduras, 
con los cráneos hundidos, las narices aplastadas 
de enormes hornallas y los labios de esponja 
salientes como chatos higos maduros, ropajes 
miserables, piernas al aire, brazos sin mangas y 
cintos de cuero de « carpincho », aparecían im- 
ponentes entre la atmósfera color de incendio en 
que se agitaban febriles, cual si el amor á la 
libertad y la esperanza de adquirirla á hierro y 
fuego, les hubiese devuelto el brío montaraz que 
abatiera la esclavitud. 

En una tapera de allí apartada cien metros, 
podía percibirse en medio de la oscuridad un 
grupo numeroso de caballos y de hombres á pie, 
que iban y venían en preparativos sigilosos, sin 
dejar de hablar en voz baja y de reir de una 
manera sonora de vez en cuando. 

Las mozas cuchicheaban asomadas á la puerta 
y al ventanillo de la pieza principal en que se 
habían reunido, como las vizcachas en las entradas 
de sus cuevas, y callaban de improviso, así que 
sentían los pasos ó la voz bronca de Perico el 
bailarín. 



202 £. ÁCEVEDO DÍAZ 

El bizarro capataz, lo era y de veras. Su pre- 
sencia infundía respeto. 

Pasada media noche, algunas de las que aun 
se conservaban curiosas é inquietas en el ven- 
tanillo, le vieron con gran asombro atravesar con 
su gran /acá cruzada por detrás, botas, poncho, 
sombrero de paja y un trabuco en la diestra. 

Él volvióse de mal talante, y dio un grito. 

Todas desaparecieron como por encanto. 

Perico siguió su camino, refunfuñando, y en- 
tróse en otro rancho pequeño que servía de depó- 
sito de marcas, guiíscas y trebejos. 

En la puerta baja y estrecha estaban tres 
hombres, que le siguieron al interior, alumbrado 
apenas por un candilejo cuya mecha tenía una 
pulgada de pavesa. 

Uno de aquellos hombres lo despabiló con los 
dedos. 

Púdose entonces distinguir mejor los objetos. 

Viera registró con la mano izquierda detrás 
de un fardo; y extrayendo de alh' un arma de 
fuego, pasósela á uno de los circunstantes, di- 
ciéndole : 

— Pa voltear * godos», Serapio, esa garabina. 

La tal arma era una tercerola llena de orín, 
de piedra de chispa, con la cazoleta descompuesta 
y la caja resquebrajada. 

Serapio la miró con mucha calma, balanceóla 
como para calcular su peso, y dijo á su vez, 
encogiéndose de hombros: 



ISMAEL • 203 

— Más juego da un cañuto. 

Perico siguió manipulando, y á poco sacó del 
escondrijo una pistola de caballería, pesada y 
larga, cañón de bronce fundido, también de chispa, 
y se la alcanzó á Basilio, quien al tomarla mur- 
muró : 

— ¡Ansina se puede roncar! 

Viera extrajo, por último, un sable sin vaina 
y con parte de la empuñadura rota, mellado en 
más de un tercio de su hoja, que sin duda había 
servido para partir leña, y dióselo á un negro 
cimarrón que aguardaba su turno, muy tieso y 
silencioso. 

— ¡ Güen serrucho ! . . . . Hacele filo en la pie- 
dra, Macachín. 

Los tres hombres salieron, seguidos de Perico, 
quien les dijo con toda seguridad que muy pronto 
tendrían mejores armas, enviadas de Buenos Aires, 
donde por entonces se encontraba don José Ar- 
tigas. 

Algunos pasos más adelante. Viera tropezó con 
el domador Ramón, que venía en busca de un 
arma cualquiera para bregar con los € godos >. 

El capataz le dio su trabuco, con un saquillo 
de -pólvora y otro de balines, «cortados» y cla- 
vos que llevaba en los huecos del cinto. 

Debajo del « ombú », rodeando su ancho tronco 
en forma de pabellón, se habían colocado varias 
lanzas de moharra triangular las unas, obra de 
un herrero de Mercedes; de hojas de tijeras de 



204 E. ACEVEDO DÍAZ 



esquila, medias lunas de desjarretar y larg'os 
clavos cuadrangulares las otras, enastados en 
cañas duras ó en recias varas de guayabos, 
ostentando algunas banderolas tricolpres á fajas 
rojas, blancas y azules. 

Cerca de estas armas había un grupo, como 
haciendo su vela ; y de este grupo se despren- 
dían sombras de vez en cuando que se desliza- 
ban por debajo del ventanillo, y que las mozas 
detenían al pasar, abriendo y cerrando aquél á 
cada momento al menor ruido, para proseguir 
sabrosas pláticas en voz baja y permitir que las 
encariñasen los héroes de aquella temerosa aven- 
tura. 

Galanteos cerriles de una hora con la florcilla 

9 

agreste en los labios y besos sonoros en las car- 
nes tostadas y macizas, de pocas palabras y mu- 
chos manotones y golpes de zarpa, saltos de gato 
« montes » y verdadero zipizape de encelamien- 
tos; — hasta que la aproximación del bailarín de 
zancos ponía en desbande toda la hueste amorosa. 

Lucían las últimas estrellas en un cielo lím- 
pido y tranquilo, y comenzaba el alba á tender 
sus blanquecinos velos en el horizonte con sus 
orlas de rosas pálidas, cuando un movimiento 
acompañado de confusos rumores se operó alre- 
dedor de las « casas ». 

Los hombres montaban á caballo, entre chas- 
quidos de rebenques, fragor de armas, escarceos 
de piafa dores redomones y choques de ginetes que 



ISMAEL 205 

buscaban entrar en las filas en orden de mar- 
cha, á un flanco de la enramada. 

La voz de Pedro José Viera retumbaba atro- 
nadora á la cabeza de la columna hablando de 
libertad é independencia, y un grito formidable 
lanzado por cien bocas respondía á su corta y 
viril arenga, entre los brincos y bufidos de los 
potros alborotados por la espuela y el vocerío. 

Las mujeres se lanzaron fuera, mozas y vie- 
jas, oprimiéndose entre sí, estrujándose y ha- 
ciendo al fin compacto pelotón en torno del 
ombú, arrebjujadas apenas algunas de ellas y to- 
das con las cabelleras sueltas, desencajadas, tem- 
blorosas, escudriñando los detalles del cuadro 
que se ofrecía á su vista. 

¡Parecía soplar un viento de tormenta! 

Las medias tintas crepusculares cedían su 
puesto á los resplandores de la aurora, que es- 
parcía por campos y bosques su luz suave y 
tibia. 

La columna negra no se había aún movido: 
las lanzas en alto se agitaban nerviosas en pin- 
toresca confusión de moharras, medias - lunas, ti- 
jeras, clavos y banderolas; los trabucos enmo- 
hecidos, las tercerolas inservibles, las pistolas sin 
baquetas, los sables viejos, las dagas de cana- 
les, las bolas retobadas con piel de lagarto de 
los zambos, las picas toscas de los «tápese, — 
todo se movía y levantaba con los brazos ro- 
bustos para jurar la guerra al opresor. 



206 E. ACEVEDO DÍAZ 



Los instintos guerreros bramaban iracundos en 
aquella gran manada de pumas. 

Y las mujeres vieron de repente, cómo aquel 
conjunto de andrajos y de desechos que encu- 
brían cuerpos vigorosos, de razas y de castas 
arrastradas por la misma idea y el mismo sen- 
timiento, de cambujos bravios y de negros de 
aspecto feroz, de bizarros tupamaros con luengas 
barbas y rostros blancos, desarmados algunos, 
pero entusiastas y resueltos; vieron cómo aquel 
conjunto de fierezas, cóleras y rabias tanto tiempo 
contenidas, se movía como una tromba entre tor- 
bellinos de polvo é imponente alarido, — y al- 
zaron entonces sus manos y agitaron los pañue- 
los en el aire, — hasta que la tromba desapare- 
ció en el horizonte dejando en pos de sí una 
niebla parda en el ambiente, semejante á las es- 
pumas que el huracán arrebata á la cresta de 
la ola fragorosa y disuelve en el espacio. 



^2i.lxs.. 



Al regfreso de su excursión, fué cuando Is- 
mael y su amigo se vieron atacados y perse- 
guidos por una partida avanzada del preboste, 
cayendo prisionero Aldama, y refugfiándose Ve- 
larde en los montes del Río Negro. 



ISMAEL 207 



Se recordará desde luego, que, impuesto Be- 
navides del suceso por boca del emisario, y de 
la carta »de que fué portador, mandó que su 
gente ensillase los caballos de reserva, para po- 
nerse en movimiento á la madrugada; y es aquí 
donde pasamos á reanudar el hilo de nuestro re- 
lato, y á desenvolver en su orden c fonológico los 
episodios del drama. 

A cuarenta alcanzaba el número de los hom- 
bres de que disponía Benavides, diseminados en 
grupos en distintos lugares del bosque, pero muy 
próximos al potril donde acampaba el grueso 
de la fuerza. 

Los tupamaros figuraban en primera línea ; y, 
sabido es que bajo ese dictado irónico era como 
distinguían á los criollos ó nativos los domina- 
dores, comparándolos con los adeptos del ani- 
moso cuanto infortunado Tupac-Amarú, que fué 
dividido en pedazos al furioso arranque de cuatro 
potros. Esta denominación era extensiva á los 
innumerables proceres de la independencia de 
Sud - América, — sin excluir á sabios ilustres, 
que sufrieron otro género de suplicio : — el de ar- 
cabuceó por la espalda. 

A esos tupamaros que sumaban las dos ter- 
ceras partes del grupo, uníanse algunos zambos 
y negros cimarrones, vestidos de andrajos, que 
vagaban desde hacía tiempo en compañía de 
las fieras menos crueles con ellos que sus anios. 

Esta sufrida raza sobre la que habían reñuído 



208 E. ACEVEDO DÍAZ 



bajo otra forma de labor inicua el tributo real, 
el obraje, la mita y todas las cargas abruma- 
doras del sistema, era un contingenta estimable, 
vinculado al movimiento por él derecho á la li- 
bertad y á la vida ; y en aquellos tiempos le- 
gendarios no es menos luminosa que la de los 
criollos, la ruta que los batallones negros sem- 
braron de proezas inmortales. 

Tres ó cuatro indígenas completaban la par- 
tida, los más de ellos con vestimenta primitiva, 
muy diferente á los trapiches y guiñapos de los 
negros. El quiapí de venado y la camiseta de 
piel, constituían todo su ropaje. Habían reem- 
plazado por lanzas largas sus aljabas de flechas 
cortas, y llevaban á la cintura* boleadoras y cu- 
chillos. 

Con siglos de existencia esta raza indomable 
no debía salir de su edad de piedra. No obs- 
tante, ella era como el nervio del desierto, en 
perpetua vibración. Por reiteradas veces en com- 
bates parciales, españoLes y portugueses habían 
sentido el rigor de sus venganzas ; los yaros y 
los bohanes les rindieron tributo de la vida ; y 
ahora, reducidos ya á un número pequeño de 
guerii^ros, persistían errantes en el suelo de sus 
mayores, sin ideales ni creencias, sin otro vín- 
culo de familia que la junción sexual, ni otra 
pasión por la tierra que el instinto fiero y duro 
que crean y agigantan el desierto y el clima. La 
tribu se conservaba arisca y soberbia, no reco- 



ISMAEL 209 



nociendo más ley que la de sus caciques; y en 
sus marchas vagabundas hacía pesar sobre el 
país ya poblado la fuerza de sus hábitos deso- 
ladores. 

Algunos, sin embargo, se apartaron del aduar 
al primer grito de guerra, y se reunieron con 
los matreros. Fueron éstos, mocetones que ha- 
bían crecido en trato frecuente con los tupctma- 
roSj y cuya costumbre llegó al fin á modificarse 
en ese roce, en sentido de suavizar la crudeza 
de su barbarie. Servían para la pelea, eran ági- 
les y baqueanos. Afianzaba su lealtad, un odio 
inveterado y profundo á los conquistadores. Por 
eso se les veía en una ú otra partida revolucio- 
naria, de á dos ó tres, como dispersas y estéri- 
les semillas de una raza condenada á desapare- 
cer con su oscura etnología, formando con los 
mestizos, negros y cambujos esa mezcla capri- 
chosa de « piel de tigre », que en los grandes 
años del valor heroico se fundió en la masa de 
que había de surgir un pueblo nuevo. 

Entre aquellos de que hablamos, apartados de 
la tribu, — la que al fin había de entrar también 
por su cuenta en la lucha, — distinguíase Ape- 
riá por sus calidades de sabueso. 

Poseía este indígena todas las que eran ca- 
racterísticas ó típicas de su raza, en grado no- 
table. 

Buena talla, cabeza erguida, frente abierta, 
perfiles regulares, ojos pequeños, negros, relu- 

14 



210 E. ACEVEDO DÍAZ 



cientes, de extraordinario poder visual, dentadura 
blanca y vigorosa, cabello cerdudo, miembros 
robustos, pie corto y bien conformado como la 
mano, algunos pelos lustrosos y gruesos sobre 
el labio, la piel negruzca, el oído fino y sutil, y 
un olor acre de bestia feroz. 

El efluvio charrúa tenía en realidad mucho de 
felino: denunciábase á la distancia como ema- 
nación de caverna ó de guarida, por el unto de 
los cuerpos con grasa de alimañas ó de potro, 
que usaban quizás como preservativo contra la 
crudeza del aire. 

Aperiá, sin ser una excepción, solía bañarse 
en los días de gran calor, rompiendo con los há- 
bitos de indolencia de su tribu. Y cuando él sa- 
lía del cauce en que se había zabullido como un 
«carpincho», y saltaba al ribazo, algún criollo 
decía al persignarse, desnudo, para bañarse á su 
vez : ¡Dejd que corra la agua al remansey qui a 
quedao overa ! 

La fuerza así compuesta por elementos tan 
heterogéneos, obedecía, como hemos dicho, á Ve- 
nancio Benavides, ex clase de caballería de mi- 
licias y oriundo de Soriano; hombre de grande 
estatura, músculos de acero, gesto adusto y ca- 
viloso, de taimonía soberbia, forrado en pasiones 
é instintos? y predestinado á agitarse y á morir en 
la acción, que empezó para el patriota en una 
mañana de gloria.y acabó entre las sombras bajo 
las banderas del rey. 



ISMAEL 211 

Venancio tenía que incorporarse á Viera el día 
último de Febrero en el paso Denis del arroyo 
de Asencio, para lanzar unidos el grito de in- 
dependencia ; y forzábale á ese paso la premura 
del tiempo, así como la necesidad de levan- 
tar algunos parciales ya prevenidos de su trán- 
sito por el distrito. 

En prosecución de este plan, puso al indígena 
en campaña, librando á su sagacidad el descu- 
brir la posición exacta del fuerte destacamento 
de caballería que vigilaba las orillas del monte, 
y en cuyo poder había caído Aldama en la tarde 
anterior. 

Aperiá montó en pelos su overo, cogió la lanza, 
y eTscurrióse por la picada, cuando ya se iban 
alejando las sombras de la noche. 

La columna empezó á su vez el desfile, uno 
en fondo, abriendo la marcha Ismael. 

Había tenido éste tiempo para asar su « mu- 
lita», de la que iba saboreando una pierna con 
deleite. Otro trozo con concha, pendía del « fia- 
dor », en previsión de las emergencias posi- 
bles. 

Aperiá franqueó cauteloso la picada, después 
de inspeccionar á pie las proximidades de la sa- 
lida. — Su vista viva y penetrante había son- 
dado bien la sombra. La naturaleza, que ha con- 
cedido á ciertos seres á más de la pupila una 
luz fosforescente para guiar su marcha y descu- 
brir la presa, no había sido menos próvida con 



212 E. ACEVEDO DÍAZ 



él, pues que podía con su ojo pequeño y bri- 
llante competir en las asperezas del , rastro con 
el del gato montes en acecho. 

Fuese recorriendo los contornos al paso, echado 
sobre el cuello de su caballo, con cuya crin cu- 
bríase una parte del rostro. Por algunos instan- 
tes se enderezó, y estuvo mirando á todos los 
vientos, y no percibiendo nada, continuó su 
avance hasta un barranco que remataba el de- 
clive de una loma enhiesta. 
' Allí, el overo fué acortando el paso, piafó 
bajo y sordamente dos veces, y se detuvo con 
el hocico estirado y las orejas tiesas. 

La mano de su amo acaricióle la frente y la 
nariz, y bajóle con suavidad la cabeza. 

El overo quedóse sosegado. 



XXX 



El charrúa se desmontó, y púsole manea. 

Echóse luego en tierra sobre el vientre, y fuese 
arrastrando entre las matas, evitando en lo posi- 
ble todo ruido. 

Las rótulas y los codos á manera de rodillo, 
impulsaban vigorosamente su cuerpo, que al des- 
lizarse en la espesura parecía desarticulado ó elás- 
tico. 



ISMAEL 213 



Esa marcha de jaguar y de reptil tuvo sus 
pausas. 

Deteníase el indígena por momentos, apoyábase 
en las manos arqueando los brazos y levantaba 
poco á poco la cabeza, hasta dominar con su 
Visual el mar de las hierbas. En seguida, satis- 
fecho de su observación, renovaba sus esfuerzos, 
procurando dominarla cuchilla^ — verdadero punto 
de mira para el logro de su pesquisa. — Nada había 
visto hasta entonces que le inspirara sospechas. 
El campo parecía desierto. 

Sin embargo, después de arrastrarse breves 
momentos, ya próximo á la cresta de la loma, 
el charrúa aplicó el oído al suelo, y estúvose 
escuchando inmóvil por algunos minutos. 

Hecha esta experiencia, siguió avanzando con 
mayor cautela, y esa lentitud propia de la ali- 
maña que ha husmeado su presa, alzada la 
frente, fijos los ojillos negros en la sombra y 
hundido el cuerpo en la maleza sin descubrir el 
dorso. 

Pronto llegó á la cresta, apartó con las meji- 
llas, el pastizal seco, y púsose á escudriñar la 
ladera .... 

Cinco ó seis hombres, dos de ellos á caballo, 
y los demás sentados en derredor de un fogón 
reducido á brasas, distinguíanse en el declive. 

Allá en el fondo, á tres ó más cuadras de dis- 
tancia, veíanse otros fogones casi apagados y un 
considerable número de sombras que iban y venían. 



214 E. ACEVEDO DÍAZ 



de hombres que recorrían tal vez los vivaos, y 
de caballos que giraban en torno de sus estacas 
pellizcando las hierbas. 

Aperiá se estuvo quieto. 

Luego que hubo observado, púsose boca arriba 
para tomar resuello, arreglóse el quiapí, y ras- 
cóse las espaldas en las raíces al igual de un 
mastín de estancia que ha corrido todo el día 
detrás de la hacienda arisca. 

Bien necesitaba de ese refregamiento, pues que 
en su tronco embadurnado los insectos habían 
hundido sus aguijones, en tanto él los había ido 
espantando de sus sitios de reposo. 

Siempre echado, giró luego sobre sus vértebras 
dorsales como un trompo, y empezó á retirarse 
en la misma forma en que había avanzado, dete- 
niéndose y aplastándose bien á la tierra lo mismo 
que un gusano retráctil y sutil, toda vez que per- 
cibía el más leve rumor. 

Cuando llegó al lugar escabroso en que se en- 
contraba su caballo, comenzaba á elevarse en 
tenues velos del suelo una niebla cenicienta, que 
hacía juego armonioso con los primeros indecisos 
resplandores del alba en las alturas» 

Aperiá se incorporó, y llegóse á su cabalgadura, 
— que al reconocerle resopló con las narices bien 
abiertas, — y desprendiendo un pedazo de cuerno 
ó chzj^e con tapón de madera del lomillo, bebióse 
un buen trago de aguardiente con la mayor tran- 
quilidad. 



ISMAEL 215 



La partida en tanto había seguido avanzando 
liasta el barranco á marcha lenta y pausada, 
tendida en línea de combate ; y llegó á reunirse 
con el charrúa antes que éste hubiese andado 
diez varas al paso de su overo. 

Aperiá se acercó á Benavides, cUya figura cor- 
pulenta se destacaba al extremo derecho del ala ; 
y, levantando el brazo, señaló con firmeza el 
rumbo .... 

La hueste se detuvo un instante, en medio de 
profundo silencio, apenas interrumpido por algún 
escarceo impaciente ó el roce de las rodajas. Las 
lanzas y los sables en posición horizontal, se agi- 
taban á intervalos, entre esas voces bajas ó rui- 
dos sordos que tanto se asemejan al resuello del 
tigre en la oscuridad. Pocos pasos á retaguardia, 
quince ó más hombres formados en escalón cons- 
tituían la reserva, también con las armas bajas, 
en actitud de pelea. 

A poco prosiguió el avance con el sigilo posi- 
ble entre la niebla. 

Pero, antes de coronar la hueste la cuchilla, 
resonó un estampido ; y una bala de tercerola 
pasó silbando por un claro de la fila, hiriendo á 
un hombre de la reserva. 

A esta detonación, sucedióse un alarido formi- 
dable. 

Y la hueste se lanzó á toda rienda, salvando 
ia loma y la ladera con la celeridad de una 
manada de potros hasta caer sobre la tropa 



216 E. ACEVEDO DÍAZ 



acampada en el llano, en momentos en que bus- 
caba su formación entre espantoso desorden. 

Fué aquello como un choque de hierros que 
se rompen. 

Voces enérgicas, gritos salvajes, sordas caídas, 
chasquidos de rebenques, rotura de astiles, desen- 
frenadas carreras, ahogados lamentos, relinchos 
despavoridos, fogonazos, blasfemias, maldiciones, 
y después .... un tropel prolongado de fuga, 
negros fantasmas alejándose del lugar de la sor- 
presa como en alas del viento, botes de lanza 
en el suelo, siniestros golpes de sable sobre cuer- 
pos que se revolvían -bajo los caballos derriba- 
dos, pavoroso torbellino de hombres y cuadrú- 
pedos en la tierra estremecida bajo los cascos 
con el redoble del trueno. 

La gente del preboste h^bía sido deshecha y 
dispersa con una sola carga, en las que cien rabio- 
sos gritos de guerra hicieron el efecto de otros 
tantos clarines. — Cinco minutos después, había 
rendido la vida el que no se había librado á la 
fuga. 

Yacían por tierra hombres de uno y otro bando. 

En cierto sitio, un grupo despenaba á dos 6 
tres moribundos con golpes de gracia; en otro, 
los negros cimarrones despojaban á los muertos 
de sus prendas ; y en círculo más extenso perse- 
guíanse algunos caballos enjaezados que vaga- 
ban sin ginetes por las alturas con las riendas 
destrozadas y los aperos revueltos. 



ISMAEL 217 

Esta refriega oscura duró lo que una tromba. 

Benavides cruzó el campo, haciendo recoger á 
su paso las armas blancas y tercerolas de peder- 
nal esparcidas por las hierbas, que debían servir 
á los que en defecto de lanzas habían cargado 
á cuchillo; y llegóse hasta una. 'tapera, resto de 
un ranchejo de paredes de tierra y ramas que 
alzaha. sus picachos de lodo seco junto á un 
pedregal riscoso. 

Allí se detuvo á esperar el regreso de los com- 
pañeros que habían seguido la persecución fuera 
del campo, en banda dispersa ó á grupos aisla- 
dos. 

El charrúa rastreador que iba junto á él, enro- 
llándose en el brazo un poncho de vichará ha- 
bido en buena brega, díjole muy pronto con su 
voz muy queda señalando al interior de las rui- 
nas, donde sus ojos parecieron descubrir algo 
sospechoso: 

— ¡Mira, amigo! 

Venancio volvió el rostro, y dirigióse con la 
lanza baja al* sitio, preguntando con acento ronco 
y fiero: 

— ¿Quién se regüelve en la tapera? 

— ¡Hombre güeno ha de ser! — contestó una 
voz varonil. 

Desenriede este pie de amigo, comendante, que 
aquí está Aldama dende ayer todito entumido y 
amarrao. 

Benavides lanzó una exclamación de agradable 



218 E. ACEVEDO DÍAZ 



sorpresa unida á un terno enérgico, y clavando 
en tierra la lanza, se arrojó del caballo. 

Pero, no tan presto, que ya Aperiá no se le 
hubiese anticipado y estuvierra cortando con 
mano diestra las ligaduras de nudo potreador que 
imposibilitaban al prisionero el uso de sus miem- 
bros. ' 

— Creíbamos que ayer no más te hubieran 
despachao, muchacho, — dijo Venancio alegremen- 
te, al oprimirle la mano con ese aire de protec- 
ción propio de un cabo de milicias convertido 
en caudillo. 

— ¡ Cuasi jué ansina, por Cristo ! . . . . 
Arrimate enfiel que me caigo de escaldao, y 

empréstame tu chifle para darle un beso. 

Aperiá sacó su cuerno retaceado, en el que 
Aldama sorbió algunos tragos. 

Ya más entonado y contento, volviólo á su 
dueño, diciendo: 

— ¡Jiede á indio, pero da calor! ¿Y qué es de 
Esmael? 

— Atrás de los «godos» — dijo Benavides. — 
A la cuenta no lanceó á gusto aquí en el bajo. . .. 
¡ Ya güelven los muchachos ! 

Aldama salióse tambaleando de la tapera, en 
tanto el charrúa montado ya en su overo, lanzá- 
base á escape sobre un caballo ensillado, cuyo 
dueño quedara sobre el campo. 

Un tiro certero de boleadoras lo sujetó de los 
corvejones, á pocas varas del sitio. 



ISMAEL 219 



Momentos después, el caballo sentía en su cue- 
llo húmedo la mano de Aldama, quien no satis- 
fecho de su alzada y contextura le motejaba de. 
c mancarrón bichoco » y decía riéndose á Aperiá : 

— ¡Ayúdame á volear la lisiada, enfiel! 

Iban en tanto llegando al campo de la sor- 
presa los hombres que de él se halDÍan apartado 
en la fiebre de la pelea. Recogíanse los despo- 
jos, vendábanse con tiras de ropas las heridas, y á 
la voz imperiosa de Bena vides se entraba en for- 
mación para emprender la marcha hacia el pago 
de Viera. 

Antes que abriese el día, movióse á gran trote 
el escuadrón, que devoró en pocas horas largas 
distancias, recogiendo al paso nuevos contingentes. 

En el arroyo de Asencio, donde esperaba el 
refuerzo Pedro José Viera, hizo alto, confundién- 
dose en una aclamación unánime y vibrante los 
garitos de todos los pechos: c ¡independencia ó 
muerte ! » 

Esta hueste debía iniciar ese mismo día con 
la toma de Mercedes, la serie de sus triunfos. 

Cuando á mitad de la jornada se dio en la 
marcha de que hablamos una tregua al escua- 
drón, notó recién Benavides que Ismael faltaba 
de las filas. 

Esta ausencia, al parecer inexplicable, debíase 
á un accidente serio, ocurrido en la persecución. 

Ismael, ardiendo por desagraviarse de la que 
había sufrido con Aldama, disipado el entrevero 



220 E. ACEVEDO DÍAZ 



y producido el desbande de los enemigos, lan- 
zóse sobre los dispersos con todo el arranque de 
su alazán ; y fué así como su lanza logó alcan- 
zar por la espalda á más de uno de los fugiti- 
vos, que derribó en medio de las tinieblas, sin 
detenerse en su osada carrera. 



XXXI 



A media legua del lugar de la sorpresa, y lle- 
vando siempre su caballo á gran galope, Ismael 
no pudo darse cuenta sino cuando era tarde, de 
que había entrado en un estero peligroso. 

La tierra se ahondaba bajo los cascos. 

El sufrido alazán de Viera luchaba á saltos, 
para hundirse cada vez más en los tembladerales 
de que estaba sembrado el suelo. 

Al principio encajóse hasta las rodillas en el 
lodo, arrancándose con brío en cada hundimiento; 
pero luego llególe la masa viscosa al pecho, y 
los esfuerzos potentes fueron creciendo, 3I punto 
de alzarse sobre los remos delanteros desesperado, 
sepultando en aquella gelatina negra y espesa 
sus ancas por completo. 

Todavía pugnó hacia adelante, sin obedecer ya 
la brida. 



ISMAEL 221 

En sus supremos arranques desvióse de la recta, 
pisó firme, se abalanzó torpe y asustado, volvió 
á hundirse en otra ciénaga traidora, zafóse nue- 
vamente esparciendo en su redor una lluvia de 
barro; y al resoplar de contento y orgullo dio 
un brinco, y tornó á perder pie en una hoya ge- 
latinosa, donde se sacudió en vano breves ins- 
tantes con las crines pegadas al cuero, para que- 
darse al fin inmóvil, trémulo y rendido. 

Aquella sima blanda y correosa, parecía ab- 
sorberlo. 

— ¡Fiate en la Virgen I — murmuró Ismael con 
sorda rabia. 

Y sondó el fondo con su lanza. 

Había más de un metro, y así mismo ese fondo 
no era muy sólido y consistente á juzgar por la 
facilidad con que penetraba el cuento del astil 
al más pequeño empuje. 

Ismael se quedó indeciso, casi hincado sobre 
el lomillo. 

El alazán no daba señales de vida, inerme en 
su sepultura de lodo. 

Había cesado todo ruido de persecución en los 
contornos. 

Sólo el volido de los patos salvajes que cru- 
zaban en bandas sobre la cabeza de Ismael, trans- 
formado en estatua ecuestre de barro, interrumpía 
á intervalos la profunda calma de la atmósfera. 

En aquella posición difícil, era forzoso esperar 
el día, que no tardaría ya en aparecer. 



^2 E. ACEVEDO PÍAZ 



Resignábase á ello Ismael tras un nuevo es- 
fuerzo de su parte, que sólo hizo hipar su cabal- 
gadura sin conseguir moverla del cieno, cuando 
llegó á vislumbrar un bulto que se arrastraba 
lentamente á uno de los flancos, como quien evita 
perder la costra firme ó lengüeta de tierra só- 
lida que serpentea en los tremedales sirviéndoles 
de línea divisoria. 

Un olor particular hirió su olfato, é imaginóse 
al principio que le ronzaba una fiera, atraída por 
sus juramentos enérgicos y por las violentas sa- 
cudidas del alazán al chapuzarse en las cuencas 
traidoras. 

Pero pronto modificó su creencia, así que el 
viento trajo á sus narices un efluvio de grasa ó 
pella de «peludo», y díjose: 

— Indio se me hace. 

El bulto se detuvo á mitad de su marcha, y 
Velarde quedó con su vista fija en él y la lanza 
cruzada por delante del rostro y el pecho verti- 
calmente, en previsión de una flecha corta ó de 
un golpe de bola. 

Apenas la aurora dilató sus luces por el es- 
pacio é hiciéronse algo distintos los objetos, Is- 
mael bajó la lanza, y sin dejar de mirar con fijeza 
su fantasma, dio una gran voz al reconocerle: 

— ¡Tacuabé! 

El bulto que se escurría sobre el verde, era 
en verdad uno de los indios amigos de la par- 
tida de Venancio, así llamado, que á impulsos 



ISMAEL 223 

del instinto del carcheo, había llegado hasta allí 
en la persecución y husmeaba á la distancia una 
presa, creyendo que el que se debatía en las cié- 
nagas era un soldado de la fuerza dispersa. 

Con su oído sutil y su mirada perspicaz, se 
había venido al rumbo, atando antes su caballo 
á una « sombra de toro » de las que cubrían á 
trechos el llano, y puéstose á atisbar los movi- 
mientos desesperados del ginete, avanzándose al 
fin con el cuchillo en la boca por el terreno firme 
y angosto que formaba como istmos en aquella 
red de pantanos. 

Al grito de Ismael el indio levantó la cabeza, 
y púsose de pie. Lo que él creyó presa segura, 
era blaiico amigo. Pronunció en voz baja y en su 
idioma algunas palabras, y fuese acercando mue- 
lle y lentamente. 

Ayudó mudo é impasible á Ismael, haciéndole 
saltar en seco, á dos varas apenas del sitio en 
que se hundiera el alazán; y, después, siempre 
sin decir^ palabra, cogióle la bota de cuero de 
nutria que llevaba atada á la cintura, y se la 
empinó en la boca trasegando largos sorbos de 
aguardiente. 

Dio un ligero chasquido con la lengua y los 
labios, y púsose á mirar el horizonte. 

Ismael sacó un trozo de . tabaco negro del 
cinto, cortó con un cuchillo un pedazo y dióselo 
á Tacuabé, diciendo con todo su aire calmoso: 

— Pa mascar. 



224 E. ACEVEDO DÍAZ 



El indio cogió el tabaco, lo mordió despacio 
arrancándole un fragmento con sus dientes blan- 
cos, pequeños y cortantes como cuchillas, y co- 
menzó á revolverlo en la cavidad bucal sin un 
solo visaje. 

Ismael entretanto, tiraba del cabestro, y azu- 
zaba al alazán con el rebenque para que aban- 
donase la hoya de lodo pútrido; lo que consiguió 
después de ruda faena, arrastrando al animal 
casi entumecido por la costra sólida, iluminada 
ya por el sol naciente. 

Tacuabé seguíale silencioso, reuniendo en la 
boca buena cantidad de zumo de tabaco para 
confundirlo y tragarlo luego con un buche de 
alcohol. 

Abandonaban aquellos sitios atormentados por 
el tábano y la mosca brava, cubiertos de barro 
y de abrojos. 

Lejos de ellos, Ismael echó pie á tierra junto á 
una cañada de aguas transparentes; desensilló su 
caballo, tendiendo al sol las piezas de su « recado > 
después de lavarlas, y desnudóse á su vez, para 
hacer lo mismo con sus ropas. 

En seguida obligó á entrar al agua al alazán, 
y le roció bien los lomos. 

Concluida esta diligencia, condújolo á un tre- 
cho de pasto alto, en donde muy pronto el ca- 
ballo se revolcó hipando. 

Después, quedóse él con la vista en el agua. 

Descalzóse las espuelas y las botas, que frotó 



ISMAEL 225 

con los dedos en la corriente hasta limpiarlas del 
lodo, y tirándolas sobre la hierba, dijo, resollante: 

— A sacar la mugre. 

Y se entró en la cuenca, donde se zabulló, 
resurgiendo á poco con la cabellera de mujer 
negra y lustrosa, distendida á lo largo del crá- 
neo y de la espalda, cuya blancura hacía con- 
traste con su cuello tostado y enrojecido. 

Tacuabé, lejos de imitarle, dejó pastar á su 
caballo sin bajarle la dura carona, ni extraerle 
el bocado que le servía de gobierno. 

Por su parte, él se echó en el suelo boca abajo, 
masticando ahora un trozo de la « mulita > de Is- 
mael, que habíase atrapado por rapaz instinto; y 
contemplábale en sus chapuces con un gesto 
de glacial indiferencia, caídas las greñas sobre los 
hombros y rozando los pastos, en los que se escon- 
día su cuerpo lleno de untos, tierra y costurones. 

Una hora más tarde, alejábanse á buen trote 
de este lugar. 

En la imposibilidad de seguir la columna de 
Benavides, que debía haber emprendido marchas 
forzadas por rumbos desconocidos, Ismael se de- 
terminó á sepultarse de nuevo en los montes del 
Río Negro. 

La existencia azarosa del matrero reinicióse 
para él por algunos días; hasta que al caer de 
una tarde, Tacuabé, que había desaparecido desde 
muchas horas antes, entróse al monte con la nueva 
de que andaban «amigos» en el campo. 

16 



226 E. ACEVEDO DÍAZ 



El indio no se había equivocado. 

Una fuerza revolucionaria campeaba entre los 
dos ríos, llamando á sus filas á los hombres va- 
lerosos al grito de «independencia». 

Ismael y Tacuabé ocuparon en ese nuevo es- 
cuadrón su puesto de combate. 



XXXII 



Aquella fuerza á que se había incorporado Is- 
mael, se componía de los contingentes reunidos 
de la zona comprendida entre los ríos Yí y Ne- 
gro; y venía mandada por Félix Rivera, vecino 
de excelente fama y prestigio, - á la sazón que- 
brantado por una dolencia que debía concluir 
con él á las pocas jornadas. 

Félix, como todos los tenientes que sirvieron 
al principio de la lucha, era un jefe improvisado, 
si bien hubiese figurado en calidad de oficial de 
milicias bajo el régimen colonial. 

Patriota y resuelto, su gruesa partida le seguía 
con fe, mal armada, pero llena de entusiasmo y 
de denuedo. Aquel nuevo escuadrón buscaba á 
través de las grandes distancias, lo que por otros 
rumbos lejanos venían intentando otras huestes, 
— su unión con el núcleo principal ó con los 



ISMAEL 227 

grupos ya organizados en cuerpos compactos, — 
á manera de esas ondas rumorosas que en las 
playas de Maldonado se van sucediendo en es- 
calones para refundir al fin sus bramidos en un 
solo y colosal estruendo. 

Algunos indígenas, expertos y durísimos gi- 
netes, acompañaban esta columna también, guián- 
dola uno de ellos como baqueano por esteros 
y montes, cuyas entradas y vados descubría con 
certeza entre las sombras mismas de la noche. 

La tropa revolucionaria forzando sus marchas, 
entróse en las serranías de Minas, escurrióse por 
sus valles prolongados y estrechos, engrosán- 
dose aquí y acullá con distintos grupos. 

En una de esas marchas ocurrió un suceso in- 
teresante. 

Llamaba la atención en el campamento un 
gauchito conversador y simpático. 

Veíasele de fogón en fogón, echando su cuarto 
á espadas en todas las cuestiones de bregas y 
carreras que en ellos se departían ; cuando no en 
juegos de manos ó de rebenque con otros com- 
pañeros, canchando con estrépito ; ó en disputa 
acalorada sobre de quién era la trampa en una 
partida de taba ; y no pocas veces apoderándose del 
mate y aun de la caldera ajena para servirse á 
su gusto del brevaje mientras durase el agua 
caliente. 

Al principio, esto ocasionaba pendencias y al- 
tercados; pero como el mozo era hermano del 



228 E. ACEVEDO DÍAZ 



jefe de la partida, tolerábasele con frecuencia su 
espíritu de travesura. 

Por otra parte, hacía él uso de chistes y gra- 
cejos que acogían bien los paisanos, y le daban 
lugar de preferencia en los fogones. Ciertas cua- 
lidades externas, por decirlo así, recomendáronle 
también desde el principio. 

Diestro para el caballo, siempre en continuo 
movimiento, campero sagaz, rastreador certero, su 
actividad y osadía tenían pocos ejemplares. 

No obstaban estos méritos á que él gastase 
bromas de mal género con sus camaradas. 

Reíase luego de los reclamos y protestas. — 
Decidor, insinuante, socarrón y liberal en sus há- 
bitos, daba lo propio sin reservas, así como 
echaba mano de lo que no era suyo por una 
propensión casi ingénita, á semejanza del zorro 
y de la urraca. Tenía en los ojos una mirada 
constante de pilluelo, y en los labios alguna ocu- 
rrencia picante y sabrosa que desarmaba casi de 
súbito, como un golpe de lanceta en la san- 
gría. 

Jovial, quiebra, comadrero, entraba á un peri- 
cón con los brazos abiertos, la cabeza echada 
atrás, el vientre en giro de peonza y las piernas 
encogidas, embrollando ó aturdiendo á las crio- 
llas, que concluían por aficionársele y dar lugar 
á alguna gresca de sable y daga. 

Las chinas y el juego le sacaban de quicio. 

Sus sensualismos rayaban en extremos; por 



ISMAEL 229 



manera que, siendo su organismo vigoroso, la 
saciedad era difícil. 

Después de un baile ó una orgía grotesca en los 
ranchos, montaba á caballo contento, y aun 
cuando fuera nocturna la marcha, de crepúsculo 
á crepúsculo, él amanecía tieso y firme, cual si 
formara parte integrante de su cabalgadura. 

Sin monedas en su « cinto », transformábase en 
taimado y taciturno, adquiriendo entonces una 
movilidad increíble su natural inquieto, hasta 
conseguir la satisfacción de su apetito insaciable. 

La pasión del juego le subyugaba por entero, 
y por esta circunstancia traía alborotado el cam- 
pamento, en cada uno de cuyos viv^acs dejaba 
lenguas, ganase ó perdiese. Esa pasión lo había 
hecho su siervo, — al igual que una viciosa llena 
de encantos al mancebo ardiente que consume 
en sus brazos. Jugaba, pues, sin escrúpulos por 
tendencia irreductible, sin importársele nada del 
juicio ó la censura de los otros. Esta propensión 
tomó desarrollo é incremento en su vida errante, 
y en su roce familiar con los matreros, entre 
los cuales había buscado refugio al alejarse de 
la casa paterna. 

De esta existencia errática pasó á la no me- 
nos agitada del campamento revolucionario, en 
el vigor de su juventud, perfectamente confor- 
mado para la lucha, física y m oralmente, á la vez 
que lleno de resabios y de instintos indomables. 

Era centauro, guerrillero, gauchi- político, bai- 



230 E. ACEVEDO DÍAZ 



larín, tahúr, manirrota, tramposo, camorrista ; y 
en el desenvolvimiento gradual de estas calida- 
des, los paisanos concluyeron por mirarle con 
interés. Como buen engendro del clima, él po- 
seía, — y ellos se apercibieron del fenómeno, — 
algo del puma, del zorro y del ñandú. 

Tenía la faz morena, nariz bien delineada, 
frente de regular amplitud, boca de labio infe- 
rior carnudo, el torso erguido, garboso el con- 
tinente. Cierto aire indígena le llenaba de origi- 
nalidad y colorido. El viento, , el sol, el aroma 
sensual de las soledades habían oscurecido más 
aún su tez y nutrido sus pulmones. 

Los paisanos conocíanle bajo el nombre de 
Frutos, corrupción del de Fructuoso. 

Al principio chocó él con Ismael; pero, muy 
pronto, descubriéndole Frutos la dureza de la 
fibra, hízose su amigo, con esa viveza peculiar 
que debía caracterizarle en lo futuro para cono- 
cer y sondar los hombres. 

El joven gaucho de cara de mujer y entraña 
de valiente, fué desde entonces su camarada de 
fogón y de aventuras. 

Un día que jugaban al naipe, sorprendió á 
Frutos el aviso de que su hermano Félix se en- 
contraba moribundo en su tienda de ramaje, y 
que deseaba hablarle. 

Algunos de los hombres del mando subalterno, 
alféreces y sargentos, se habían reunido ya en 
la tienda, cuando Frutos llegó apresuradamente. 



ISMAEL 231 



Félix dirigió entonces la palabra á la reu- 
nión, manifestando que, próximo á su fin por la 
agravación sobrevenida en su dolencia, intere- 
saba á la causa que se designase cuanto antes 
á la persona que debía sucederle en el mando 
de la fuerza, hasta tanto D. José Artigas resol- 
viese sobre la efectividad del nombramiento ; que 
al efecto, indicaba él á su hermano Fructuoso 
como su reemplazante, y pedía á todos sus com- 
pañeros de armas le prestasen respeto y obe- 
diencia. 

Esta expresión de última voluntad de un hom- 
bre patriota, fué acatada en el acto. Así tam- 
bién lo imponía la fuerza de la costumbre. 

Producido el fallecimiento poco después, Fru- 
tos fué reconocido en su nuevo carácter por la 
milicia. 

El travieso campero sintió entonces por pri- 
mera vez quizás, una impresión profunda de ha- 
lago é íntimo goce. ¡ Mandaba una hueste ! 

Recién se apercibía que en medio de las bo- 
rrascosas pasiones de sus veinte años, existía 
una absorbente y despótica, verdadero acicate 
de su genio activo, díscolo y enredador, — la am- 
bición de mando, — que había de arrastrarlo 
desde la escena de terribles vorágines, al fausto 
y á la pompa de la vida regalada. 

Frutos empezó á crecerse, y supo hacerse obe- 
decer. Era dominante, y tenía todo el instinto 
de absorción que singulariza al régulo. 



232 E. ACEVEDO DÍAZ 



El caudillo surgía de su agreste envoltura, en 
los albores de juventud, encelado y brioso, lo 
mismo que el semental que se larga del potril 
rumbo á la dehesa, con las crines revueltas y 
el ojo hecho ascua. 

Todos los gustos sensuales y las . ambiciones 
ardientes rebosaban en el fuerte temperamento 
de Frutos sin que en su cerebro mermase nunca 
el fósforo de la astucia ; y en su nueva posición, 
caudillo y obedecido, señor de lanza y bande- 
rola, comenzó á campar con altiva osadía. j 

Este tipo criollo, fundido, como se ve, en molde \ 

nada común, debía ser en el andar de los tiem- 
pos un candidato seguro á la admiración de las 
huestes indisciplinadas, á la vez que á los altos 
puestos y honores. 

Debía serlo .... 

Como todos los hombres que hacen gesto 
enérgico al destino, presintiendo quizás dentro 
de sí mismos la mayor suma de audacia y de 
vigor, no se preocupaba seriamente del futuro. 
Tenía fe en las circunstancias en medio de las 
cuales había surgido, en la corriente del tiempo 
en que se embarcaba, sin dejar en pos más que 
recuerdos tristes de juventud turbulenta. 

Cuando el mocetón de una tribu ya diezmada 
y abatida se resolvía á abandonar el toldo á 
las márgenes de los grandes ríos, en busca de 
más pi-ofundas soledades, ahuecaba groseramente 
un tronco, fabricaba una pala y se abandonaba 



ISMAEL 233 

osado á la aventura, enhiesta la pluma de ñandú 
en su cráneo, el carcaj al flanco, y una sonrisa 
de desafío en sus labios. 

Ese camino andaba, y le llevaría lejos. 

Las revoluciones son, en cierta manera, cami- 
nos que andan ; y Frutos se lanzó á sus olas, 
solo, pobre, licencioso, sin miedo al contraste, 
anhelante de impresiones, resuelto, con muecas 
de desprecio al pasado y mirada de halcón al 
porvenir, en cuyos senos oscuros se elevarían pe- 
destales á la prepotencia personal. 

¿No llegaría él á imponerse algún día?.... 

Se creía apto para arrastrar masas, á fuer de 
arrojado, dúctil, sagaz, maleable, vicioso, periden- 
ciero. El ingenio se anidaba bajo sus párpados, 
y en sus manos estaban presas todas las mañas. 

Ginete duro, marchador infatigable, hablador 
locuaz, camarada libertino dentro y fuera de su 
tienda, con rasgos de generosidad y nobleza en 
medio de su misma disipación, conocía el se- 
creto de seducir y de imperar sobre la hueste, 
cuidando de no hacerla conocer nunca el rigor 
de- la disciplina ni la regla del orden ; pues, no 
poseyendo él mismo escuela militar, sabía bien 
que el prestigio se cimentaba sobre la abolición 
absoluta de la ordenanza y de la pena. 

Podría comparársele á caballo en sus marchas 
vertiginosas, al ser biforme que abatiera la maza 
de Hércules, porque era en realidad un ágil cen- 
tauro lleno de fuerza y de osadía. 



234 E.^ACEVEDO DÍAZ 



En este tronco extraño sin fondo moral, — 
único tal vez en su género, — la savia producía, 
como hemos dicho, buenos y malos frutos ; por 
manera que se mezclaban en él las más toscas 
vulgaridades con las inspiraciones y arranques 
de un espíritu inteligente. Parecía llamado á im- 
provisar en todos sus conflictos actitudes singu- 
lares, cediendo sin esfuerzos ó ensamblándose en 
las situaciones críticas como la madera fina so- 
bre la gruesa. En su vida de campamento dio 
á la astucia 'lugar preferente, sin perjuicio de la 
iniciativa en la acción ; semejante al metal que 
se extiende bajo el martillo ó en hilos delga- 
dos, casi impalpables, se doblegaba ó escurría, 
y ponía miedo á sus propios bríos con la misma 
asombrosa facilidad con que los exasperaba y 
embravecía en hora oportuna. 



XXXIII 



En la época en que lo presentamos. Frutos 
era muy joven. 

Sus veinte y tres años no cumplidos, que des- 
bordaban savia, se envanecieron en los primeros 
días con los honores del mando. 

Tenía él una hueste para pelear y vencer á 
los « godos », y era preciso mostrarse jefe. 



ISMAEL 235 

El fuero del caudillo principió á regir; orga- 
nizó la gente á su manera, y el movimiento or- 
dinario de la mesnada llegó á convertirse á ve- 
ces en torbellino. 

Las marchas y contramarchas se sucedían con 
velocidad extrema; considerables «caballadas», 
recogidas por doquiera, precipitábanse en ruidoso 
tropel á retaguardia y á los flancos de la co- 
lumna; acampábase en sitios donde abundara la 
hacienda «flor», ó sea gorda y selecta, para vol- 
tear reses cuya carne hiciese olvidar al soldado 
sus fatigas; dormíase pocas horas por la noche 
y quedaba desierto el| campamento antes de rom- 
per la aurora, cuando no se hacía camino de 
tarde al alba, y sueño á la luz del día; aumen- 
tábanse las filas con desertores y matreros, al- 
gunos de ellos jicompañados de chinas crudas 
pero jóvenes, y no pocas agraciadas, que eran 
el regocijo del comandante; fabricábanse lanzas 
2n las herrerías del trayecto, y se perseguía á 
los destacamentos aislados que refluían hacia la 
capital para formar núcleos y resistir la embes- 
tida. 

Todo aquello, á no dudarlo, traía alarmados á 
los defensores del sistema secular. Parecía es- 
trecharse su círculo de acción, reducirse á un es- 
pacio sin holgura, pues de todos los vientos lle- 
gaban los siniestros voceríos de la gente suble- 
vada. 

Era que el grito de independencia, extraño, 



236 E. ACEVEDO DÍAZ 



nuevo, seductor, hiriendo en lo vivo los instintos 
y halagando vagos anhelos, iba en repercusiones 
vibrantes extendiéndose por comarcas y desiertos. 

A sus ecos, los criollos respondían lanzándose 
á las armas; y hasta el salvaje en sus toldos le- 
vantaba la cabeza, para arrojar un alarido de 
guerra. 

En medió de sus correrías y rápidos zigzag-s 
por sierras y montes, supo Frutos que los veci- 
nos de Maldonadó se habían adherido al movi- 
miento bajo las órdenes de Manuel Francisco 
Artigas; y en el deseo de presentarse ante el jefe 
superior que debía ya pisar el suelo de su país, 
con un contingente considerable, resolvió invitar 
á la reunión con las suyas, aquellas milicias, para 
emprender en seguida la marcha á través del te- 
rritorio. 

Ismael ofrecióse como emisario. Continuaba su 
odisea borrascosa. 

Habíase apoderado de él un afán insaciable de 
movilidad. 

Aparte de sus hábitos de vida errante, parecía 
haberle trasmitido algo de su fluido vertiginoso 
la vorágine del tiempo. 

Su natural indolente gozábase en las emocio- 
nes de la aventura y del peligro, como si ellas 
le hicieran olvidar alguna pena negra. 

Halagábale la posibilidad de volver á las riberas 
del Santa Lucía con una partida gruesa de hom- 
bres guapos, y de campar por allí á punta de 
hierro, dejando sólo á Dios que perdonase. 



ISMAEL 237 

La travesía, pues, á Maldonado, le cautivó, en 
la esperanza de encontrar entre las gentes de los 
esteros y valles, quiénes se resolvieran á entrarse 
en el riñon del país. 

Esta vez, como se verá, Ismael estuvo certero. 

Frutos dióle cinco hombres, entre los cuales 
se distinguía por su cuerpo macizo nuestro indio 
Tacuabé. 

Y dijo á Velarde, al despedirlo, señalándole al 
charrúa: 

— Es de los pocos mansos. Hacele rastrear el 
rumbo. 

Tacuabé se había puesto delante, montado en 
un « oscuro » de planta vigorosa. 

Ismael siguió sus pasos, mirando de soslayo la 
robusta contextura de su camarada del estero. 

Pertenecía en realidad á la misma raza indó- 
mita, cuyos últimos guerreros al escapar cho- 
rreando sangre de la matanza de la Boca del 
Tigre, veinte años después, habían de decir al 
caudillo impasible, y entonces prepotente : / Mira 
Frutos matando amigos! — para perderse en las 
selvas del norte y librar el último combate á 
muerte, en el que su último cacique como trofeo 
de expiatoria hecatombe, debía enastar en el hie- 
rro de su lanza las venas de Bernabé, uno de 
los orientales más bravos que haya abortado la 
leonera de los caudillos. 



238 E. ACEVEDO DÍAZ 



XXXIV 



En tanto ocurrían estos hechos en la zona del 
levante, hacia el centro del país tomaba propor- 
ciones el hervor revolucionario venciendo resis- 
tencias y arrastrando . á los hombres en su tu- 
multuosa corriente. 

Sacudíase todo el armazón de la colonia como 
una coraza vieja en el tronco de un esqueleto, 
al soplo de un « pampero » de borrasca. 

Los gauchos de los ribazos del Arroyo Grande 
habían seguido el ejemplo de sus compañeros de 
otros distritos, reuniéndose en gran grupo á las 
órdenes de dos paraguayos, Baltasar y Marcos 
Vargas, vecinos de Porongos. 

El grupo era compuesto de hombres de entraña, 
avezados al encuentro, aguerridos en la pelea os- 
cura, confundiéndose en las mismas filas los sol- 
dados de la antigua milicia con los gauchos 
errantes. . 

Balta, — como llamaban al mayor de los her- 
manos sus compañeros, — era un tipo de empresa 
y de aventura, decidido y valeroso, que años des- 
pués, perdido el rumbo en la furiosa oleada de 
aquellos tiempos, debía caer bajo las garras del 
primer tirano de su patria. 



ISMAEL 239 



Cualquier terreno era adecuado para la pelea, 
entonces, en que un profundo sentimiento ame- 
ricano vinculaba estrechamente los espíritus va- 
roniles. Concíbese así que Balta, oriundo del Pa- 
raguay, hiciera suya la causa de los orientales, 
y le siguiesen numerosos adeptos. 

En esta partida terrible, figuraban cuatro hem- 
bras de un VBlor nada común. 

No eran precisamente de esos seres que hacen 
sobrellevar con resignación sus fatigas al soldado, 
ó que se consagran á rCvStañar sus heridas una 
vez retirados del fuego. 

Ni vivanderas, ni enfermeras, — en la acepción 
más noble de estos vocablos. 

Eran sencillamente rudos dragones, hábiles en 
el manejo del caballo y de la lanza ó el sable, 
vestidas de hombre, y capaces de ejecutar en las 
horas de prueba los mismos actos de un esfor- 
zado varón. 

En el escuadrón volante gozaban de esa fama, 
y una de ellas había merecido las ginetas de sar- 
gento. Esta cruda amazona llamábase Sinforosa. 
Con su boca de labios finos y dentadura de loba, 
su nariz chata y sus ojillos de coatí, podía ser 
confundida con un cacique de raza, de esos que 
tenían tres pelillos por bigotes y algún perigallo 
en el cuello. Se imponía en la pelea, á la par de 
sus tres compañeras de aventuras. 

Esta curiosa cuaternidad intrigaba el campa- 
mento. 



En tanto 
levante, ha 
Clones el i 
tencias y . 
multuosa • 

Sacudíí 
una cora, 
al soplo 

Los g: 
habían s 
otros di 
órdenes 
Vargas 

Elgr 
avezad 
cura, f 
dados 
errant 



242 E. AGEVEDO DÍAZ 



brazos no se ocupaban en otra faena que en es- 
grimir las armas, ó en afilarlas, y éso fué obra 
de más de dos lustros. La vida marcial desterró 
por diez añps, — lapso precisamente del ostracismo 
griego, — el arado y el pico. Sangre y no sudor, 
regaba la tierra. 

Una segunda naturaleza, un carácter nuevo con 
todas las asperezas de una formación tosca, se 
fundía en el viejo molde de la familia colonial, 
que se iba rompiendo con estruendo en todas sus 
piezas, abortando el tipo derivado y confundiendo 
las castas en una lucha común, sin rumbos bien 
definidos ni aspiraciones subordinadas á un ideal 
fijo y luminoso. 

Blancos, negros, mestizos, bronceados formaban 
en las mismas filas. Las mujeres de raza alterna* 
ban con los hombres de pelea; y de esta junción, 
de esta fi-atemidad del valor y de la audacia, de 
esta existencia azarosa y turbulenta que iba de- 
jando dispersas sus semillas en un terreno remo- 
vido sin cesar por los escuadrones en troi>el, for- 
mábase paulatinamente aquel «espíritu nuevo i 
de que hablaba Fray Benito, cuyo germen cua- 
jaba al azar, librado á las fuerzas de la natura- 
leza y calentado luego por los instintos locales, 
lo mismo que un huevo de anfibio poderoso al 
calor de las arenas. 

Las indias semi-civilizadas, los zambos de in- 
dios, los cambujos constituían una hueste nume- 
rosa en la nacionalidad que se fundía. Los tupa- 



ZHMAEL 243 

maros de la clase inferior cruzaban con ellos sn 
sangre, y brotaban engendros con desviación más 
acentuada del tipo originario; sólo en los focos 
de población importante se conservaba la prístina 
pureza^ y hasta el hábito de antaño, de orgulloso 
predominio. 

Así como el aduar del gnerrero indígena era 
también el de su familia, había su mezcla singu- 
lar de hogar y de vivac en los primeros ejérci- 
tos de la independencia. 

Odios santos, sensualismos y amores, todo en 
ellos se refundía. 

Las costumbres del desierto se ataban con el 
nudo del heroísmo. Los párvulos solían nacer al 
ruido de los clarines, ó á poca distancia del es- 
tridor de la pelea, como engendros de guerra; y 
era sü bautismo el humo de la pólvora. 

Sinforosa resumía las propensiones idiosincrá- 
sicas del tipo nativo. No quería su tierra y sus 
campiñas sino para los criollos, y transformábase 
en furiosa amazona en el campo de la acción, 
con un sable á la cintura y una lanza de moha- 
rra curva en la diestra. 

Despreciaba las armas de fuego, porque el pe- 
dernal fallaba á cada instante. Con el hierro se 
medía bien el bulto y el golpe era más certero. 

Mascaba tabaco y se entonaba con aguardiente 
Joven y robusta, no la rendía la fatiga, ni la 
abrumaban las largas marchas á caballo por la 
noche; marchas comunmente llenas de inquietu- 



244 E. ACEVEDO DÍAZ 



des y peripecias, de avances y retrocesos, sor- 
presas y combates parciales, en los que se re- 
quiere vigor físico, valor y presencia de ánimo 
para imponerse á la aventura y al peligro. 

Tenía sus liviandades y sus grescas de fogón, 
como sus compañeras; entonces, á semejanza de 
Aquiles, cambiaba de tienda, y aun se escondía 
de noche en alguna cañada seca cubierta de pa- 
jizales, para burjar al trompa del escuadrón, su 
preferido. 

Allí se mantenía arisca como un coatí, hasta 
la hora de diana. 



XXXV 



Ese su galán, se llamaba Casimiro Alcoba, y 
era un zambo de indio morrudo y alegre, color 
de cacao, ojos pequeños muy brillantes, boca 
grande con dientes de criatura, ancho de espal- 
das, y pie tan breve como el de una muchacha 
impúbera. 

De un pie semejante, era por donde Sinforosa 
había comenzado por enamorarse, en cuanto al 
detalle; pues la primera causal de su pasión, ha- 
bía sido la bravura con que el trompa la librara 
de la muerte en un entrevero. 



ISMAEL 245 



Casimiro era el único clarín de aquella tropa 
de centauros. Había servido en un regimiento de 
milicias con Benavides, entonces cabo, bajo el 
dominio español; y en aquella época, aun no le- 
jana, había ensayado la trompa con éxito y tam- 
"bien revistado en una banda lisa. 

El instrumento bélico, lisiado ó inválido en va- 
rias paites del tubo, había sido sustraído de un 
cuerpo de guardia de San José, en donde estaba 
arrumbado, por el mismo cambujo en la noche 
de su deserción. 

Las soldaduras de estaño le quitaron luego el 
aspecto de flauta que ofrecía su cuello de bronce, 
y cuando Casimiro ponía sus anchos labios en 
la embocadura, el instrumento parecía arrojar no- 
tas más agudas que en sus buenas épocas. 

En las refriegas á sable corvo y lanzas de me- 
dia luna, Sinforosa á horcajadas en un cebruno 
entero solía gritar al cambujo en medio del cho- 
que de armas y caballos: 

— ¡Camero! . . . ¡Mete las pulpas en el tubo, 
mandria ! 

El bravo cambujo, á quien su hembra mote- 
jaba con el nombre de Camero^ acercaba á la em- 
bocadura sus gruesos labios, que era como re- 
fundir una trompa en otra trompa, y salían en- 
tonces del retorcido bronce esas notas que con- 
vierten en furor el denuedo -del soldado, y que 
los caballos contestan con enérgicos relinchos, 
trémulos, con el ojo encendido, los molares como 



246 E. ACEVEDO DÍAZ 



engarzados en el freno y las crines sacudidas bajo 
el hervor de la sangre generosa. 

El se vengaba de las' demasías de aquella vi- 
vandera formidable, llamándola Stnfora, y echán- 
dole en el botijo de « caña » fuerte con que brin- 
daba á los soldados del escuadrón, todo un car- 
tucho de pólvora gruesa, de la que se usaba para 
carga de las tercerolas de chispa. 

Verdad que él mismo se aplicaba frecuente- 
mente la pena, echando un trago de aquel hquido 
abrasador en su garganta y que aun lo extrañaba, 
de veras momentos antes de entrar en pelea. ^ — 
Lo que es á Sinfora, el licor le sabía siempre 
bien. 

Los tres gustos de Casimiro se resumían, pues, 
en estas tres cosas: 

Sinfora, caña y pólvora. 

Y era á mérito del primero que él se había 
permitido poner á prueba la fecundidad de la 
amazona terrible, para que no se extinguiese « la 
casta ». Tenía ella que dar buenos dragones. De 
ahí que Sinforosa hubiese engrosado notable- 
mente, y esto había tenido su principio mucho 
antes de que Perico el Bailarín y Venancio dieran 
el grito de libertad en Asencio. 

A la sazón, Sinforosa se iba en bulto, y pa- 
recía á caballo con su cara chata, sus pechos sa- 
lientes y su gran vientre una peonza con ojillos 
y verruga. 

No demoró ella en disimular su obesidad falsa 



laocÁSL 247 

ciñéndose una faja; y se cinchó sin piedad, hasta 
disminuir casi en dos tercios el volumen. 

Esto apresuró el suceso, y las caderas empe- 
zaron á resentirse seriamente. Con todo, ella se- 
guía en sus tareas habituales de campamento, re- 
cogía leña en el monte para su fogón, desollaba 
ovejas, iba al arroyo por agua, ataba los caba- 
llos á la estaca, ponía la carne en el asador, y 
aun se permitía algún solaz con los pujantes dra- 
gones sin casco ni coraza, de Baltasar Vargas. 

En cierto día, del alba al meridiano, el escua- 
drón hizo una jornada de diez leguas á trote 
firme con ligeras treguas, al solo objeto de dar 
resuello á las cabalgaduras. 

Cuando se mandó acampar, Sinforosa, que ve- 
nía acosada por los dolores, siguió á prisa su 
marcha hacia unos árboles pequeños que hacían 
isleta junto al arroyo. 

Casimiro que no se había apeado todavía, dí- 
jola al pasar: 

— ¿Aónde vas juyendo Sinfora? 

Ella que iba mascando tabaco, escupió con un 
visaje iracundo, desprendióse el botijo de aguar- 
diente, que á manera de cantimplora llevaba atado 
á la cintura, lo dejó caer en el pasto, y contestó: 

— ¡ Mi apura er guachito, sarnoso ! 

El clarín se echó á reir. 

Ella prosiguió su marcha á trote largo, mos- 
trando 'el puño. 

Más adelante, dejó caer el sable corvo y la 



248 E. ACEVEDO DÍAZ 



caldera y una calabaza de pico enorme y un 
pedazo de tabaco negro. Las angustias aumen- 

^o Vvon 



taban. 



XXXVI 



Sinforosa no perdió por eso el ánimo. 

La fiera amazona no podía arredrarse ante un 
fenómeno natural como el que sentía operarse en 
sus entrañas de indígena bravia. 

Arrojóse sin ayuda del caballo en un trecho de 
verde y abundante gramilla casi encima del borde 
del arroyo, al reparo de los arrayanes en grupo ; 
levantóse la pollera corta, hasta enseñar por en- 
cima de las rodillas dos piernas fornidas ^algo 
cambadas, color de cobre ; echóse en las hierbas 
dando una especie de rugido, ahogado por la ener- 
gía indómita, y sacudió los brazos bajo su ca- 
beza cubierta de greñas con las manos bien 
abiertas y temblantes^ buscando dónde cogerse. 
La acometía un dolor agudo en las caderas. 

Al fin, sus dedos tropezaron con un tronco 
de arrayán, y se afirmaron en él como dos te- 
nazas. 

El cuerpo de Sinforosa se agitaba y encogía á 
uno y otro lado en contorsiones violentas; pero 



ISMAEL 249 

ella pugnaba por dominar el trance; y, con los 
ojos cerrados, había como hundido en su labio 
inferior sus dientes pequeños, blancos y filosos, 
para sofocar el quejido, y aumentar el esfuerzo. 

Por dos veces creyó triunfar, y otras tantas se 
retorció. 

Algunos minutos quedóse inmóvil, como muerta. 
Luego se estremeció, arrancóse la vincha entre 
temblores, volvió á aferrarse al tronco hasta ha- 
cerse un arco, y de pronto lanzó un grito, echando 
aun lado la cabeza. Algo se removía al alcance de 
su brazo en medio de vagidos ; mas Sfiíforosa de- 
jóse estar quieta por largos momentos. Sabía ella 
bien que lo que allí se movía era un criollito 
herrendo ,en negro. 

Solamente abrió los ojos al graznar de un cuervo 
de cabeza calva, que intentó abatirse sobre el 
grupo. 

Entonces, ella se puso sobre los codos, apretó 
los labios colérica, y escupió hacia arriba. 

El cuervo pasó con las alas tendidas, mirando 
abajo, entreabierto el curvo pico, como si hu- 
biese atisbado desde muy alto una presa se- 
gura. 

Sinforosa se acomodó despacio maniobrando á 
su manera ; .incorporóse en parte, irguiendo el cue- 
llo ; echó su zarpa corta y gorda á la criatura ; 
fuéla atrayendo poco á poco hasta colocarla á 
un lado y la cubrió con el girón de poncho ó 
bayeta. 



250 E. ACEVEDO DÍAZ 



* Después de este esfuerzo, quedóse boca arriba, 
y se durmió. 

Despertáronla al cabo de dos horas, las notas 
del clarín. 

Sinforosa sintió quebranto y un gran calor. 

Los tábanos zumbaban por doquiera, y uno 
de ellos se le había prendido en la frente, en donde 
aun se solazaba su trompa. Sinforosa se dio un 
manotón con ira en la parte dañada, y el tábano 
cayó muerto, dejando en aquélla un coágulo de 
sangre roja. 

En seguiÜa este puma hembra alargó el brazo 
hasta el borde del arroyo, que, como hemos dicho, 
estaba muy próximo ; hundió la mano en el agua, y' 

é 

como satisfecha de su grado de templanza, cogió el. 
párvulo, arrastróse un poco hacia el ribazo, y* 
tendida siempre de lado, empezó á bañarlo por 
entero. 

Sin hacer caso de sus gritos plañideros, lo 
sumergió dos veces en el arroyo, y frotóle ^el 
cuerpecito color de tabaco con la misma bayeta 
que le había servido de envoltorio. 

Cubriólo luego con el lienzo con que ella se- 
manas antes se fajara el vientre, y lo arrojó 
en el pasto, donde rodó como un gusano de 
parra. 

Después ella se arrojó al arroyo y se bañó. 

Casimiro, en tanto, se había acercado á un 
rancho ó puesto^ de allí distante una milla, en 
procura de alguna espiga de maíz ó de un 



laocAEL 251 

poco de yerba-mate con que proveer á su mísero 
vivac. 

Una vez allí, sólo pudo aplacar la sed en un 
piporro ó botijo de barro sin asa; pues en el 
rancho^ habitado por dos mujeres y tres ó cua- 
tro chicueios descalzos que andaban mezclados 
con los mastines, no había más yerba en ese día 
que para una cebadura. 

Una de las mujeres dijo al cambujo que « su 
hombre », á la sazón ausente, traería provisiones 
en esa tarde, y que si él quería volver para enton- 
ces, no le faltaría con que merendar. 

Casimiro agradeció ; y ya se iba, cuando vínosele 
aig^o á la memoria. 

Llamó aparte á la mujer, rascóse entre la me- 
lena lacia y polvorienta, echóse el clarín á la es- 
palda, y por fin díjole algo á media voz seña- 
lando el grupo de arrayanes, cuyas copas se 
divisaban sobre la línea de una lomada baja. 

Repuso la paisana al oirle: 

— Por projimidá se ha de hacer. ¿ En el playo, 
dice? 

— Mesmito. Y Dios se lo pague, doña. 

El cambujo regresó en seguida al campamento. 

Media hora después, Casimiro se embocaba el 
clarín viejo para tocar marcha. 

Soplando con todo el vigor de sus pulmo- 
nes, junto á su jefe, en movimiento ya el es- 
cuadrón, echó una última mirada al grupo de 
arrayanes. 



353 K. ACEVEDO DÍAZ 

Sinforosa, que después del baño se había 
tendido en el pasto, sintió el toque de mar- 
cha, como todos los del clarín, por ella bien 

conocido. 

A sus ecos marciales se incorporó de súbito 
y púsose á temblar, tendiendo el brazo con el 
puño crispado como amenazando á un enemigo 
invisible. 

Y á medida que los sones se alejaban para 
cesar bien luego, y que sintió estremecerse el 
suelo bajo los cascos de aquel trozo de caballe- 
ría guerrera, de ginetes de vincha y brazo arre- 
mangado, espesas barbas y revueltas melenas, 
cuyas enormes espuelas al trotar en la pendiente 
hacían una música feroz, enderezóse hasta que- 
dar sentada ; arrancó furiosa con ambas manos 
la hierba que arrojó, haciendo una mueca de 
máscara hacia el rumbo del escuadrón, y de- 
jóse caer desvanecida en su lecho de tréboles y 
gram illas. 



ISMAEL 253 



XXXVII 



Dejamos á Ismael y sus compañeros camino 
de Maldonado, en busca de las milicias suble- 
vadas. 

En sus largas horas de marcha, Velarde encor- 
vado en su cabalgadura mantúvose silencioso con 
la mirada vaga perdida en el verdigay de las cu- 
chillas. 

Sin dejar de ser brusco, sensual y atrevido, el 
joven gaucho tenía la imaginación ardiente y la ín- 
dole un tanto apasionada. No olvidaba los afectos 
ni los odios. 

Todo ello era propio de su raza y de sus hábi- 
tos ; se lo habían dado el origen y el clima, la vida 
errante y la soledad triste. 

Reconcentrado y arisco, tenía muy vivo en la 
memoria el recuerdo de los sucesos de la estan- 
cia de Fuentes. — Acordábase de aquellos tiempos 
de sus amores, cuando cruzaba el campo á me- 
dia rienda entre los gritos del chajd y los silbi- 
dos del ñandú, para sofrenar en la enramada al 
caer la noche; ó cuando contra toda costumbre 
recorría á pie algún arenal caliente, clavándose 
espinas de la cruz, más duras que espuelas de 



254 E. AGEVBDO DÍAZ 



domar, para coger un camoatí ó una lechiguana 
nueva que colgar en la cocina, sin decir palabra ; ó 
cuando acosado por el celo y la rabia se metía 
en el monte é iba arrancando al paso habas del 
aire para tirárselas en montón á algún « carpincho » 
lerdo .... 

Y también recordaba que á la vuelta, después 
de las horas robadas en siestas al trabajo, se 
arreglaba con primor el pañuelo al cuello, terciaba 
el ala del chambergo para lucir la melena, hacía 
con gracia un nudo en la cola del « pingo », y 
para ponerle airoso lo lanzaba a un rigor de 
las 4 lloronas » sobre algún gamo como él vaga- 
bundo que alzaba sus cuernos á la orilla del ba- 
nado. . . • 

Veníansele después otras cosas á la memoria. 
La noche aquella en que Felisa fué á la tahona 
y él comenzó á preludiar, sin saber por qué, — 
como un pójaro que oye cerca el aleteo de la 
hembra, cayéndosele la guitarra de las manos y 
« entrando á encariciar á la moza » con toda la 
fuerza del querer, hasta que vino el mayordomo 
á quemarle la sangre < en mitad del gusto ». 

De todo esto y mucho más se iba acordando 
Ismael, y preguntábase qué habría sido de la po- 
bre china, después de su brega con Almagro^ 
á quien él tendiera en el suelo de una puña- 
lada. 

De aquel rumbo, pocos venían. García de Zú- 
ñiga y Fernando Torgués no habían dejado más 



ISMAEL 255 

que viejos é inválidos en los ranchos y « pue- 
blitos » de ese pago. Por eso mismo Ismael an- 
helaba incorporarse á una fuerza cualquiera que 
se, dirigiese allí; lo trabajaba algo como un 
disgusto de ausencia, una nostalgia de pago cada 
día en aumento. 

Los males del cuerpo tenían á veces sus re- 
medios; y valían contra « el daño » la zarza y 
la cepa, la « márcela » y el « tártago ». El 
« guaycurú » ofrecía alivios, el « cambará » con- 
suelos ; la yerba de las piedras era como un 
aliento de ánimo bendita en los labios de las úl- 
ceras. 

Pero, aquel ansia casi brutal. que él sentía al 
recordarse del goce, ¿qué güeña bruja lo ali- 
viara ? 

Las aventuras, los riesgos, los ruidos de la 
guerra que de todos lados le llegaban en su tra- 
vesía azarosa, encargábanse de contestar esta pre- 
gunta. 

Todo parecía conmovido en los distritos de la 
costa. 

En esos días habíase producido efectivamente 
el alzamiento de las milicias del este, las que, 
obedeciendo al impulso incontrastable de la ini- 
. ciativa revolucionaria, habían entrado á la acción 
sin pérdida de tiempo, apoderándose de Maldo- 
nado, — la vieja ciudad colonial asentada entre 
áridos arenales, como símbolo exacto y fiel del 
sistema. 



256 E. ACEVEDO DÍAZ 



Esta sacudida había sido el resultado de los 
trabajos emprendidos por Manuel Francisco Ar- 
tigas, hermano del jefe de blandengues, segun- 
dado en sus propósitos por algunos hombres in- 
fluyentes de aquella jurisdicción. Entre estos re- 
sueltos auxiliares debe mencionarse á Machado, 
Pim*ienta,' Pérez y Bustamante, — quienes, como 
los demás vecinos de importancia de otros pun- 
tos del territorio que habían cooperado á las in- 
surrecciones parciales con sus personas y dine- 
ros, abrigaban fe en el prestigio y en la auto- 
ridad qne ejercía en el país don José Gervasio 
Artigas. 



XXXVIII 



Después de largas marchas pausadas, Ismael 
y sus compañeros penetraron en lo arduo de la 
región montañosa regada por hondos canales y 
lagos, cubierta de morros y crestas, valles pro- 
fundos, esteros y ciénagas, eslabones y estriba- 
deros erizados de riscos, por cuyas sajaduras y ba- 
rrancos rodaban gruesos caudales entre espumas 
mugidoras. 

* Varias veces perdieron el rumbo en medio de 
aquellos conos azules, escarpados cerros y red 



ISMAEL 257 



de vertientes; y tuvieron que desandar el ca- 
mino, para extraviarse de nuevo en una mañana 
brumosa cerca de las ásperas faldas de Pan de 
Azúcar. 

Resolvióse hacer allí alto, en tanto Tacuabé 
descubría el terreno en el flanco que aparecía despe- 
jado, y por el que según pronto lo advirtieron, cru- 
zaba la carretera ó camino real. 

La niebla era muy densa, y no permitía descu- 
brir los objetos sino á breves pasos. Unida á las 
brumas naturales del suelo peñascoso, formaba una 
de esas capas nutridas que á veces sólo la fuerza 
del sol del meridiano puede deshacer. El viento pa- 
recía dormido. 

Tacuabé fuese adelantando con lentitud por el 
llano, echado sobre el cuello de su « oscuro ». 

En esa posición recorrió más de doscientas va- 
ras sin tropiezo algnno, por un suelo que iba per- 
diendo sus asperezas, y debía extenderse al frente 
en suaves ondulaciones, á juzgar por el trayecto 
andado. 

De improviso, el indio sujetó su caballo, que había 
parado Icis orejas en perfectas paralelas volviendo 
el pabellón á vanguardia, y dado un soplo fuerte 
con las narices. 

Deslizóse en el acto del lomo con la agilidad 
de un gato, y tendido sobre el vientre miró ade- 
lante. 

Al ras de la tierra la niebla un tanto elevada pei^ 
mitía distinguir á pequeña distancia los extremos 

17 



258 E. ACEVEDO DÍAZ 



inferiores de los objetos, troncos de arbustos, y 
aun cascos de caballos. 

Estos cascos no eran pocos y se perdían allá en 
lo denso de la niebla, regularmente alineados, y mo- 
víanse impacientes como si soportasen el doble 
peso de monturas y ginetes. 

Si Tacuabé hubiera sabido contar ó calcular con 
claridad y precisión, habría estimado en veinte y 
cinco ó treinta el número de caballerías allí 
quietas. 

Otra circunstancia interesante pas6 desaper- 
cibida para el rastreador; y era la de qué es- 
tas caballerías estaban divididas en escalones sobre 
una lomada, cayendo las últimas líneas en el 
declive como en un plano inclinado, cual si se 
hubiese querido así ocultar el grueso de la fuerza. 

Tacuabé puso el oído en tierra. 

Llegó á percibir roce de sables en sus vainas de 
metal. 

Desvanecidas así sus dudas saltó en el «oscuro», 
y volvióse á la falda abrupta. 

Las piedras que iban reapareciendo á su paso 
de retroceso, encamináronle con leve desviación al 
punto de partida. 

Ismael y sus compañeros se encontraban ya á 
caballo, aguardando su regreso. 

El indio cogió callado su lanza clavada en el 
suelo, púsole en la moharra con los dedos que se 
metió en la boca un poco de saliva, y señaló en 
seguida la dirección del peligro. 



ISMAEL 259 



Ismael comprendió, pero se mantuvo quieto. 

Comenzaba á soplar en ese momento una 
brisa fresca dej este, que introdujo sus alas en 
la niebla y como un vértigo de torbellinos y vo- 
lutas. 

La bruma se arrancó en espirales, y clareó á 
trechos. 

Allá en el fondo del valle, percibióse enton- 
ces por un instante un trozo ó ala de caballería, 
con uniforme realista, visión que ocultóse de sú- 
bito tras *la sábana de niebla ; y de esta parte, en 
la loma, por encima del blanco sudario que se 
distendía por segundos al roce de la brisa lle- 
gáronse á ver como fantásticos gallardetes ó 
banderolas de lanzas, que flotaban en una zona ya 
límpida á manera de porta -guiones de un escua- 
drón aéreo. 

Luego corrióse, menos densa, la cortina de va- 
pores ; y á poco enroscáronse unas con otras las 
volutas en caprichosos giros, levantándose dos 
varas del suelo, quedando á la vista las colas y 
ancas de ocho caballos en fila, — que era la úl- 
tima de la hueste en escalones. 

Cubrió el velo otra vez cuerpos y moharras; 
revoloteó en las cabezas ya convertido en tul 
transparente; y remontóse al fin en largos cen- 
dales hasta dejar en descubierto la masa de 
hombres y cabalgaduras. 

Cual si hubiesen cedido á un impulso eléctrico, 
Ismael y sus cinco compañeros formaron fila, y 



260 E. ACEVEDO DÍAZ 



fueron á colocarse á retaguardia de la partida 
de independientes, cuya procedencia ignoraban. 

Abrióse apenas en el valle la bruma rasgán- 
dose en anchos girones, cuando un clarín lanzó 
la nota aguda de «atención», y en pos de ella 
el toque de «carga». 

A esa señal, el destacamento se arrojó sobre 
el enemigo formado en el llano; y prodújose un 
choque sostenido y sangriento. 

Los escalones deshechos en la carga, rehicié- 
ronse en pocos minutos á retaguardia de la fuerza 
realista poniendo en fuga su reserva ; y á media 
brida volvieron cara cargando de nuevo sobre el 
grueso, en tremenda confusión de lanzas y sables, 
encuentros y volteos. 

El clarín sonaba ronco en medio de los gritos 
de rabia y del crujir de los aceros. 

Tacuabé rodaba por las yerbas á brazo par- 
tido con un soldado de casaca azul, cuyos boto- 
nes blancos le habían llamado la atención; Ismael, 
desmontado por una rodadura de su alazán en 
el declive, defendíase con la lanza en rápidos 
molinetes contra un grupo de adversarios tena- 
ces que habíanle ya teñido de sangre el cuerpo 
en variar partes; cerca de él yacían rígidos dos 
de sus compañeros con hondas heridas en el 
pecho, y las bocas entreabiertas todavía, como si 
no hubiese concluido de escapar á ellas el últi- 
mo grito del coraje; y en el centro de la pelea, 
revueltos en deforme montón hombres y caballos, 



ISMAEL 261 

hacían retemblar el suelo del valle arrancando 
jMTofundos ecos á las concavidades de la sierra. 

Ismael, rendido y jadeante, sintió de repente que- 
brarse en sus manos la lanza. 

Empuñó el fragmento armado del hierro, y 
tentó entonces abrirse paso precipitándose sobre 
el más próximo de sus enemigos; pero éste, 
evitando el encuentro con un salto de su caba- 
llo, asestóle un golpe en el brazo con tal violencia, 
que el sable cayó de lomo haciendo escapar el 
rejón ensangrentado de la mano de Velarde. 

La rueda se estrechó en el acto, y todas las 
moharras se dirigieron á su pecho. 

En aquel instante, un ginete rompió impetuo- 
sámente el círculo formado por el grupo de lan- 
ceros, derribando á uno de éstos mal herido. 

« 

El resto se arremolinó indeciso. 

— ¡Aguántese, amigo, por vida suya! — gritó el 
gánete con una voz potente semejante á un ru- 
gido. 

— ¡ Como poste, aparcero ! — barbotó Ismael re- 
doblando con mayor furia los golpes. ¡Enderece 
no más al montón, que al que caiga lo des- 
peno! .... 

El nuevo combatiente, mocetón fornido de 
ancho dorso, piernas vigorosas bien ceñidas al 
recado, brazo corto y nervudo, mirar bravio bajo 
pobladas cejas, curvo sable, aire impávido de 
feroz 'denuedo, arremetió al grupo revolviéndose 
con su bridón. 



262 E. ACEVEDO DÍAZ 



A un golpe de su sable un cráneo fué hendido, 
cayendo el adversario por las ancas sin soltar 
la lanza hasta rodar por tierra ; los demás retro- 
cedieron confundiéndose en breve con el grupo. 

El ginete sujetó su caballo, y dio una carcajada 
homérica, bajando con el sable su brazo desnudo 
cubierto de sangre y polvo. Pasólo así por la 
frente sudorosa, dejando en ella rojizo surco, y 
dijo como embriagado por el tufo de la matanza: 

— ¡Despena ahora esos godos, que en el bajo 
arroyan ! 

Ismael se precipitó daga en mano sobre uno 
de los heridos que se había levantado, sepultán- 
dosela dos y tres veces en el cuerpo hasta ren- 
dirlo sin vida; y cayendo en el acto sobre el 
otro, sin darle tiempo á incorporarse, le cortó el 
pescuezo como á un carnero. 

Saltó en seguida en un caballo que el ginete 
había logrado coger del cabestro, apoderóse de 
una lanza de los caídos, y arrancándole la ban- 
derola realista, preguntó con acento ronco: 

— ¿Cómo es su apelativo? 

— Juan Antonio Lavalleja, — respondió el ginete 
con aire de simplote campesino. 

Ismael se le juntó callado, y los dos arrimaron 
espuelas. 

En ese momento la partida enemiga huía dis- 
persa, tirando sus armas en el camino, y el trompa 
de los independientes tocaba « á degüello ». 



ISMAEL 263 



XXXIX 



Hacia el rumbo á que se encaminaba Balta, 
alzábase como un clamor confuso de guerra. 
Otros escuadrones y otros caudillos buscaban la 
cohesión en los distritos del centro, que era 
donde el enemigo mantenía tropas regladas y se 
aprestaba • al combate. Fuerte corriente de viriles 
entusiasmos cruzaba el territorio, hiriendo en lo 
vivo la fibra popular. Y así como habían adhe- 
rido entre otros á la insurrección, el capitán 
Jorge Pacheco en Paysandú, Vázquez en San 
José, Ojeda en Tacuarembó, Pintos y Laguna en 
Belén, Delgado en Cerro - Largo, Márquez y 
Zúñiga en Canelones, Torgués en el Pantanoso, 
Basualdo en Lunarejo, Manuel Artigas había á 
su vez reunido todos los mocetones de la zona 
del nordeste, armándolos con cuchillos enastados 
en varas toscas, algunos trabucos y tercerolas 
que, con ser armas más reforzadas que la cara- 
bina, sólo servían para hacer renegar á los mili- 
cianos de la invención de la pólvora. 

Bajo las órdenes de ese arrojado teniente, la 
partida había abandonado en los primeros días 
de Abril las márgenes del Casupá, corriéndose 



264 E. ACEVEDO DÍAZ 



más hacia el centro y propagando á su paso la 
fiebre de lucha. 

A la puerta de cada rancho, los hombres, ya 
á caballo, se despedían de sus mujeres y volvían 
riendas sin escuchar sus ruegos para lanzarse al 
galope hacia aquel punto del horizonte donde la 
polvareda, como un guión flotante en el espacio, 
indicaba á lo lejos el paso precipitado de la 
hueste. 

De los montes que bordaban arroyos y ríos, 
surgían de improviso centauros de espesas gre- 
ñas, altos y morrudos, que en ardorosa carrera 
iban á engrosar la columna entre gritos de fra- 
ternal regocijo. 

Los paisanos viejos sentían en su sangre como 
una llamarada de juventud, y saludaban la mili- 
cia á su tránsito, dirigiendo á todos rumbos sus 
ojos azorados ante aquella sulevación imponente. 

A grupos solían pasar cantando algún aire de 
la tierra gauchitos imberbes por delante de lais 
mujerachas angustiadas que fuera de sus ranchos 
contemplaban el tropel; y á la vista de esos 
voluntarios que apenas podían con las lanzas 
cuyos cuentos arrastraban por el suelo, levan- 
taban sus manos juntas con una invocación á la 
« Virgen santísima », que iba á confundirse con 
el himno semi-salvaje de aquella prole dispersa, 
atraída por el estrépito de las armas cuando 
recién empezaba á vivir. 

En gn^an parte de esos distritos quedaban los 



ISMAEL 265 



ganados sin pastpres, las estancias sin caballos 
y las mozas sin «requiebros». Los más bizarros 
mancebos del pago se iban en busca de aven- 
turas guerreras, sin acordarse de sus alegres 
heiles, pericones y cielitos, ni pensar tampoco que 
la pelea, salvo algunas treguas reducidas, debía 
durar cerca de diez años á sangre y fuego como 
en los cuentos de brujas y gigantes. Remolones 
y valientes, matreros y hacendados, todos for- 
maban en las mismas filas, y sentíanse animosos 
ante la actitud resuelta de su capitán. 

Manuel Artigas, ayudante del general Belgrano 
en las tristes jomadas de Tacuarí y Para- 
guarí, y primo del futuro jefe de las huestes» 
era un oficial distinguido y culto que tenía á 
más de su coraje, el prestigio del apellido pro- 
nunciado por todas las bocas en aquellos años 
tumultuosos, desde las costas del Plata hasta las 
más lejanas fronteras, como el de un hombre 
activo capaz de las empresas más audaces. 

Su milicia, que iba engrosándose á medida 
que salvaba las distancias, dejando en pos de sí 
como un rumor de marea, debía encontrarse pronto 
con la tropa de Balta. Esta, en unión con 
la de Benavides que acababa de rendir el Colla, 
venía en marcha hacia el centro. 

Por algunos días rodó esta columna sin hallar 
aliciente á su fiereza; hasta que una mañana de 
Abril al cruzar el río San José, encontróse con 
una fuerza realista tendida en batalla frente al 
paso del Rey. 



266 M. ACEVEDO DÍAZ 



Una bala de *cañón, que pasó gruñendo por 
un flanco sin producir estrago alguno, recibió á la 
hueste. 

La pieza que la había vomitado estaba sos- 
tenida por un trozo de infantería reglada al 
mando de los oficiales superiores Gayón Busta- 
mante, Sampiere y Herrera, que el general Elío 
había destacado dé Montevideo para evitar que 
tomara proporciones el alzamiento de las mi- 
licias. 

Las lanzas se levantaron por encima de las 
cabezas como, respuesta al saludo del cañón; 
rompieron fuego las tercerolas en guerrilla, y á 
un toque de Casimiro tendiéronse en alas los 
escuadrones. 

Los Voluntarios de Madrid por su parte, abrie- 
ron fuego por hileras ; la pieza de artillería escu- 
pió algunas metrallas; las balas de fusil hicieron 
diversos claros en el centro; pero á un amago 
de carga á fondo de la hueste, agitáronse los 
guías y la tropa española emprendió en orden 
hacia la villa su retirada. 

El clarín de Balta tocó paso de trote. La 
línea se movió entre roncas aclamaciones. Un 
escuadrón de tiradores en despliegue picaba la 
retaguardia al mando de Diego Herrera, cuyos 
soldados mordían tranquilamente el cartucho, 
hacían sus disparos y continuaban la marcha. 

Así batiéndose, los Voluntarios de Madrid pene- 
traron en la villa de San José; y en su plaza y 



j 



ÍSMAEL 267 



azoteas se prepararon á la resistencia. La fuerza 
de los independientes rodeó los parapetos. 

Por dos días con sus noches se oyeron deto- 
naciones y tumultos, sin" que el destacamento 
del tercio circuido por un cinturón de lanzas 
manifestase signos de cejar. 

Pero en la última tarde, tras una marcha for- 
zada, Manuel Artigas al frente de su caballería 
cayó al asedio ; y cambiadas algunas frases con- 
cisas y enérgicas con los otros dos capitanes, resol- 
vióse el ataque á primera luz de la mañana. 

Al llegar el día, efectúase el avance hacia la 
plaza por las calles paralelas, y dase principio á 
un combate que debía durar cuatro horas. La 
hueste no se arredra ante el fuego graneado ; y 
los huecos en las filas se recubren con otros com- 
batientes. 

Una compañía desplegada en cazadores detrás 
de la plaza, quema con sus descargas al escua- 
drón de Balta : de las peladillas que cruzan roza 
una el pómulo saliente de Casimiro dejando allí 
un surco rojo, en momentos en que el amante 
de Sinfora lanzaba la nota de « atención ». 

El trompa « mosquea '&. 

La pieza de artillería da un ronquido, silba 
con ruido estridente un tarro de metralla hacién- 
dose cien fragmentos al rozar en un muro, y 
derriba por el suelo ensangrentado á Manuel 

* 

Artigas. 

La hueste se arremolina, se inquieta, vocea 



268 E. ACBVEDO DÍAZ 

iracunda, los caballos ariscos se encabritan y 
algunos hombres son lanzados de los lomos en 
medio de un granizo de balas. 
— Toca á degüeyo, — dijo Balta. 



Camero, como le llamaba Sinforosa, lleva el 
clarín á la boca é hincha la pulpa ; pero al arran- 
car al instrumento los terribles sones de la ma- 
tanza, una bala se lo troza por el cuello y en el 
choque le quiebra dos dientes. 

El escuadrón, con todo, se había movido impe- 
tuoso. 

Casimiro tira el fragmento de la trompa que 
quedaba en su mano, desnuda la daga y con la 
sola espuela que tenía en el pie desnudo agui- 
jonea su caballo, que se abalanza despavorido en 
la humareda. 

Ya encima del cerco el clarín descubre á un lado 
la pieza y á un artillero con la mecha encendida: 
la hueste cargaba en nutrido montón, y la des- 
carga iba á sembrar la calle de sangrientos des- 
pojos. 

Camero no trepida ; é iba ya á arrojarse al 
suelo, cuando su caballo recibe un proyectil en 



ISMAEL 269 

la cabeza que lo derrumba inerte. El clarín rueda 
junto al cerco como una peonza. 

La carga flaquea, y los primeros escalones 
vuelven riendas. 

De uno de ellos se desprende, sin embargo, un 
ginete macizo y algo rechoncho montado en un 
tordillo de arranque; quien en vez de seguir el 
ejemplo, se precipita al cerco con la lanza enris- 
trada, sepulta el hierro en el vientre de un sol- 
dado que iba á destrozar con la culata de su 
fusil el cráneo de Casimiro, y en su ímpetu se 
estrella contra el obstáculo cayendo con su cabal- 
gadura al lado del cambujo. 

Este había recibido un hachazo en las cejas y 
colgábale la piel sobre los ojos como un velo 
de carne negra. 

El acero brillaba en su puño, moviéndose si- 
niestro en el vacío. Habíase mojado dos veces 
en alguna entraña. 

El del tordillo se puso de pie, tentando recoger 
su lanza, que no era más que una caña con una 
hoja de tijera de esquila. 

Alzóla con la mano izquierda, y alargando 
crispada la diestra hacia el cantón, barbotó un 
grito de rabia. 

Casimiro pasóse los dedos por los ojos cuyas 
pestañas había pegado un cuajaron de sangre, 
revolviéndose en el suelo como un jaguar herido 
en el codillo. 

Sonó una descarga. 



270 E. AGE VEDO DÍAZ 



El compañero del clarín dio una vuelta sobre 
sus talones, llevóse la mano al pecho, y se des- 
plomó de boca encima de él, resoplando. 

Ciego y aturdido con aquel peso sobre su 
vientre. Camero cesó de moverse. 

En su tronco al descubierto por delante, pues 
que sólo lo resguardaban una camisa y una blusa 
sin botones, sintió él que de aquel cuerpo le caía 
y bañaba un licor caliente, como la sangre que 
diluía á coágulos de sus ojos- la cuchilladla feroz. 

El plomo seguía silbando á todos los rumbos 
y á inteívalos el cañón mezclaba su voz al fra- 
gor del combate. Camero tenía el oído como atro- 
fiado por el golpe; pero así mismo percibía furio- 
sos galopes en medio del tiroteo, y los ecos del 
trompa de Artigas que parecía contestar á lo le- 
jos los redobles del tambor de la defensa. 

Nadie se había acercado al sitio en que él y 
el « otro » estaban tendidos, y sin duda los cree- 
rían muertos. Las gotas calientes aunque ya 
menos abundantes, seguían cayéndole en las car- 
nes; por lo que él llegó á inferir que su bravo 
compañero se habría guardado una metralla entera 
en los ríñones. 

De repente apercibióse que el fuego se había 
apagado en los dos campos ; y que á este silen- 
cio se sucedía un tropel de caballos, cuyo ruido 
aumentaba por momentos, hasta cesar á poca dis- 
tancia del cerco. 

Un clarín había dado el toque de «alto». 



ISMAEL 271 



— Los « godos » no trujieron trompa, — se dijo 
Camero. • 

Acababa de hacer esta observación mental, 

' euando el cuerpo . asentado á plomo sobre su 

pecho dio una sacudida retorciéndose con fuerza, 

y tras ella lanzó un estertor, siguiéndose el hipo 

de la muerte. 

Al esfuerzo, escapóse de la herida un chorro 
de sangre espesa y negra que hizo llegar á las 
narices del trompa un vapor cálido, empapándplo 
hasta el vientre; y luego se quedó inmóvil. 

El silencio continuaba. 

De pronto los tambores tocaron « á formar », 
y el clarín revolucionario lanzó á pocos pasos de 
Camero el toque de diana, y luego el de marcha 
entre vítores ruidosos. 

Era que la fuerza del tercio realista con sus 
jefes y oficiales á la cabeza, se rendía á discre- 
ción, y la caballería de Benavides desfilaba en 
polumna á ocupar un flanco de la plaza, en tanto 
que Balta y Quinteros procedían al desarme de la 
tropa española. 

Casimiro, se incorporó violentamente apartando 
el cadáver que le oprimía el esternón, al que 
hizo rodar hasta sus pies. 

Una vez sentado, y siempre con un gran zum- 
bido en las sienes y orejas, metióse loa dedos en 
la boca en cuyas encías sentía también un dolor 
agudo ; mojólos en la saliva sanguinolenta, y 
púsose á humedecerse los ojos, hasta limpiarlos 



272 E. ACEVEDO DÍAZ 



de los coágulos que habían como soldado sus 
párpados y pestañas. Los abrió y cerró varias 
veces pugnando por suavizar el ardor de la infla- 
mación ; y cuando ya pudo ver un poco claro 
á través de un velo rojizo, su primera mirada fué 
para el compañero de pelea que estaba allí tieso, 
con los ojos y la boca muy abiertos, desprendido 
un pedazo de poncho vichará que le había ser- 
vido de abrigo y al aire una camisa andrajosa, 
con parte del pecho bañado en sangre. 

Al mirar aquel cuerpo, el clarín dio un salto 
y restregóse de nuevo los párpados, como si su 
vista le hubiese engañado. 

Después se arrastró en cuatro manos hasta el 
cadáver, á cuyo rostro frío y lívido que conser- 
vaba en el labio torcido una última expresión 
de soberbia, acercó bien el suyo, espantosamente 
desfigurado por el sablazo ; y como olfateando 
en la boca del muerto un resto de vida, exclamó 
lleno de profundo asombro: 

— ¡ Sinfora ! 

Y se quedó mirándola con aire estúpido. 



ISMAEL 373 



XLI 



Aquel cadáver era el de Sinfora, en efecto. Un 
proyectil le había entrado por el seno derecho 
rompiéndole una vértebra dorsal á sji salida; y 
en el extremo de su matnaria inflada y fecunda 

m 

asomaban algunas gotas de jugo lechoso casi 
mezcladas con el cuajaron sanguinolento. 

¿A qué circunstancias se debía la presencia 
de Sinforosa en el combate, y cómo había con- 
seguido ella incorporarse á la hueste después 
del suceso en el montecillo de arrayanes ? 

Es lo que pasamos á explicar. 

Quince días habían transcurrido desde aquel 
en que el escuadrón de Balta se moviera de las 
alturas del Arroyo Grande, en busca de su co- 
hesión con la milicia de Manuel x\rtigas, cuyo 
movimiento en Casupá y Santa Lucía llegó á 
noticia de Vargas en la tarde á que hacemos 
referencia. 

Antes de caer el sol de ese día ardiente, las 
pobres mujeres del rancho á que se había acer- 
cado Casimiro, se hicieron cargo de Sinfora y de 
su hijo, acomodándola en una cocina de paredes 
negras y techo de paja agujereado por las goteras. 

18 



274 E. ACEVBDO DÍAZ 

Sinfora halló todo muy bien, y pareció con- 
formarse durante unos días con esa vida de re- 
poso, tratando á su « cachorro » con el desapego 
propio de su espíritu bravio. 

Una de aquellas mujeres, que acababa de per- 
der su « angelito », miraba con estupor el desa- 
brimiento de Sinforosa, y solía dar su pecho al 
vastago de Casimiro, cuando la madre se obsti- 
naba en no complacerlo. 

Una mañana pasaron por allí tres gau<^o6, y 
pidieron permiso para asar un costillar que traían, 
en la cocina. 

Después que merendaron, Sinfora oyó que uno 
de ellos hablaba de Balta, añadiendo que busca- 
ban incorporarse á su fuerza, lo que seria poá- 
ble de allí á dos días. 

Eila fuese á ensillar en silencio su caballo, que 
apartó del corral en que estaba encerrada una 
pequeña manada de yeguas ; y regresando al ran- 
cho, dijo á los gauchos que se ponía en marcha 
también, porque en el escuadrón de Balta iba 
«su hombre», que era el clarín Camero, 

Los hombres melenudos riéronse con soma, y 
aceptaron la . compañía. 

Sinfora enastó entonces en una caña una hoja 
de tijera de esquilar, que con otros trebejos estaba 
arrumbada en un rincón de la cocina, ciñéndola 
fuertemente con largos tientos de piel vacuna. 

Los gaucho.-i, que vieron esto, miráronse unos 
á otros con aire serio, — y á la china hombruna 
con cierto respeto. 



f ISMAEL 275 

Encargó ella su indiecito á la mujer que solía 
lactario, — que Dios se lo tendría en cuenta; y 
antes que el sol quemase, desapareció del sitio con 
la gente vagabunda. 

A los tres días de marcha, el grupo tropezó 
con la hueste de Manuel Artigas que venía i 
trote y galope al ruido del escopeteo y del ca- 
ñón en San José, y siguiendo su retaguardia, á 
lo lejos, penetraron por la noche á altas horas 
en la línea del asedio. 

Era la intención de Sinfora « pelear » rudamente 
á Camero ; pero, en las cortas horas que prome- 
diaron entre su llegada y el ataque, no tuvo ella 
ocasión de ponerse encima de «su hombre». 

Pasóse al escuadrón de Balta al rayar el día, 
y desde la sexta fila vio á Camero á la cabeza, 
y cómo le maltrataban las « gruñidoras » hasta 
romperle la trompa en su trompa misma. 

Y cuando antes que eso ocurriera el cam- 
bujo tocó á degüello y se lanzó luego al cerco 
por delante del escuadrón bramando de coraje, 
Sinfora prorrumpió en un alarido y se abrió paso 
entre los escalones en desorden en el amago de 
carga, atrepellando caballos y gi»etes, hasta ir á 
estrellarse en las cadenas del cerco que ella no 
vio por el humo de la pólvora. 

Ahora, estaba allí muerta en buena lid, con>o 
había caído el brillante y culto oficial Manuel 
Artigas; arrastrada por la pasión del valor, con 
su camisa hecha hilachas y el chiripá lleno de 



276 E. ACEVEDO DÍAZ 

abrojos, polvorientas las greñas y destrozado el 

pecho, casi aí pie mismo del cañón enemigo. 

Era ella como la imagen de la casta interme- 
dia, el tipo del elemento crudo que ungía con el 
sacrificio heroico la existencia nueva que se abría 
á mejores destinos! 

Camero seguía mirándola con su gesto de idiota. 

Un ginete acercóse al grupo, clavó su lanza 
en tierra y desmontóse rápido. 

Quedóse contemplando un instante el cuerpo 
de Sinfora, cuyas ropas acomodó con aire com- 
pasivo; y mordiendo el barboquejo como para 
reprimir un sentimiento de pena, exclamó enér- 
gico: 

— ¡Ay juna, china brava! 

Aquel miliciano era Aldama, el aparcero de 
Ismael. 

El clarín alzó la cabeza con su colgajo san- 
griento sobre los ojos, los que clavó en el recién 
llegado; y púsose de pie sin decir palabra. 

Después, volvió á dirigir aquéllos al cadáver. 

Sinfora tenía atada á la cintura una calabaza 
larga y angosta, á modo de cantimplora llena 
de t caña i fuerte. 

Aldama se desprendió el pañuelo del cuello, 
y se lo ciñó bien en la frente al cambujo, di- 
ciendo : 

— ¡Más de alma jué el trompa! 
Camero dejó hacer. 

Aldama se inclinó en seguida, desprendiendo 



ISMAEL 277 



la calabaza de la cintura de la muerta. Echóse 
luego en la palma de la mano un poco del lí- 
quido alcohólico, y humedeció con él el vendaje 
por encima. 

Tosió un poco, se empinó el pico de la cala- 
baza y saboreó el trago con alguna carraspera, 
murmurando : 

— ¡Pobre Sinfora, era güeña mujer! 

Camero tomó la bota de mate y contemplóla 
triste. 

Pasóse la manga por los ojos, y volviendo la 
espalda, — sin duda para ique no le viesen aqué- 
llos d^e Sinfora, pequeños y antes tan vivarachos 
como los del coatí, — volcó á su vez la calabaza 
en su boca; y, aun cuando parecieron arder sus 
encías lastimadas al contacto de la ^caña^, la 
gorgorotada fué completa sin burbujear ni un 
momento. 



XLII 



Días después de estos sucesos, de la milicia de 
Manuel Francisco Artigas que á trote firme de- 
voraba las distancias una mañana de Mayo, á 
una orden de su hermano en marcha sobre la 
columna del capitán de fragata D. José de Po- 



278 E. ACEVEDO DÍAZ 



sadas, desprendióse á la aUura de Pando un 
ginete armado de lanza y sable que, con el som- 
brero en la nuca batido por el viento y bajo 
una lluvia menuda, tomaba luego á gran galope 
el rumbo de la cajera de Zúñiga sobre el Santa 
Lucía. 

Llevaba este ginete vendada la frente con un 
pañuelo y parecía ocuparse poco de la inclemen- 
cia del tiempo, arrastrando su lanza de hierro 
retorcido en espiral y banderola, con el cuerpo 
echado sobre el cuello de su cabalgadura, como 
aquel que ha hecho un largo trayecto sin tregua 
alguna ni descanso. 

Galopaba sin rodeos cortando campos, y yén- 
dose sin vacilar hacia los vados de los «cañ^do- 
nes» que rebasaban sus bordes engrosados por 
una lluvia de dos días consecutivos. . 

Solía acompañarse en la marcha con alguna 
cantiga alegre y trunca; en tanto la tronada re- 
cia recorría la atmósfera y nuevos aguaceros des- 
lizaban como una cascada de gotas por las hal- 
das de su poncho de invierno. 

Muy largo rato duró su carrera; y por fin fué 
á detenerse cerca de unos ranchos que aparecían 
solitarios á poca distancia del río, sin un signo 
que revelase en sus contornos la animación del 
trabajo. 

Aquellas poblaciones eran las de la estancia de 
la viuda de Fuentes. 

El ginete fuese aproximando al trote, con la 



lEBWABL 279 

vista fija en ciertos sitios, come si ellos le recor- 
daran sucesos imborrables. 

Su observación se detuvo especialmente en tres 
cajones de difuntos que había encima de unas 
píedfias del declive .... 

Ningún ser viviente se distinguía en los alre- 
dedores. El corral estaba desierto, y en la tnafT' 
güera no se revolvía la manada arisca. 

El ruido de los cascos de su caballo en Da 
cuesta era lo único que interrumpía el silencio 
casi sepulcral que rodeaba aquellas viviendas en- 
vueltas en ese instante por el velo de nieblas, 
en que convertía las gotas de lluvia el sudeste. 

Halló á su paso el miliciano una tahona y vol- 
vió riendas, parándose en frente de su puerta baja 
y estrecha. 

Allí estuvo inmóvil algunos momentos, con la 
lanza hundida en tierra, el rostro apoyado en el 
astil, y la mirada torva clavada en el interior, 
cual si de él brotase algún eco misterioso que 
evocara en su memoria cosas de otro tiempo. 

Y cuando ya iba á continuar su camino, en- 
derezándose en el recado con un gesto de alti- 
vez ceñuda, un gran perro aparecióse de pronto 
en el umbral, el que dando dos saltos al verte 
gruñó de contento, y quedóse moviendo la cola 
con la cabeza erguida y el ojo alegre puesto en 
el ginete. 

— ¡Blandengue! — dqo él, como hablando con- 
sigo mismoi 



280 



. ACEVEnO DÍAZ 




Dejó caer en seguida la barba sobre el pecho, 
y encaminóse al rancho paso á paso seg-uido del 
mastín, que á trechos se alzaba hasta el estribo 
para olerle con aire concienzudo la bota de potro. 

En la cocina, junto al fogón, muy encogidos 
y silenciosos, se encontraban un hombre viejo y 
una negra esclava, — únicos moradores al parecer 
de la estancia L- — el antiguo domador Melchor, á 
quien los peones llamaban Tata-Melcho, y la co- 
cinera Gertrudis, — negra baja y obesa que an- 
daba con las medias al garrón las pocás veces 
que las usaba, dormía sobre pellones, y era afecta 
á la carne de comadreja. I,os gauchos la mote- 
jaban con el apodo de Garrapata, 

Estos dos seres, huyendo del frío y de la llu- 
via, entreteníanse en asar y comer achuras de 
oveja, á la espera sin duda de que entrase en 
hervor el agua de una caldera para emprenderla 
con el Tnate hasta la entrada de la noche. 

El ginete recostó la lanza en la pared, y echó 
pie á tierra. 

Sin demora desprendió el cinchón, separó de 
los bastos el * sobrepuesto », el cojinillo y las 
maletas, y arrojólos dentro sin largar la punta 
del cabestro. 

Puso luego manea al caballo, que dio los cuar- 
tos al viento y al agua; y él se entró en la cocina 
á grandes pasos mesurados y como al ritmo del 
chís-chás. del sable y las rodajas. 

Tata-Melcho, sin moverse de su sitio, exclamó 
al verle entrar con aire de atontamiento: 



ISMAEL 281 



— ¡ Esmael ! 

— Güeñas tardes, — dijo éste, secándose el sem- 
blante con el dorso de la manga, y sacudiendo 
hacia atrás la mojada melena. 

Sin esperar que le invitasen sentóse derrengado, 
muy pálido cerca del fuego, á cuya viva llama 
aproximó las manos ateridas; y por mucho rato 
los tres guardaron silencio. 

Blandengue, relamiéndose el hocico, había ve- 
nido á echarse sobre sus patas traseras al lado 
de Ismael, y á treguas, movía su enorme cabeza 
sin dejar de mirar al gaucho con un aspecto 
arrogante. 

Este comenzó á mirar de soslayo á la negra 
y al viejo domador; y después de tomar el mate 
cimarrón que le alargaba la primera, preguntó, 
sacudiendo una halda del chiripá empapado por 
la lluvia: 

— ¿Qué jué de Felisa? 

Tata-Melcho lanzó su tos de viejo. La negra 
estiróse con los dedos la pulpa de sus labios. 
Pero ni uifio ni otra respondieron palabra. 

Ismael siguió sorbiendo el mate con apresura- 
miento, como para calentarse el estómago, hasta 
hacer sonar de un modo ruidoso la < bombilla 5. 

Devolvió en silencio el mate á Gertrudis, y en 
seguida se puso á picar con la daga un trozo 
de tabaco negro, deshaciendo los fragmentos en 
la palma de la mano. 

Sacó luego del « cinto » un papel de hilo do- 



282 E. ACBVEDO DÍAZ 



blado y comido en partes por la humedad, cortó 
una tira pequeña y envolvió em ella la picadura, 
haciendo un cigarrillo grueso. 

Escogió en el fogón un tronco con la punta 
hecha brasa, encendió despacio en él el cigarro, 
y al tirarlo entre la llama, miró esta vez fuerte 
al domador, diciendo recio: 

— i Decí Tata - Melcho ! 

El viejo habló entonces, y tambiéa Gertrudis. 

Narraron á su manera en su parte sustancial, 
lo que nosotros paiísamos á referir, acaecido en 
la estancia de Fuentes después de la ida de Al- 
dama y de Velarde. 

En esos meses de ausencia, según Tata -Mel- 
cho, las cosas habían ido como el diablo, que 
había mesiurao su pezuña en el guiso, y. atnan^ 
tonao osamentas en menos que se hace de mu 
bagual sotreta y de un toro güey, . Hasta el ga^^ 
nao se había ido campo ajuera^ aparte de algún 
animal yeguarizo que de puro bellaco, antes « patea 
dX juego que asujeta/rlo el mesmo diablo ».. 



ISMAEL 283 



XLIII 



La puñalada en la tahona no llegó á ser fa- 
tal para Jorge. Aunque grave la herida que le 
infiriera Ismael, pudo más que el estrago del 
acero la crudeza de su organismo. 

Ocho días estuvo su vida en peligro ; pero al 
fin la dolencia hizo crisis, y la terrible puñalada 
empezó á cicatrizar sin complicación de ningún 
género, dejándolo en condiciones de levantarse 
al cabo de un mes. 

En este intervalo, Felisa se escondió en su 
rancho, no viéndosela sino raras veces. 

La p>eonada tuvo materia de plática para mu- 
chos días con motivo del hecho sangriento, que 
se comentaba bajo todas formas y maneras, 
mezclándose siempre en el cuento interminable 
los nombres de Esmael y Aldama. 

Los gauchitos del pago no perdonaban fácil- 
mente á Velarde su buenaventura; y esta mur- 
muración de «mangangaes» mordaz y enconosa, 
adquirió creces en la ausencia, afeándosele su 
acción con los colores más subidos. 

Felisa no conversaba con nadie, ni parecía to- 
mar interés en saber lo que se decía entre la mo- 
zada. 



284 E. ACEVEDO DÍAZ 



La morena no tenía ya en su semblante la 
expresión ladina de otros tiempos ; ésta había 
sido reemplazada por una dureza de ceño, que 
se hacía más sombría así que ella se alisaba 
ante un tosco espejuelo su pelo corto, antes tan 
abundante y hermoso. 

Contraía sus labios en esos momentos, una 
sonrisa amarga, nublaba su lacrimal alguna gota 
hervida en la rabia, que nunca llegaba á caer, 
y concluía por sentarse en una banqueta casi al 
nivel del suelo con los codos apoyados en las 
rodillas y el rostro en las manos, cavilosa y hu- 
raña. 

A ocasiones, maquinalmente, asomábase al ven- 
tanillo para mirar á la tahona; y, apercibida de 
que podían observarla, apartábase de allí con los 
ojos muy abiertos y la boca apretada. 

También solía canturrear alguno de los aires 
que había oído á Ismael, con su voz ronquilla, 
sin conciencia de lo que hacía ; y callaba de sú- 
bito, para quedarse taciturna. 

Tata - Melcho la encontraba niervosa desde que 
se fué el gauchito de los rulos. 

La abuela, á partir de la noche del lance en 
la tahona, se había puesto lela, y caminaba ha- 
cia su fin en medio de un atontamiento profundo, 
sin ráfagas ni arranques de cariño. No compren- 
día nada de lo que ocurría á su alrededor ; en 
sus ojos de córnea nublada y enrojecida rara vez 
brillaba un destello que revelase una sensación 



ISMAEL 285 



cualquiera. A su esqueleto deshecho bastaba un 
soplo para tumbarle, y esa oportunidad debía 
sobrevenir muy pronto. 

Felisa llegó á experimentar algo semejante al 
pavor, cuando supo que Almagro había dejado 
la cama. 

Luego, el pulso de Mael, como llamaba ella 
á su amante, no estuvo firme la noche que la 
enlucernd ; pues que el mayordomo se levantaba 
como de la tierfa que debía comerle los ojos, 
después de haber caído con el pecho abierto y 
revolcádose en un charco de sangre lo mismo 
que un gorrino en la enramada. 

Ahora que su abuela se moría, él se ponía en- 
lozanado en la convalecencia, aprestándose tal 
vez para pasarlo solo con ella. . . . 

Estas cavilaciones concluían por agobiarla, por 
enflaquecer su cuerpo y concentrarla en una tris- 
teza selvática, de sensación dolor osa y aguda. 

Debajo de sus ojos negros con cejas y pesta- 
ñas de terciopelo, las manchas oscuras eran ma- 
yores; el retraimiento hundía sus carnes en alianza 
con el escozor de la pena, del anhelo y del des- 
pecho; pero nunca se quejaba. 

Algunas veces hablaba con Gertrudis, la ne- 
gra semi- bozal y gruñidora; y en una de estas 
oportunidades, después de ver cómo se consumía 
la abuela en su sillón de baqueta sin abrir jamás 
la boca, preguntó á la negra con acento bajo y 
desolado, si no había visto á Mael galopando por 
la loma. Gertrudis contestó que no. 



286 E. ACEVEDO DÍAZ 



Felisa fuese tropezando, y por tercera ó cuarta 
vez ia ahogó un ímpetu rabioso. 

Almagro, ya restablecido, entróse una mañana 
en , el rancho de la vii^da. 

Felisa le sintió, sin levantar la vista del suelo. 

Condolióse él del estado de la tía y mostróse 

atento con wsu prima, sin avanzar una palabra 

• acerca de los hechos acaecidos, y ni aun sobre su 

propia enfermedad. 

Pocos momentos duró su visita, y al retirarse 
no manifestaba en su cara disgusto alguno. 

De allí en adelante, siempre venía. 

Felisa contestaba sus frases con monosílabos, 
sin perder el ceño duro que había robado la 
gracia á sus facciones, ni la terquedad y soberbia 
nativa que respiraba todo su ser. 

Jorge no parecía hacer alto en esto ; pero al 
irse, detenía una mirada penetrante y sondadora 
en la vieja viuda, cuya vida seguía extinguién- 
dose á prisa por anemia, al igual del candil que 
alumbraba la ttíste estancia. 

La criolla comprendía la intención y callaba. 

Seis días después murió la viuda de Fuentes 
en el asiento favorito en que se pasaba inmóvil 
largas horas. 

Felisa, ante el cadáver, sintió el vacío y lloró, 
ocurriéndosele en ese instante pensar otra vez en 
lo que sería de ella ahora que se quedaba sola. 

Después pareció conformarse, y hasta consintió 
que Jorge se avanzase un poco. 



ISMAEL' 2B7 

El cajón que encerraba el cuerpo de la abuela 
fué puesto sobre las grandes piedras que había 
en el declive de la loma, según era de uso entre 
la gente del campo. Los cementerios estaban en 
las cimas ó en las ramas altas, como los nidos 
de los cuervos. 

En varios días Almagro no apareció por el 
rancho, y Felisa no pudo menos de extrañar esta • 
conducta del mayordomo. 

En medio de su aburrimiento, llegó hasta creer 
que podía quererlo; pero cuando se acordaba 
que le había cortado la trenza, qae era feo y 
que tenía un olor fuerte de carne de peludo 
cuando soplaba por las narices, hacía un gesto 
de asco y le venía á la memoria Ja carita con 
pocos pelos, blanca y sin arrugas de MaeL 

Por otra parte, su primo no sabía enardecerla, 
y lo qu§ buscaba era quedarse con sus ganados 
y sus ranchos. 

Si viniese Maely ella estaría contenta y se iría 
en ancas, dejándoselo todo para que se hartase 
el « godo » á su gusto. El gauchito era « su hom- 
bre » y sabía encariñarla sin hablar mucho, chú- 
caro como era, con su boca de guinda y sus ojazos 
tristes. En otro pago vivirían bien, lejos del 
« muermoso » que andaba siempre gruñendo, pe- 
llizcándola en los brazos y las piernas con sus 
uñas « mochas » de zorro viejo. 

Transcurridos esos días, Felisa salió algunas 
veces del rancho^ anduvo por el campo, la enra- 






288 E. ACEVEDO DÍAZ 



mada y la tahona, y echó de menos á Blan- 
dengue; el que según informes de Tata-Melcho, 
se había huido de la estancia denie que Esmael 
se desgració. 

Allí próximo á un palenque, el hijo de Tata- 
Melcho que desde chico había probado entender 
el oficio como cosa de herencia, domaba un « do- 
radillo » morrudo, de mucha crin y cabeza fina ; 
y aunque el espectáculo era demasiado visto y sin 
mayores atractivos para la gente campera, el 
domador tenía su círculo de espectadores. 

Felisa se puso á mirar al muchacho, que se- 
guí^ muy tieso en los lomos los movimientos y 
sacudidas del potro, hincándole á intervalos entre 
los brazuelos los pinchos de sus grandes « na- 
zarenas», y levantándolo con el escozor del suelo 
á rápidos saltos y corvetas. 

Se amansaba aquel potro para el mayordomo, 
y él estaba tíimbién allí observando la maniobra. 

El animal anduvo recorriendo largos trechos 
con la cabeza metida entre las piernas, y vino á 
pararse tembloroso y resollante junto al palen- 
que, la mirada todavía encendida, espumosa la 
boca y goteando sudor del lomo al bazo. Las 
domadoras no hacían ya impresión en sus ijares 
ensangrentados; pero se obstinaba en tascar el 
bocado con furia. 

Su ginete probó entonces hincarlo de nuevo 
entre los brazuelos, y alargando las piernas, sentó 
con fuerza los armados zancajos en esa parte 
sensible. 



ISMAEL 289 

El « doradillo » se encabritó y lanzó algunos 
corcovos, sin separarse muchas varas del palen- 
que; y después vino al sitio á pasos irregulares 
y vacilantes, para quedarse de nuevo quieto. 

Almagro había notado algún interés por el 
padrillo en Felisa ; y aproximándose, di jola que 
aquel lindo potro era para ella. 

— Cuando hayas de montarlo, — agregó el es- 
pañol, — estará ya como badana. 

Nada contestó la criolla; y encogiéndose de 
hombros con aire despreciativo, dióse vuelta y se 
fué. 

Todos vieron esto. 

Jorge se sintió profundamente herido; y de- 
seando descargar en alguno su rabia, dio un te- 
rrible rebencazo á un mastín que había venido 
hasta allí refregándose en los pastos el hocico, 
bañado por el licor acre y pestilente de un zo- 
rrino, con el cual acababa sin duda de mantener 
combate en tíampo abierto. 

Después de esto, la criolla volvió á su ceño 
adusto y á su aire desconfiado. 

El instinto la ponía suspicaz; antes de echarse 
en su cama á primeras horas de la noche, ce- 
rraba bien la puerta. 

Allí sobre el colchón se sentía miedosa; no se 
atrevía á apagar el candil que ardía delante de 
la grosera estampa de una Virgen que llevaba en 
los brazos un niño Jesús. El chisporroteo de la 
mecha, las paredes negras, los pequeños ruidos 

19 



290 B. ACEVEDO DÍAZ 



de adentro la hacían incorporarse á cada rato; y 
cuando venían de afuera, al tropel lejano de las 
yeguas, al son de algún cencerro ó al ladrido de 
los mastines, enderezaba la cabeza y ponía el 
oído, esperando que alguna buena bruja encami- 
nase por allí, pues que era su querencia, al bayo 
de MaeL 

Cuando se extinguía la mecha, veía en la som- 
bra á la pobre agüela coh sus ojos opacos y la 
peluca ladeada, y detrás la cabeza de Almagro 
mirándola por encima del hombro con sus ojos 
de luz verdosa de gato montes. Espantábasele 
el sueño. 

La claridad del día le devolvía el reposo. 

Una de esas madrugadas abrió el ventanillo 
con fuerza, y tendió la mirada ansiosa por los 
cardizales y las cuchillas ^ en la esperanza de co- 
lumbrar en el fondo de las lomas la figura de 
un gaucho vagabundo moviéndose al galope con 
el chambergo sobre la oreja y la mano apoyada 
en el rebenque de puntal en la encimera. 

Algunos llegó á distinguir; pero ninguno era 
el que ella quería. 

En cambio vio entrar á Blandengue en la en- 
ramada, donde se echó, todo lleno de barro y con 
la lengua de fuera. 

La criolla tuvo un arranque de alegría y llegó 
á acordarse que el mastín de sujetar toros, ron- 
daba por la tahona la noche aquella .... y, que 
después no lo volvió á ver más. 



ISMAEL 291 



¿No habría seguido á Mael y Aldama? 

La suposición era exacta, como sabemos; pero 
lo que Felisa ignoraba era que Blandengue se 
había apartado de los fugitivos en uno de los 
días de marcha, y que este extravío se debía á 
un encuentro con una banda de perros cimarro- 
nes, á los que se reunió acosado por el hambre 
y en cuya compañía se mantuvo por largo tiempo, 
hasta que husmeó la querencia. 

La criolla hízole señas, sin obtener que Blan- 
dengue, rendido por el cansancio, se moviera de 
su sitio. 

Retiróse del ventanillo con enfado. 

¡Ya no estaba él allí, como cuando la salvó 
del toro! 

Esa misma mañana vino Jorge, y dirigióla al- 
gunas palabras, sentándose á horcajadas en un 
banquillo cerca de ella, que estaba de pie, dán- 
dole el perfil. 

Alguna conformidad observó sin duda en sus 
respuestas, porque al irse se atrevió á agarrarla 
de la mano y de la cintura, perdiendo toda pa- 
ciencia. 

Felisa se arrancó despacio, en silencio, y se fué 
al patio. 

Púsose Jorge trémulo de ira. 

— ¡Al «otro» lo dejaste, deslayada ! — dijo. Yo 
te he de bajar el copete. 

Y haciendo un gesto de amenaza, salió detrás 
de ella, para irse á sus faenas. 



292 E. ACEVEDO DÍAZ 



La criolla se encogió de hombros y torcióle la 
vista con frío desdén. 

Luego que él estuvo lejos, respiró fuerte, mur- 
murando : 

— j Potroso ! 

No habían pasado muchas horas, cuando Al- 
magro volvió á entrar en el rancho á prisa. 

La criolla tenía el fnate en la mano y se di- 
rigía en ese momento á la puerta. 

Jorge la agarró de un brazo con sus dedos de 
hierro, bien encajados en las carnes, y la atrajo 
con aire colérico; el mate cayó al suelo, y si- 
guióse una lucha sorda, callados y jadeantes los 
dos. 

El cuerpo de, la criolla fué una y otra vez le- 
vantado como una paja, para caer luego sobre 
sus pies á plomo, obluctando con energía. En 
cierto instante ella bajó la cabeza y mordió á 
Jorge en la mano, zafándose de sus brazos bru- 
tales y escurriéndose afuera. 

Tata-Melcho, que por allí andaba, pudo ver 
cómo el mayordomo saltó detrás lo mesmo qui 
un galo, y le hincó las uñas, arrastrándola de 
nuevo al interior del rancho. 

Cuando salió Almagro lleno de furia, el .do- 
mador vio que la moza lloraba sentada en el 
suelo, con la cara entxe las manos. 



ISMAEL 293 



XLIV 



Por esos días, la campaña empezaba á con- 
moverse. Corrían voces extrañas de sublevación 
de las milicias; las partidas se cruzaban en todos 
los rumbos arreando caballos y haciendas vacunas. 

De la estancia dé Fuentes se habían ido á los 
montes muchos de los peones, quedándose sólo 
en ella los que eran amigos de los «godos». 

En la calera de Zúñiga se hacían reuniones 
sospechosas; en todo el pago del Canelón el pai- 
sanaje andaba revuelto; Fernando Torgués salía 
de su madriguera del Rincón del Rey con un 
montón de gauchos bravos; Bena vides aumentaba 
su hueste en las asperezas de la Colonia, y Váz- 
quez excitaba los maragatos al alzamiento en los 
campos de San José de Mayo. Este «pampero» 
se acercaba rugiendo para estrellarse como un 
grito salvaje de las soledades en las murallas y 
bastiones del Real de San FeHpe. 

El virrey Elío, bastante alarmado, mandó que 
se retirasen dentro de muros todos los hombres 
de armas llevar, así como la mayor cantidad po- 
sible de víveres y ganados. 

Esta orden se hizo extensiva á las familias de 



294 E. ACETEDO DÍAZ 

los distritos más próximos á la ciudad: todo ello 
bajo las penas severas que los tercios del rey se 
encargarían de aplicar. 

Jorge Almagro se apresuró" por su parte á cum- 
plir las prescripciones del bando, como buen es- 
pañol. 

La hacienda del establecimiento era numerosa. 

Todos los intereses allí reunidos pertenecían á 
Felisa, única y universal heredera de la viuda 
de Fuentes ; pero esto ¿ qué importaba al ma- 
yordomo ? El desorden de los tiempos no per- 
mitía que imperase otra ley que la fuerza. 

Tampoco la' criolla se entendía en esas cosas; 
dejaba hacer sin pedir cuentas, y sólo vivía del 
aire y del sol del pago. 

Los últimos actos de Jorge la habían redu- 
cido á la inercia, aun cuando en el fondo de su 
naturaleza se rebullese enconada la crudeza na- 
tiva, 

Lo observaba todo con aire indolente y casi 
de idiotez, descuidada de sí misma, hundida en 
la soledad de su rancho, como un ser que no 
se echa de menos, granuja de los campos sin 
voluntad ni voz que en definitiva era tratada lo 
mismo que las reses. 

El día que se arreaba el ganado rumbo á 
Montevideo, había en la estancia un regular nú- 
mero de hombres entre criollos y europeos. 

Estos hombres debían mari;har á su vez con 
Almagro á la plaza, para ser agregados allí al 



ISMAEL 295 



cuerpo de caballería irregular que se estaba or- 
ganizandp á tiro de cañón de la ciudadela. 

La afluencia de gente picó la curiosidad de 
Felisa que salió al campo, parándose junto á la 
enramada, de donde se puso á observar los mo- 
vimientos y el arreo de la hacienda. 

Tata - Melcho la impuso de lo que ocurría. 

Ella se. limitó á un visaje de indiferencia, no 
comprendiendo el alcance de la medida que se 
ejecutaba á prisa y en desorden. 

— Tuito si mistura, — decía Tata - Melcho con 
una tos cavernosa ; — el toruno i la egua arisca, 

Felisa estaba callada. 

De súbito, pensando tal vez que todo aquello 
le pertenecía, se sintió inquieta, irascible. Mor- 
dióse una uña y miró de una manera irritada 
al viejo domador, con los ojos llenos de un 
llanto que debía resumirse pronto. 

— ¿ Qué están, haciendo ? — preguntó. 

— Arrean el ganado á la ciudá. 

— ¡ Pero ese ganado es mío. Tata - Melcho!. .'. . 
El domador se encogió de hombros é hizo una 

mueca. 

Luego replicó: 

— El patrón asigura que tuito es de él: grande 
y chico, bagual y arrocinao .... 

Felisa se quedó pensativa. 

— Tata - Melcho, — dijo al cabo de un rato, — 
agárrame el pangaré. 

El viejo se volvió sobre su dorso arqueado, y 
le echó una ojeada de mastín sin dientes. 



296 E. ACEVEDO DÍAZ 



Después, fuese asentando todavía con firmeza 
en el pasto sus plantas desnudas y endurecidas. 

Al cuarto de hora regresó con el caballo listo. 

— Aquí está, — dijo. — No lo muente, niña, de 
golpe y zumbido, porque el animal puede estrañar 
con tanto día como lleva de no vivir al palo. 
Se ha lustrao con el engorde de cuaresma. 

Era un pangaré de regular crucero, un poco 
brioso, ágil y de arranque, en el cual acostum- 
braba á andar la criolla hasta la Calera, en otro 
tiempo. 

Meses hacía que el animal no sentía la cin- 
cha, llevándose en efecto vida de engorde en la 
manada ; por manera que de vet en cuando hin- 
chaba el lomo y sacudía léis orejas, piafaba y 
mudaba de sitio batiendo con fuerza los cascos. 

Así que lo vio llegar, Felisa se anudó bien el 
pañuelo que llevaba en la cabeza por debajo de 
la barba, pidió á Tata - Melcho el rebenque que 
él tenía colgando del mango del cuchillo, y á 
paso lento se puso del lado de montar, haciendo 
caricias al pangaré en el pescuezo. 



ISMAEL 297 



XLV 



Quedóse luego en suspenso, marchita y triste, 
con los ojos vagos en el espacio lejano. ' 

Después de algunos segundos, se volvió á 
Tata-Melcho y levantó un pie, sin decir pala- 
bra. El viejo tomó el cabestro, y la ayudó á su- 
bir, encajándole la punta del pie en el estribo 
de madera, 

— Cuidao niña, — susurró entre dientes. 

El pangaré está cosquilloso lo mesmo que avispa, 
y no ha que apurarlo. 

— ¡ Lárgamelo ! — repuso ella con enfado. 
Tú mismo me enseñaste á andar .... 

— i Por lo mesmo, Felisita ! 

El domador pasóle el cabestro. 

Mientras el caballo se removía en círculo pia- 
fando y sacudiendo la cola, ella se acomodó el 
vestido corto, empuñó bien las riendas y echó á 
andar al trotecito hacia el campo desierto. 

¿Adonde se encaminaba? 

No lo sabía ella misma. 

Se iba vagabunda. 

Con todo, no quería mirar para atrás, y nunca 
le había sucedido que la sangre le bullera tanto 



298 E. ACEVEDO DÍAZ 



en el pecho como aquella tarde. Allí sentía gol- 
pes á saltos, y como una bola que parecía su- 
bírsele á la boca. 

Una rabia concentrada y silenciosa solía arran- 
carle algún hipo, que al salir le dejaba la entraña 
doliendo; y al ruido de sus resuellos que le es- 
tremecían todo el cuerpo, su vivaz caballojevan- 
taba la cabeza resoplando. 

Blandengue, — abandonando el rodeo, — la había 
visto desde lejos, y venía en pos con la lengua 
al viento. 

Al ruido de sus estornudos, Felisa tuvo un 
temblor; mas al enterarse de la causa de su sen- 
sación, cerró los ojos y se mordió los labios, ca- 
yéndole de aquéllos dos ó tres gotas ardientes 
que no cuidó de limpiar en las mejillas. 

Lejos estaba ya de las « casas ». 

El sol descendía. La línea verde del bosque 
se dibujaba delante; y á trechos en los claros 
cual tersos planos de cristales amarillentos, las 
aguas del río bañadas de resplandores. No lle- 
gaban á esos lugares los ecos de la faena pas- 
toril, y sólo perturbadas parecían por un concierto 
de ronquidos de patos y gallinetas. Ocho ó diez 
ñandúes en despliegue de guerrilla y uno de otro 
á tiro de pistola, habían alzado sus largos cue- 
llos en la loma y miraban al ginete que caía al 
bajo con mucha atención. 

Felisa se paró en la orilla, frente á un remanso 
que ella conocía, sin apearse. 



ISMAEL 299 



Quedóse allí como abismada por largos mo- 
mentos. Sentía como un deseo vago de hundirse 
en aquella agua, donde ella vio un día ahogarse 
á un potro enredado en los caraguataes. 

Blandengue, que seguía con sus ojos su mirada, 
se arrojó de un salto al remanso, mordió las ho- 
jas anchas color de esmeralda de un camalote, y 
volvióse al ribazo arenoso en donde se revolcó 
un momento, para repetir la diligencia sobre las 
hierbas. 

Felisa permanecía inmóvil. 

Una gran palidez le llenaba la cara, haciendo 
resaltar ^1 rojo encendido de su boca, y el pecho 
solía hinchársele para dar salida á esas espira- 
ciones roncas que se confunden con la queja, 
aunque sólo sean desahogos de la rabia impo- 
tente. 

En semejante actitud, oyó de pronto un galope 
furioso que venía de allá, — atrás de las cuchillas. 

Blandengue se afirmó bien sobre sus patas y 
alzó el hocico negro, abriendo las narices. 

La criolla tuvo que contener su caballo albo- 
rotado, y echóse luego á andar por la ribera del 
Santa Lucía sin rumbo ni resolución alguna. 

Estaba como atontada. 

Presentía, sin embargo, quién podía ser el del 
galope, y su ansiedad fué en aumento al paso 
que iba disminuyendo distancias el ginete. 

No tardó éste en aparecer en la cuesta vecina, 
donde sofrenó, dirigiendo su rostro á todos los 
lados. 



300 E. ACEVEDO DÍAZ 



Era el mayordomo. 

Así que vio á Felisa en el bajo, picó espue- 
las lanzando un terno bestial; y vínose á ella á 
media rienda, sin miedo á una rodada. 

La criolla se quedó quieta. 

— ¡Vengo en tu busca, vagabunda! — estalló 
Almagro en un arranque iracundo. Cuando me- 
nos te figuraste encontrar por aquí al ausente 
para, hacerte perdiz con él ... ¡ Lo que es esta vez 
no tCN escapas, y vendrás conmigo! 

Blandengue gruñó, mostrando los colmillos. 
Felisar ahogó un grito. 

— £ Pensabas burlarme, calandria taimada?. . . . 

I Ya verás cuál es tu suerte y el caso que hago 
de tus desprecios ! . . . . 

— ¡ Te aborrezco, ladrón ! — le interrumpió la 
criolla en un ímpetu de rabia. 

El mastín se revolvió con los pelos del lomo 
erizadps. 

Almagro sujetó á dos puños su tordillo; y al 
verle pintada en su cara de tigre una mueca fe- 
roz, y llevar con ademán brusco la diestra á la 
daga, — tal vez para afirmarla en el «cinto», y 
no con otro móvil, — ella abandonó las riendas, 
encogióse en la montura y refregándose una con 
otra sus manos, gritó entre medrosa é irritada: 

— ¡No me mates! 

— I No pienso tal cosa! ¡Tienes que pagarme 
largo tributo, deslenguada! 

Y esto diciendo con ira creciente, el mayor- 



ISMAEL 301 

domo clavó espuelas, abalanzándose hacia la jo- 
ven. 

Blandengue dio un salto de felino, con un sordo 
ronquido. 

El brioso pangaré, que había caminado en tanto 
algunos pasos sin sentir el gobierno, mordió el 
freno de improviso, abalanzóse en rápidas corve- 
tas sin librar sus lomos, y arrancó por fin á es- 
cape derecho á la loma con las riendas colgan- 
tes y la crin revuelta. 

Felisa era «de á caballo», tanto como el mejor 
ginete; y por eso, aunque sacudida de todas ma- 
neras en el recado, conservó la posición sin per- 
der el ánimo y hasta se inclinó dos veces para 
coger las riendas, en medio de la veloz carrera. 

Jorge se deslizaba á un flanco como una som- 
bra tendido sobre el pescuezo de su tordillo, de- 
senredando las boleadoras ; y Blandengue volaba 
furioso dirigiendo dentelladas á los garrones del 
pangaré, que al sentirse acosado redoblaba sus 
esfuerzos con ímpetu terrible. 

— I Blandengue!. . . . gritó Almagro revoleando 
las boleadoras. 

Este grito fué como un rugido. 

En ese momento el pangaré pisó una rienda, 
cayendo de golpe sobre sus rodillas, y Felisa do- 
minada en parte por el vértigo fué lanzada de 
costado, quedándosele encajado el pie en el es- 
tribo. 

El caballo se incorporó en el acto dando un 



302 E. ACEVEDO DÍAZ 



corcovo, cuando silbaban las boleadoras que en- 
contraron el vacío, y de las que una piedra dio 
en la cabeza de la criolla con la violencia de 
una bala. 

El pangaré arrancó de nuevo azorado con 
Blandengue prendido al pecho, arrastrando á Fe- 
lisa por el flanco ; y este grupo informe rodó por 
los declives y subió las cuestas entre espantosos 
estrujone*:, revolviéndose varias veces por el suelo 
el mastín, para levantarse y prenderse otras tan- 
tas á las carnes del mancarrón convertido en 
potro por el pánico. 

Merced á esta circunstancia, Almagro se le 
puso encima y pudo descargarle en Ja cabeza 
el mango del rebenque. 

Al golpe, el pangaré se desplomó resollando 
como un fuelle. 

Todo esto Tué rápido, — obra de algunos mi- 
nutos. 

El mayordomo se arrojó al suelo y precipi- 
tóse á Felisa, que estaba inmóvil boca abajo, 
con las ropas destrozadas y el pelo lleno de pas- 
tos y abrojos, formando una sola masa con la 
sangre en cuajarones. 

Dióla vuelta trémulo, y vio que el rostro es- 
taba todo lleno de manchas color violeta, el crá- 
neo hundido por el golpe de la bola, los ojos cu- 
biertos de tieiTa semi - cerrados y fijos, las narices 
rotas por las coces, y el pecho sin latidos. 

Estaba muerta. 



ISMAEL 303 

Almagro prorrumpió en' un grito terrible, y 
viendo al mastín que allí cerca alargaba la ca- 
beza hacia el cadáver, desnudó iracundo la daga, 
y le tiró con toda la fuerza del brazo una puña- 
lada para abrirle en canal. 

Blandengue esquivó el golpe, se alejó alguna 
distancia, desde donde se puso á mirarle entre 
sordos gruñidos, y fuese con la cola baja á es- 
conderse en el monte. 



XLVI 



No marchó ya Almagro aquella tarde con sus 
compañeros, reuniéndose todos en las « casas » 
para velar el cuerpo de Felisa. 

Sólo allí se oía algún ruido. 

El campo había quedado desierto en casi toda 
su extensión, concluido el arreo de las hacien- 
das; y fuera de algunas yeguas potras que va- 
gaban lejos, por los juncales de la barra, y de 
los novillos € alzados » en el monte del Santa 
Lucía, en sociedad con los tigres y perros cima- 
rrones, nada quedaba de la valiosa dehesa, á no 
ser los corrales de la sucesión Fuentes y un 
pequeño grupo de ovejas ruines é inútiles para 
la marcha. 



304 E. ACEVEDO DÍAZ 



Por la noche, encendiéronse tres ó cuatro can- 
diles en la pieza que habitaron abuela y nieta, 
y en la que se depositó el cadáver de la criolla, 
dentro de un cajón improvisado por Tata - Melcho 
con tablas viejas de la tahona. 

La gente campera, agrupada en su mayor parte 
en la cocina, comentaba el suceso, en tanto dos 
mates recorrían el círculo, y varios costillares de 
vaca se derretían cerca de la llama en los asa- 
dores. 

La muerta estaba sola. 

El mismo Blandengue no había venido á echarse 
como otras veces en el umbral de la puerte- 
cica del rancho^ con el hocico en tierra y los 
ojos somnolientos. 

La habían puesto en el cajón con las ropas 
que tenía al morir, hechas trizas, sin lavarle el 
rostro ni cerrarle los ojos, cuyas pupilas cubría 
una capa de tierra. En su negro cabello enre- 
dado, los abrojos y flechillas que recogiera en el 
campo, formábanle como una corona salpicada 
de sangre muy roja. 

Tata -Melcho y la negra Gertrudis se acer- 
caban de vez en cuando al ventanillo para mi- 
rarla un momento, y después se iban persignán- 
dose llenos de asombros. 

Al hacer su relato en jerga campesina, el viejo 
domador decía que esa noche ya á canto de 
gallo, por abajo de los c ombúes » donde estaban 
la abuela y Tristán Hermosa, se enlucemó la 



ISMAEL 305 



I _ii_ ,,:j: 

I 



sombra con las « ánimas benditas », y que del 
fondo del campo por atrás de las cuchillas que 
caían al monte, venían los aullidos de un ani- 
mal extraño que se acercaba y se alejaba, como 
si no se atreviese á llegar á las « casas ». 

La negra imbécil añadía que era « un ánima » 
con cabeza de perro, grande como un buey, la 
que ella vio desde la enramada. 

El mayordomo no fué ni una vez al cuarto de 
la muerta ; y estuvo tomando « caña » toda la 
noche hasta dejar vacías dos botas. 

Tenía los ojos muy hinchados y rojizos ; — 
conversaba á medias palabras, y en lo poco que 
decía hablaba de degollar á Blandengue. 

Al otro día, taparon el cajón y lo condujeron 
al cementerio de piedra, colocándolo junto al de 
la viuda de Fuentes, encima de dos rocas planas 
y más bajas separadas, por cuya hendidura ó 
canaleta corría saltando el agua de las lluvias. 

Estuviéronse á la vuelta algunas horas en las 
« casas », y después se marcharon á Montevideo, 
arreando las haciendas ajenas que encontraban 
á los lados del camino. 

Tal fué en el fondo la relación que hicieron á 
Ismael los moradores de la estancia de Fuentes 
en su estilo llano y la franqueza propia de los 
caracteres rudos. 

Ismael oyó todo siri despegar los labios. 

Con la cabeza sobre el pecho, hosco, reconcen- 
trado, no apartó la mirada del fuego, ni expresó 

20 



306 E. ACEVEDO DÍAZ 



en su semblante pálido de líneas rígidas, una sola 
impresión violenta. 

Estaba frío como una piedra. 

Mucho tiempo estuvieron los tres callados. 
Ismael se secaba las botas acercando las piernas 
al fogón, á la vez que con el lomo de la daga 
les escurría el lodo del camino. 

Después dirigía sus ojos á Blandengue, único 
ser que él parecía mirar allí de frente ; y á quien 
una vez le pasó el brazo por el pescuezo, atra- 
yéndolo hasta juntar su cabeza con su rostro. 
El mastín se lo lamió, y volvióse á su sitio dando 
un resuello. 

El poncho colgado al rescoldo en dos piaderos 
clavados en la pared, había humedecido el suelo 
con una cascada de gotas, y desprendía vapores 
que podían confundirse con el humo. 

Pasóle también Ismael á lo largo el lomo de 
su daga, como para exprimirlo; sacóse el som- 
brero cuyas alas había abatido la lluvia, y aproxi- 
mólo al fuego, en tanto sé alisaba la melena, 
sacudiendo los bucles sobre los hombros. — Todo 
en silencio. 

Tata-Melcho, por su parte, concluyó de des- 
ensillarle su zaino oscuro, que dejó libre; y vol- 
vió á aparecer para invitarlo con un trago de 
su bota llena de caña. 

Ismael se mojó los labios, y la devolvió sin 
decir palabra. 

En seguida fué á sentarse de nuevo al lado 



ISMAEL 307 



del fogón, atizándolo nervioso, y sirviéndose él 
mismo del mate que conservaba en una mapo, 
en tanío de la otra tenía suspendida por el asa 
la caldera. 

Sorbía á prisa, por lo que llenaba á cada ins- 
tante la calabaza, que no era grande ni pequeña. 

Mientras esto hacía de un modo maquinal^ 
por hábito rutinario, el sabor ó el« aroma de la 
yerba parecía estimular el trabajo de su mente ; 
porque en sus ojos pardos, siempre vagos, solían 
lucir ahora algunos reflejos vivos como de quien 
conversa á solas, pico á pico con el instinto su- 
blevado. 

Una' .hora larga se pasó él allí, después de 
esto, encogido y quieto. 

Gertrudis y Tata - Melcho entraban y salían ; 
Blandengue también; pero Velarde no paraba 
atención en ello. 

Sólo cuando el mastín se le ponía delante^ 
refregándose en sus rodillas, vibrábanle los pár- 
pados y contraíase su boca con un gesto amargo. 

j Leal Blandengue ! Le había ayudado á matar 
la tigre, cuando el godo lo mandó á los juncos 
de la barra ; y había sido el único amigo de 
Felisa .... 

Ismael se levantó y salió al patio. 

El viento había calmado un poco, pero seguía 
lloviendo con fuerza. 

Púsose á observar aquellos sitios, recostado en 
la pared, muy próximo al lugar en que un día 



308 E. ACEVEDO DÍAZ 



pechó con su bayo de labor al orejano; miró con 
aire tranquilo el rancho, la enramada, las lomas 
cercanas, y concluyó por advertir que allí mismo, 
donde estaba parado, había caído cierta noche 
« un gajito de cedrón » encima de la guitarra 
cuyas cuerdas él tañía. 

Recién sintió que una opresión le sofocaba el 
pecho, y que quería salírsele de un salto la en- 
traña; y se paseó con la boca abierta como para 
que. el aire le entrase de golpe en los pulmones. 

En seguida volvió bajo de techo, inclinóse en 
cuclillas y quedóse contemplando el fogón hecho 
ascuas, con el pucho apagado entre los dedos. 

Al cabo de un rato, cuando ya oscurecía bajo 
un cielo de tormenta, Ismael reincorporóse y des- 
colgó el poncho de paño burdo, ya casi seco, y 
formando un lío del lomillo, la carona y demás 
enseres de su recado, tornó á salir, recogiendo de 
paso su lanza. 

Encaminóse de allí á la tahona á paso rápido, 
y guarecióse en el cuartito del flanco, — antigua 
escena de sus amores y de sus odios, en donde 
había gustado un goce inolvidable, y donde él 
creyó un tiempo haber dejado al mayordomo con 
el riñon partido. 



ISMAEL 309 



XLVII 



Al verse allí, no pudo menos de estarse quieto 
con el sombrero en la nuca y el freno arrollado 
en la mano, moviendo á uno y otro lado la ca- 
beza entpe visajes de fiera ironía. 

Tiró el freno con ímpetu en un rincón. 

Pasóse la mano por el pañuelo que le encu- 
bría la herida de la frente, que era la que había 
demorado más en cicatrizar ^ntre otras leves, de 
las que recibiera en el choque de la carretera de 
Maldonado, y á poco, recuperó* su calma habi- 
tual, poniéndose á tender en el piso los aperos 
que debían servirle de cama. 

La mesa vieja y la cabeza de vaca habían 
desaparecido del zaquizamí ó chiribitil aquél; y un 
trebejo todo lleno de polvo y telas de araña era 
lo único que se veía allí, arrumbado en un rincón. 

Ve) arde lo estuvo mirando atento ; y al fin, 
reconociéndolo sin duda en la semi- oscuridad que 
lo envelaba, fuese á él y lo alzó con un movi- 
miento de sorpresa. 

Era su guitarra; pero maltrecha con resque- 
brajos y abollones, y una cuerda de menos. Las 
demás, á excepción de la cantarela, estaban rotas. 



310 E. ACEVEDO DÍAZ 



Contemplóla él con cariño. 

En ella puso el pie Almagro la noche de la 
pelea, y allí se notaba « el surco » en la caja 
hendida. — Pero, antes la había hecho sonar la 
pobre « china », y nunca sonó mejor. 

Ismael empezó á reatar las cuerdas y á mover 
las clavijcLs, tentando á veces con el meñique; y 
sin que él de ello se apercibiera, llegó á templar 
á medias el instrumento. 

Con los ojos abismados en las sombras de 
aquella tarde triste, cual si en ellas buscase otra 
de mujer, que en su imaginación veía, rompió de 
pronto á cantar con una voz dulce y simpática 
un « estilo » ; y, cuando su último eco se ' hubo 
extinguido en medio de un gran silencio, pare- 
cióle al gaucho que todo el frío de la soledad 
se le entraba en el alma. 

Calló. Pero sus dedos continuaron rozando 
las cuerdas, con cambio de aire y tono por lar- 
gos momentos. 

Blandengue, echado junto á la puerta, se puso 
á aullar. 

Ismael dejó la guitarra y empezó á descal- 
zarse con pereza las espuelas. 

Había cerrado la noche. Seguía cayendo un 
agua mansa en menudas gotas y soplaba de 
nuevo el viento frío. 

Velarde cubrióse con el poncho, y se acostó 
en su recado boca abajo, sin quitarse las ropas. 

Pasados algunos minutos en esa posición de 



ISMAEL 311 



inmovilidad completa, recorrióle todo el cuerpo 
un temblor convulsivo. Después murmuró pala- 
bras confusas, pu^ la cara de lado, y no volvió 
á agitarse más. Cerca de veinte y cinco leguas 
de jornada al paso de trote, en la columna de 
Manuel Francisco Artigas, habían aplomado su 
cuerpo; y no tardó en rendirlo al sueño la fatiga. 

Su descanso fué sin embargo corto. 

Antes del alba se levantó y fuese á la cocina; 
hizo fuego, cebóse él mismo el mate y asó un 
poco de charque de un trozo que pendía del 
techo, expuesto al humo hacía tiempo. 

Cuando acabó su sobria merienda, asomaba 
un día sin nubes. 

Tata-Melcho, con la cabeza escondida entre 
los hombros, tembleque sobre sus zanquituertas 
y la greña canosa y sucia cubriéndole el pes- 
cuezo, chapoteaba barro con los pies descalzos, 
sobando una guasca en el palenque, como im- 
buido en una ocupación muy grave. 

Gertrudis se entraba y salía de la cocina, 
amorrada y brusca, sin haber dado á Ismael los 
c buenos días », con un trapo incoloro sobre su 
casco lanudo, y haciendo sonar los chanclos de 
madera en los talones encallecidos. 

Velarde se levantó impasible, y dirigióse al 
campo con el freno en la mano, en busca de su 
caballo. 

Así que lo hubo, paciendo cerca, saltólo en 
pelos, y fuese al paso á la tahona. 



312 E. ACEVEDO DÍAZ 

Allí ensilló despacio, alistóse, y á breve rato 
de vagar á pie sin objeto por el sitio por él tan 
conocido en que se elevaba Ja pirame, — como 
decía Aldama, — de astas y huesos, encaminóse 
de súbito al zaino, montó, y cogiendo la lanza 
clavada en el suelo, se marchó al trote. 

Al pasar junto al viejo domador, que seguía 
muy afanado su guasqueo, lo saludó sin mirarlo. 

Tata-Melcho volvió la cara, con xa\adió bronco, 
y quedóse moviendo la cabeza con su gesto de 
estúpido, murmurando: 

— ¡Naide creería 1 

Ismael así que se hubo alejado de las < casas > 
un trecho regular, se detuvo; y dando un giro 
rápido en el recado apoyándose en el pie izquierdo 
sobre el estribo, sentó la pierna derecha en la 
encabezada del lomillo, y púsose á mirar aque- 
llos lugares que alumbraba ya el sol y que nunca 
quizás volvería á ver. 

A un flanco, en el declive de la loma, se alza- 
ban las peñas del c cementerio » con sus cajones 
colgantes, bañados de luz y cubiertos con el bos- 
caje de agrestes arbustos y yerbas paríctarias; 
pero él, al continuar su marcha á paso lento, 
cruzó á algunas varas de distancia sin sujetar 
su zaino, mirando de reojo con la cabeza baja 
aquellos ataúdes sobre los cuales había estado 
golpeando toda la noche el agua del cielo. 

Iba con el barboquejo entre los dientes y la 
pupila mojada, agobiado, en columpio sobre los 
lomos, y floja la rienda. 



ISMAEL 313 



Así caminó más de una legua con Blanden- 
gue al flanco, rumbo á Pando. 

Ningún ser viviente se había atravesado en su 
trayecto; los campos estaban solos, las poblacio- 
nes sin vida, la carretera silenciosa. 

En el horizonte se dibujó en cierto instante 
una silueta negra, que era una tropa de ganado 
yeguar arreada á gran galope por alguna par- 
* tida de las milicias. 

Ese grupo se dirigía hacia el Sauce, y llamó 
la atención de Velarde. 

Cambió entonces de rumbo, desconfiando que 
se hubiese movido la columna de caballería del 
punto en que él la dejó. 

Avanzaba la mañana con un sol radiante; gi- 
rones de vapores flotaban en los bajos y ascen- 
dían lentos para desvanecerse pronto, presagiando 
un día puro y sereno. 

Ismael no había cambiado el paso de su ca- 
balgadura, ni la posición de su cuerpo, y arras- 
traba la lanza cogida del envase de la moharra 
sin apartar su vista del suelo. 

De improviso un rumor sordo que venía del 
lontananza, le hizo levantar la cabeza y pararse 
en la cresta de una loma. 

A ese ruido siguióse un corto silencio, y des- 
pués una serie de retumbos sonoros que se ex- 
tendían como truenos en la atmósfera. 

El zaino alzó las orejas, bufando. 

Ismael se' estuvo todavía un instante atento; 



314 E. ACEVEDO DÍAZ 



púsose derecho en la montura, relampagueó su 
rostro y clavó por fin espuelas, de golpe, arran- 
cando á media brida. 

Blandengue saltó detrás. 

Retumbaba más ronco en los aires un lejano 
cañoneo. 



XLVIII 



Mientras que sus bizarros tenientes tomaban 
en la forma que hemos visto la iniciativa de la 
acción sangrienta, por él dirigidos; y en tanto 
que Pedro José Viera con su milicia provista del 
armamento y municiones de que careciera al prin- 
cipio sublevaba el distrito de Paysandú con el 
apoyo eficaz del capitán Bicudo, D. José Artigas, 
á quien la Junta de Buenos Aires había confe- 
rido el grado de Teniente Cpronel de Blanden- 
gues, y que desde muchos días atrás había pi- 
sado tierra en las Huérfanas, asumía el mando 
superior provisorio de todas las milicias de caba- 
llería organizadas al sur del Río Negro, de los 
blandengues y de las compañías de infantería del 
regimiento de patricios, que debían constituir con 
dos pequeñas piezas de campaña la base de su 
columna. 



ISMAEL 315 

Antes de seguir en nuestro relato eslabonando 
hechos de esta índole, interesa una ligera digre- 
sión acerca de los precedentes necesarios del 
drama histórico cuyos cuadros principales veni- 
mos esbozando. 

En los primeros días de Mayo el movimiento 
insurreccional llegó á su período álgido, y en las 
vastas copiarcas entonces habitadas apenas por 
setenta mil almas, todos los hombres útiles vivían 
en los campamentos atraídos por el prestigio de 
la causa revolucionaria y agitados por la pasión 
local, que en rigor constituía el fondo de la de- 
sobediencia, y la fuente inagotable de las rebel- 
días heroicas; pues que, dividido ya el campo 
entre europeos y tupamaros, estos últimos nega- 
ban la existencia de todo vínculo social ó polí- 
tico con sus antiguos dominadores, considerán- 
dose una familia distinta, como si dijésemos una 
entidad etnológica en pugna con la raza de la 
vieja colonia, y reclamaban para sí la posesión 
y tranquilo goce de las soledades en que se ha- 
bían formado y desenvuelto sus instintos, que en 
verdad, como tales, eran fuerzas más vivas y enér- 
gicas que las ideas, y por lo mismo de acción 
más rápida para demoler hasta en sus cimientos 
el edificio vetusto sin dejar piedra sobre piedra. 

El amor de la tierra virgen en la masa in- 
culta, fué el punto de arranque de la conflagra- 
ción. Sin este amor local ó encariñamiento tenaz 
y fanático por el terrón, por el pago, por el dis- 



316 E. ACEVEDO DÍAZ 



trito, por la provincia; sin este espíritu indoma- 
ble de localismo que levantaba con viril denuedo 
los imperfectos elementos de sociabilidad disper- 
sos en el desierto, y los movía en la lucha sin 
amalgamarlos jamás con los extraños en un cho- 
que permanente de medios, intereses y fines, el 
movimiento inicial habría sufrido en esta banda 
serios contrastes, y aun habría sido sofocado al 
empuje de un poder incontrastable. — Para esa 
grande idea inicial, eran fatalmente necesarias 
estas violentas pasiones. Incubada en los fondos 
misteriosos de la evolución natural que trastorna 
el orden de las cosas y eleva nuevas civilizaciones 
sobre las ruinas de las viejas ó caducas, la idea 
germinaba en un médium perfectamente preparado 
para un desborde de energía concentrada, pues 
que el terreno en tres siglos de abono colonial 
entrañaba el más fecundo semillero de conflictos. 
El elemento culto de la revolución había go- 
zado de las ventajas de los centros, del estudio 
sesudo en meditación fría y sosegada; y estable- 
cida la corriente de ideas entre los cerebros pen- 
sadores, como síntoma precursor de la lucha^ fuese 
formando una serie de compensaciones á la vida 
de inercia; esa actividad laboriosa y secreta del 
espíritu neutralizaba la monotonía del hábito tra- 
dicional, y en proporción lo odioso del régimen 
no recaía tanto sobre la clase inteligente como 
sobre la masa sumisa, dócil al tributo vejatorio 
y á todas las fórmulas consagradas del sistema. 



ISMAEL 317 



Este elemento culto, imbuido en la teoría, sin 
las previsiones de la experiencia, no tenía en 
cuenta los medios, ni la condición sociológica del 
conjunto. 

La masa obedecía inconsciente, pues el hom- 
bre de la colonia era algo como el hombre -es- 
tatua de Condillac; la regla del servilismo lo 
inhabilitaba para el examen y la deliberación, sin 
dejar por eso de aparecer como el elemento ac- 
tivo é indispensable en la economía colonial. 

En defecto de ideas definidas y de propósitos 
ocultos elevados, los instintos y las pasiones com- 
pelidas al retraimiento por la represión penal, 
ganaban en intensidad y fiereza lo que ellos 
perdían en cultura; y habíase acumulado de 
este modo en las clases ignorantes la mayor 
suma de egoísmos locales y de rencores profun- 
doS| materia explosiva que debía estallar al me- 
nor rozamiento, sea cual fuere la grandeza de 
la causa que las reuniese á la sombra de sus 
banderas. 

Si es cierto que toda revolución política y so- 
cial es un estallido de pasiones y un aborto pro- 
digioso de ideas, suprimidas aquéllas se quiebra 
la fibra y no se encauzan las últimas en la co- 
rriente del tiempo. Para que las aguas de los 
grandes ríos se presenten puras y tranquilas á 
la mitad de su curso, natural • y forzoso es que 
antes se estrellen en los peñascos al rodar por 
¡as vertientes, y que resbalen luego en revuelto 



318 E. AtíEVEDO DÍAZ 

y espumoso torbellino confundidas con la broza 
y el lodo de sus oscuros orígenes. 

Coexistían en esta forma cerca el uno del otro, 
el elemento político pensador con sus privilegios 
y sus derechos á la iniciativa, medianamente pre- 
parado con nociones revolucionarias recogidas le- 
jos de las academias y de la disciplina escolás- 
tica; y el instinto comprimido — * el fondo de 
amarguras siniestras» — formado lenta y paula- 
tinamente debajo de la llaga social. 

En esas condiciones morales y sociológicas, y 
antes que causas ocasionales provocaran el mo- 
mento histórico de la sacudida del enjambre, á 
nadie era dado prever la proyección y el alcance 
del impulso inicial traída á concurrencia forzosa 
é ineludible la masa irritada; tan cierto es que 
en las horas del conflicto solemne la soberanía 
del número acelera el movimiento, desnaturali- 
zando- el objetivo á mitad de la jornada ó des- 
garrando la propia bandera en el tumulto, por- 
que la colisión de elementos de una misma raza, 
el encuentro de los instintos indómitos con las 
ideas agrupadas en plan, rebeldes los unos á 
toda autoridad que no emane de la propia natu- 
raleza que los engendra y conserva, rehacías las 
otras á declinar una superioridad que las faculta 
para abrir y señalar rumbos, es un fenómeno 
moral propio de toda época de formación em- 
brionaria. 

Buenos Aires, relativamente á Lima y á Mé- 
jico, era la tercera ciudad. 



/, 



ISMAEL 319 

El virreinato, fuera de no ser una forma de or- 
ganización política permanente, era inmenso del 
punto de vista geográfico; demasiado grande para 
que el principio de autoridad hiciera sentir hasta 
en los últimos extremos la acción directa y eficaz 
de su influencia, una vez rota la regla discipli- 
naria que sofocaba como dentro de una arma- 
dura de bronce los impulsos y pasiones nativas. 

No pudiendo pues, ella, por sí sola, apesar de 
sus asombrosos esfuerzos domeñar el conjunto, 
porque carecía de medios suficientes para impo- 
nerse y constituir una hegemonía especial, la 
I desmembración, por las extremidades al menos, 
tenía que sobrevenir de una manera inevitable. 

El Uruguay, — con una ciudad fuerte de pri- 
mer orden; — el Paraguay y Bolivia, llegaron á 
^ confij^marlo. 

yi(o parece lógico, desde luego, buscar el ori- 
gen de estos cambios en sucesos simples, en pre- 
potencias aisladas ó én hechos transitorios: la 
, causa estaba en el sentimiento vigoroso del 
egoísmo local, como punto de arranque, y en las 
proporciones desmesuradas del armazón de la 
colonia, como base y teatro de acción. 

Explícase así la doble tendencia divergente y 
convergente que más tarde presentó esta acción 
^ las fuerzas vivas encontradas; sin dejar de 
ch^ar entre ellas, se revolverían siempre persi- 
gui^dó un propósito idéntico contra el enemigo 

corriún. 

/ 
/ 



320 E. ACEVEDO DÍAZ 



Como era natural, esas fuerzas libres de la traba 
de la disciplina y exaltadas por el sentimiento 
local, debían agruparse en huestes formidables 
detrás de los hombres fuertes, de aquellos que 
eran capaces de encarnar sus propensiones co- 
lectivas, después de haber cautivado la misma 
fiereza de la masa con el encanto de las proezas 
personales y el « hechizo » del músculo en las 
rudas vicisitudes de la vida del desierto. 

La atmósfera estaba así preñada de gérmenes 
de descomposición é iba á hacerse la ruina por 
doquiera para levantar sobre los despojos la obra 
de la vida moderna, en medio de combates que 
debían durar cerca de tres lustros, como aque- 
llos de los cantos del Ariosto. 

A la alteza del objetivo, uníase pues, la ru- 
deza del medio. 

La muchedumbre campesina, de fiera cata- 
dura, era capaz de poner miedos al ideal. — Pero, 
bajo esa costra de una edad de piedra y detrás 
de esos instintos tenaces ; bajo esa corteza tosca 
y melenuda que hacía de las milicias irregula- 
res vigorosas semblanzas de las huestes de los 
Brenos, latía con la entraña una aspiración no- 
ble que debía devolver después de cruentos' sa- 
crificios, su autonomía propia á una agrupación 
humana y su dignidad al hombre, aun cuando 
rompiese con la unidad del esfuerzo y escapase 
al gran centro absorbente con un reto de so- 
berbia. 



IBMAEL 321 



Esas multitudes en todas partes, no se mo- 
vieron, sabido es, al principio por la conciencia 
clara y evidente de la verdad y del derecho, sino 
por la conciencia de la fuerza, adquirida por su 
intervención paulatina y progresiva en todos los 
sucesos grandes y pequeños, que venían pertur- 
bando desde años atrás el equilibrio colonial. 

Concíbense de este modo las sacudidas turbu- 
lentas de la msisa, que al agitarse al ruido de 
las batallas que se libraban con suerte varia en 
las fronteras remotas del virreinato, surgía á la 
escena arrastrando todas sus miserias y desnu- 
deces, á semejanza de esos anfibios poderosos, 
que al surgir en la superficie de las aguas traen 
consigo el limo del fondo, rebulléndose con es- 
truendo en medio del cauce para enturbiarlo por 
algún tiempo. 



XLIX 



Este- « exceso de energía » del movimiento, no 
previsto 'ni susceptible de ser dominado, asignaba 
por la fuerza misma de las cosas un sitio de pre- 
ferencia en la escena á la prepotencia personal. 

Del pago salió la partida, con su teniente ; y de 
todos los pagos surgió la hueste, con el caudillo. 

21 



322 E. ACEVEDO DÍAZ 



El país quedó así resumida en un guarismo 
imponente, una unidad de voluntades dóciles á 
su vez á la inspiración de uno solo : — todas las 
resistencias locales rindiéndose al prestigio del 
renombre, todas las desobediencias activas identi- 
ficándose al fin en el solo sentimiento de la inde- 
pendencia individual, como un haz de dardos 
enconados bajo una mano de hierro, que al ser 
distribuidos en el combate á impulso de los re- 
sabios de herencia, tenían fatalmente que produ- 
cir la más sangrienta crisis purgadora. 

La tierra de Artigas, donde existían murallas 
de granito erizadas de cañones, era precisamente 
uno de los teatros destinados á esas peleas cru- 
eles y á esas explosiones casi atávicas que un 
sistema de fuerza prepara y fomenta por la 
misma severidad de su rigor. ^ 

El aislamiento en que se había dejado la ex- 
tensa campaña del territorio, al punto de que la 
acción de la autoridad llegó á ser nula en ab- 
soluto hasta que Artigas echó sobre sí á fines 
del pasado siglo la ardua tarea de limpiar inexo- 
rable las comarcas, contribuyó á formar en el 
ánimo de la gente agreste la convicción firme 
de que los campos solitarios con sus ríos y sel- 
vas, montañas, valles y rancherías^ era^suelo de 
tupamaros y no de godos. 

El mismo idioma se desfiguró en boca de los 
criollos. 

Las diferencias morales y sociales se hicieron 



ISMAEL 323 

profundas, y bajo el influjo de estas circunstan- 
cias reagravadas por el sistema político - admi- 
nistrativo de absorción y monopolio exclusivo, 
el espíritu de pago y de independencia indivi- 
dual tomó creces, mirándose con odio todo lo 
que se encerraba dentro de los muros y bastio- 
nes del famoso Real de San Felipe. 

La autoridad de un hombre era la única que 
se había hecho sentir con vigor en las campa- 
ñas, cuando ellas sufrían las consecuencias del 
abandono á que las condenaran las estrechas 
prácticas del régimen; y ese hombre, era preci- 
samente la personalidad típica ó sea el caudillo 
que la pasión local adhería á sus intereses de 
distrito como un apoyo fuerte, sostén y vali- 
miento de todos los egoísmos parciales, cuya re- 
sultante tenía que ser la autonomía provincial 
propia ó la soberanía independiente. 

Los principios de un orden moral y aun polí- 
tico elevado, no influían directamente en los es- 
píritus, extraños como lo eran éstos á los pla- 
nes preconcebidos de un núcleo determinado de 
hombres inteligentes ; las propensiones ingénitas 
á la emancipación y á la vida libre, sólo que- 
daron de relieve cuando las entidades fuertes 
surgidas del seno de la misma muchedumbre 
las encamaron y prohijaron, llevando á ellas la 
convicción de que la « autonomía del pago » 
quedaría afianzada por su propia cohesión con 
el movimiento. 



324 E. ACEVEDO DÍAZ 



Así, para todos los criollos capaces de empu- 
ñar las armas en el período histórico de que 
hablamos, en la personalidad de José Artigas, de 
suya dominante, estaba la garantía del éxito; y, 
aun cuando bajo la presión dura é inflexible del 
viejo régimen hubiesen ellos halagado ilusiones 
ardientes hacia el cambio de cosas, su persua- 
sión era la de que sin un hombre de esas apti- 
tudes en el teatro, que él sólo podía entonces 
animar y transformar con su iniciativa de archi- 
caudillo, habría sido difícil la conmoción y el al- 
zamiento de las campañas. 

Cuando Artigas se presentó en Buenos Aires 
después de su disgusto con el brigadier Hue- 
sas, gobernador de la Colonia, obtuvo una aco- 
gida benévola. 

Frío y reservado por temperamento, duro y 
fuerte por carácter, aunque llevaba « el pelo 
de la dehesa », mereció una consideración que 
hacían exigible sus propios méritos. La Junta lo 
apreció como el hombre de aptitudes necesarias 
para sublevar las campañas de su provincia. 

El no hizo ruegos ni súplicas; sobrio en el 

decir, expuso sencillamente su objeto; y esperó, 

con esa firmeza propia del que ya se ha juz- 

• gado á sí mismo y adquirido la conciencia de 

su valer y su prestigio. 

La Junta lo aceptó y otorgóle un ascenso en 
su carrera, sin disgustarse por la rigidez y la 
aspereza del nuevo héroe que se presentaba en 



ISMAEL 325 

la escena, y que bajo ese aspecto mismo denun- 
ciaba un hombre de iniciativa y de lucha. 

Artigas regresó, y desde el campamento de 
Belgrano puso en juego sus recursos, robuste- 
ciendo moral y materialmente la iniciativa revo- 
lucionaria de Viera y Benavides. 

Las campañas se alzaron en armas. 

Aquella impasibilidad y conciencia de su valer, 
de que había dado indicios en sus cortas rela- 
ciones con la Junta, no se desmintió en el campo 
de Capilla Nueva : igual sobriedad de conceptos 
é idéntica perseverancia en los propósitos^ sin 
un solo acto contradictorio que descubriese en 
su espíritu reconcentrado tendencias discrepan- 
tes, y desde luego de proyecciones distintas á 
las del ideal común, sin que esto importe decir 
que él cediese sólo á una ambición impersonal. 

Aun con haberse presentado pues, con su cor- 
teza selvática á la Junta, compuesta de hombres 
avizores y bastante sagaces para penetrar el es- 
pesor de esa corteza, asignósele así un puesto 
en el gran teatro, valorándose sus alcances por 
su influjo sobre sus comprovincianos. 

El acreditó ese influjo. 

Su presencia en el país difundió la confianza 
y levantó la fibra. 

De ahí la espontaneidad en la acción y en la 
cohesión de esfuerzos por parte de sus tenientes, 
en el momento en que volvemos á encontrarlo 
en la escena al frente de una división de las 
tres armas, y en marcha hacia el enemigo. 



326 E. AC3EVED0 DÍAZ 



El que hallamos de nuevo asumiendo una ini- 
ciativa vigorosa, es el mismo sujeto que en las 
primeras páginas de nuestro relato presentamos 
en el atrio del convento de San Francisco, cuando 
era simple teniente de blandengues, en cordial 
conversación sobre el' Cabildo abierto y la for- 
mación de Junta, con el padre guardián y el ca- 
pitán don Jorge Pacheco. 

La sobriedad de costumbres y la sencillez de 
hábitos privados chocaban á primera vista en 
este personaje agigantado por el prestigio, cuya 
juventud se había desenvuelto en los desiertos. 

Era, sin embargo, austero, y no alteró nunca 
esa educación que él mismo se diera, apesar de 
su contacto casi continuo con los elementos cru- 
dos de aquel tiempo de reversiones y borrascas. 

Con un espíritu superior en relación y apto á 
domeñar el enjambre bravio, Artigas era todo un 
caudillo. 

No bebía, ni jugaba. Su alimento ordinario 
aun en medio de los azares de la existencia ac- 
tiva, era la carne asada, ó el churrasco puesto 
en sazón en la ceniza ardiente. 

Vestía traje sencillo: chaqueta y pantalón de 
paño fino, botas altas, poncho ó capote en el 
invierno. La misma sencillez en el recado, de 
buena calidad, pero sin trena, ni lujo. 

En este organismo admirablemente dotado para 
sobrevivir á muchos de los hombres jóvenes de 
su tiempo, había vigor de cerebro é inteligencia 



ISMAEL 327 



lucida, — de esas que saben á donde van en medio 
mismo del tumultp, — astutas, sagaces, previsoras, 
y á las que sirve de apoyo consistente un carác- 
ter firme é indómito propio para no perder la 
calma ante los excesos del desborde, — y fundido 
para sobrellevar impasible el rigor de las de- 
rrotas. 

El mismo no era más que « un exceso de ener- 
gía » del movimiento inicial revolucionario. 

Había que aceptar tal como surgía á este 
< hijo del clima » ó á esta encarnación típica de 
la sociabilidad hispano- colonial, de cuya esencia 
fué el engendro; porque, representante nato de 
todos los anhelos y aun de todas las soberbias 
de una masa poderosa, su inmixtión era fatal en 
los formidables sucesos de la época. 

La revolución necesitaba triunfar sobre el gran 
peligro permanente del dominio español en Mon- 
tevideo ; ó por lo menos aislarlo, sublevando las 
campañas y dirigiendo las muchedumbres arma- 
das hacia esa plaza fuerte, que llegó á contener 
dentro de sus muros ciclópeos seis mil soldados, 
cuatrocientos oficiales, seiscientas piezas de arti- 
llería, un inmenso parque de pertrechos y cien 
embarcaciones en la rada. 

Esa empresa que parecía ardua, casi imposible 
al principio, por los sentimientos de lealtad al 
rey de que se suponía animados los espíritus en 
esta banda, fué acometida por el caudillo des- 
pués de su incidente con el brigadier Muesas, 



328 E. ACEVEDO DÍAZ 



con tan hábiles maniobras, que en menos de cin- 
cuenta días como hemos visto, propagóse hasta 
la más lejana zona el fuego de la insurrección. 



L 



Por eso le volvemos á encontrar ahora al frente 
de una división militar confiada á su valor y á 
sus aptitudes de caudillo por la autoridad su- 
prema; y con la que alcanzaría en breve una 
victoria fecunda que había de dar por resultado 
el dominio absoluto de las campañas, la suspen- 
sión de las negociaciones sobre armisticio, y la 
evacuación de la Colonia del Sacramentó — cen- 
tinela avanzada de los ríos. 

Componían esa columna doscientos cincuenta 
hombres del regimiento de patricios y noventa y 
seis blandengues, á las órdenes del teniente co- 
ronel Benito Alvarez y del capitán Ventura Váz- 
quez; trescientos cincuenta caballos, y dos pie- 
zas de á dos. 

En la víspera del combate la división se re- 
forzó con la caballería de Maldonado y Minas, 
hasta completar mil combatientes , y de esa mi- 
licia se destinó una fracción á la infantería, que 
sumó entonces cuatrocientas bayonetas. 



ISMAEL 329 

Este conjunto caprichoso de soldados de uni- 
forme, fusileros con andrajos, casaquillas incolo- 
ras, sombreros de altas copas, gorros de cilindro, 
chiripaes haraposos, enormes espuelas, lanzas de 
cuchillas y cañoncicos que parecían cerbatanas 
para soplar bodoques, — pero todo bien organi- 
zado y dispuesto, — habíase avanzado hasta Ca- 
nelones en marcha al campo enemigo. 

Estaba éste situado en la villa de las Piedras, 
a cuatro leeuas de Montevideo. 

Durante tres días y medio un cierzo helado y 
el agua que caía copiosa de las nubes acosaron 
persistentes la división en marcha, inundando los 
terrenos bajos y compeliendo la tropa á acampar 
en las lomas, donde era casi imposible el vivac 
bajo tan ruda inclemencia. 

El frío recrudecía, y patricios y blandengues 
calados hasta la piel, desprovistos muchos de 
ponchos de paño y algunos del abrigo más mo- 
desto, anhelaban la hora del nuevo día por si 
asomaba el sol — ía capa de los pobres — que 
debía calentar sus músculos y retemplar sus áni- 
mos para el momento de prueba. 

Sus rayos disiparon los vapores después de 
las diez; pero en ese día Manuel Francisco Ar- 
tigas comunicó desde Pando que una columna 
enemiga marchaba en son de ataque á su en- 
cuentro, y pedía refuerzos para hacer pie firme. 

Artigas resolvió entonces cortar la columna 
destacada, y reservándose el mando inmediato 



330 E. ACEVEDO DÍAZ 



del centro, compuesto de blandengues y patricios 
con las dos piezas de artillería, dio al capitán 
León el del ala izquierda, al capitán Pérez el de 
la derecha, y á Tomás García de Zúñiga el de 
la reserva. 

Cubiertos así los flancos, rompióse la marcha 
en columna en la hora del ocaso; pero sobrevino 
la noche en las puntas del Canelón, paralizando 
el movimiento de las fuerzas. 

Rayó un alba tormentosa. 

Una lluvia densa que sacó de cuencas las más 
pequeñas corrientes de agua y el arroyo del 
Sauce, arremolinóse con una ventisca frígida so- 
bre el campamento por algunas horas. 

Esa tarde, la milicia de Manuel Francisco Ar- 
tigas compuesta de trescientos ginetes, se puso 
á la vista y efectuó su junción, haciéndose inne- 
cesario el movimiento estratégico de flanco em- 
prendido por las tropas regladas. 

La víctima de la excursión de la fuerza rea- 
lista, que pudo sentir á tiempo el movimiento, 
lo fué en sus valiosos intereses el respetable su- 
jeto don Martín José Artigas — padre de los dos 
caudillos — á quen se asaltó en medio de las 
tinieblas su propiedad rural y sus dehesas, sus- 
trayéndosele cerca de mil cabezas de ganado para 
provisión de la plaza. 

El día asomó sin nubes — un sol de Mayo — 
decían los patricios; — algunas detonaciones lejanas 
anunciaban ya la aproximación del enemigo, y 



ISMAEL 331 



las partidas exploradoras hacían paso á paso su 
repliegue. 

Artigas no esperó que se acercasen los tercios 
españoles, y moviendo su columna de cuatro- 
cientos infantes y seiscientos caballos avanzóse 
al encuentro con denuedo, trabándose el fuego 
de guerrilla salpicado con las descargas del 
cañón. 



LI 



Cuando Ismael se separaba de la división de 
Manuel Francisco Artigas para dirigirse á la 
estancia de Fuentes, su compañero Aldama, de 
quien estaba apartado desde el día del regreso 
del pago de Viera, desprendíase con una partida 
de la fuerza de Venancio Benavides destacada 
en la Colonia, y se incorporaba en la tarde al 
grueso de la columna en las puntas del Canelón. 

Esa noche era necesario trasmitir órdenes á la 
caballería de Maldonado, acamp&da en Pando, 
que tenía en jaque al enemigo por el flanco, y 
cuyo jefe pedía auxilio, amagado al fin como era 
de esperarse por una fuerza considerable. 

La crudeza d^ un aire helado unido á una 
lluvia copiosa, la oscuridad intensa de la noche 



SS2 E. ACEVEDO DÍAZ 

y el desborde de arroyos y cañadas hacían muy 
difícil la cruzada para el que no fuese hábil ba- 
queano en aquellos matorrales, imponentes á tan 
altas horas. 

Con todo, Aldama que conocía muy bien esos 
sitios entonces incultos, se ofreció para llevar la 
comunicación, la que le fué conñada, partiendo 
en el acto hacia el campo de Manuel. 

La travesía fué feliz, salvo los accidentes en 
las zanjas llenas de agua y en los pantanos ce- 
nagosos. 

La división no se había movido de su campo 
y estaba alerta, a pesar de los rigores del tiempo, 
sin fogones ni tiendas. Los hombres en su mayor 
parre se encontraban montados, bien cubiertos 
con sus ponchos. Otros daban descanso á sus 
■ caballos manteniéndose de pie apoyados en el 
recado que cubrían con el embozo, y algunos 
escudaban el pecho y la espalda con pieles de 
camero en defecto de otro abrigo, en cuclillas 
junto á sus caballerías en grupo. 

Esta división había pasado por algunas peri- 
pecias. 

Cuando Velarde y sus compañeros llegaron á 
encontrarse en Pan de Azúcar con la partida 
suelta de Juan Antonio Lavalleja, la columna de 
Maldonado y Minas venía en marcha buscando 
la incorporación de Artigas. 

La cohesión con la hueste de Frutos se hacía 
pues, ya imposible á partir de que la orden reci- 



ISMAEL 333 



bida era la de salvar distancias á trote largo sin 
más demoras que las treguas de resuello. — Is- 
mael se agregó á la columna. 

Esta siguió sus marchas forzadas hasta ponerse 
al habla con Artigas ; y ya hemos visto cómo á 
la altura de Pando desprendióse Velarde rumbo 
al río Santa Lucía y calera de Zúñiga. 

La división de Maldonado hizo alto cerca de 
la villa, bajo una lluvia densa acompañada de 
una de esas ventolinas otoñales que nada desme- 
recen de las borrascas del invierno. 

Las tropas españolas se habían movido en 
tanto fuera de muros, y avanzádose hasta las 
Piedras en número próximamente de setecientos 
infantes, inclusa la dotación de piezas, cuatro- 
cientos caballos, dos obuses de á treinta y dos, 
y dos ó tres piezas de á cuatro, servida cada 
una por diez y seis artilleros. 

El virrey Elío justamente alarmado por el le- 
vantamiento de las milicias de campaña y el giro 
extraordinario de los sucesos, resolvióse tentar 
este esfuerzo, lamentándose en el fondo que el 
brigadier Muesas — por otra parte militar meri- 
torio — hubiese dado motivo á Artigas para ale- 
jarse de su campo y cuerpo de blandengues é 
ir á ofrecer el concurso de su prestigio á la 
Junta de Buenos Aires* 

Elío atribuía así, como se ve, á los simples 
efectos de un desagrado personal con su teniente, 
la actitud actual y resuelta de Artigas, confun- 



K4 E. ACEVEDO DÍAZ 

diendo la causa de ocasión ó aparente con otra 
más profunda en rigor de lógica ; ya se consi- 
dere al futuro caudillo animado de un patrio- 
tismo puro, ya bajo el influjo de las pasiones 
que sirvieron más tarde de nervio de resistencia 
á la emancipación local. 

El hecho es que el virrey escogió sus mejores 
tropas para afrontar esta aventura, confiándolas 
á oficiales valientes y experimentados. 

Excepto un- trozo de milicia — y ésta misma 
de primer orden — á las del capitán D. Jaime 
Illa, la casi totalidad era infantería veterana de 
rígida disciplina bajo el mando superior del ca- 
pitán de fragata D. José de Posadas; y subal- 
terno de los tenientes Borras y Cañiso, entre 
otros, y de los alféreces de navio Argandoñe, 
Montano, Castillos y Soler. 

En la caballería compuesta de criollos afectos 
momentáneamente al sistema, figuraban en por- 
ción regular los peninsulares con Jorge Almagro 
á la cabeza. 

El mayordomo de la estancia de Fuentes había 
llevado un buen concurso á la plaza, en hombres 
adictos y haciendas ; y lo que constituía el tronco 
de la milicia organizada se confió á su celo y 
decidida adhesión á la causa del rey. 

El escuadrón parecía dispuesto á quebrar lanzas. 

Su primer movimiento ofensivo á vanguardia 
e una columna volante, se dirigió á la caba- 
ería de Maldonado, cuyos hombres en su ma- 



ISMAEL 335 

yoría estaban armados como los de ArtigavS, de 
varas con cuchillos enastados. 

Con todo no se llevó el ataque. 

La columna de los independientes, la noche de 
la llegada de Aldama, corrióse un poco sobre 
uno de sus flancos, destacando algunas partidas 
exploradoras. 

Aldama al frente de una de ellas cruzó en 
medio del agua y las tinieblas parte del distrito ; 
y pudo observar que la caballería enemiga, cam- 
biando de rumbo, penetraba al campo de don 
Martín José Artigas y emprendía el arreo del 
ganado. 

En un terreno resbaladizo y entre las sombras, 
al favor de la lluvia y la tronada fragorosa, 
el gaucho bravo cayó sobre una guardia avan- 
zada que destrozó, cogiendo dos prisioneros. 

Por éstos supo que quien había entrado al 
campo de Artigas era Jorge Almagro con su 
escuadrón. — En seguida se replegó á la columna. 

La noticia le había sorprendido. 

El mayordomo estaba vivo, y nada sabía él 
de Ismael! 

Durante la marcha Aldama llegó á reconocer 
en uno de los prisioneros, para colmo de sorpresa, 
á un peón del establecimiento de Fuentes, anti- 
guo compañero suyo y de Velarde en las faenas 
pastoriles. Este, como otrosí del pago, había se- 
guido á Jorge á Montevideo por im exceso 
natural de servil respeto á los fuertes. Aldama 



336 E. ACEVEDO DÍAZ 



le hizo hablar, enterándose de todo lo acaecido en 
la estancia de la viuda desde el día de su ausencia. 

Cuando el prisionero hubo concluido, él le pre- 
guntó por qué no había amparado á la pobre 
moza en sus pesares, siquiera por lealtad al apar- 
cero; y oída la respuesta evasiva del preso, el 
gaucho se le acercó mucho mirándolo con ojos 
feroces, y díjole lleno de rabia, echando mano al 
cuchillo: 

— ¡ En tuavía te voy á degoyar, maula ! 

El miliciano se apartó de un salto por un 
tirón brusco de riendas; Aldama hizo chasquear 
la lonja en la carona, y siguió su camino gru- 
ñendo. 

Pero uno de sus compañeros que marchaba 
en pos, al notar el movimiento brusco é inespe- 
rado del prisionero creyó que intentaba la fuga 
al favor de las sombras, y enristrando su lanza 
de clavo se la hundió en las espaldas, arrancán- 
dolo con terrible empuje de los lomos. 

Otro de los soldados que no esperaba sino 
eso al parecer, estimulado por el ejemplo y el 
instinto, echó pie á tierra, y montándose en el 
cuerpo que se revolvía en el pasto lodoso, des- 
envainó el cuchillo y lo pasó por la garganta 
de la víctima con asombrosa rapidez. 

Esta dio un ronquido, sacudiéndose un mo- 
mento ; y antes que el soldado hubiese concluido 
de montar á caballo, el caído se quedó rígido y 
tieso. 



ISMAEL 337 



— ¡ No sea bárbaro, canejo ! — exclamó el que lo 
había herido con la lanza. — FA chuzazo era de sobra. 

— Le parece, — replicó el otro fríamente. — Este 
jué poyo negro que salió de güevo blanco, como 
consuelo de cuervo. 

Aldama que marchaba algunos pasos adelante, 
no se apercibió siquiera de lo que había ocu- 
rrido detrás. 

Toda esa noche se estuvieron sucediendo fríos 
aguaceros, y amaneció el día con negro cortinado 
de nubes que descargaban copiosos raudales. 

La columna movió su campo, y á poco andar 
se detuvo en una ladera, hasta que pasó la vio- 
lencia de la lluvia. 

Al pie de la loma se acampó y tocóse á car- 
near. Volteáronse en media hora algunas reses 
gordas, cuyas carnes convirtiéronse bien pronto 
en asados y churrascos que saboreó con deleite 
la milicia, condenada á la abstinencia día y me- 
dio, no habiendo hecho otra cosa en ese lapso 
de tiempo que churrupear el aguardiente de las 
cantimploras y entretenerse con el humo del tabaco 
negro. 

Saciado el hambre y fortalecido el cuerpo del 
soldado, el clarín sonó á intervalos, y por último 
tocó « á caballo » y « en marcha ». La columna 
se puso en movimiento entre un espeso velo de 
llovizna, y caracoleó por el terreno quebrado 
subiendo y bajando cuestas rumbo á las puntas 
del Canelón. 

22 



338 E. ACEVEDO DÍAZ 



De este punto había salido Aldama la noche 
anterior, y allí se encontraba Artigas acampado 
cuando la división llegó á ocupar su sitio en el 
cuartel general. 

Casi todos los soldados con las piernas des- 
nudas, se ocupaban en secar los zapatos ó las 
botas, y en limpiar las armas oxidadas por la 
humedad, especialmente los pesados fusiles de 
piedra de chispa y los dos pequeños cañones de 
á dos que constituían toda la artillería. 

Presumíase que el día siguiente amanecería 
sereno, y que habría combate. Se ansiaba por 
el sol y por la g]oria. Las dos cosas debían 
obtenerse en todo ese día tan suspirado. 



LII 



Llegó por fin, tranquilo y radiante. 

En sus primeras horas, el comandante en jefe 
español que, como Artigas, había intentado algu- 
nos movimientos para « batir en detalle », tomó 
la ofensiva resueltamente; y dejando en las Pie- 
dras una g^an guardia con un cañón cargado á 
metralla, dirigióse con cerca de mil hombres de 
las tres armas y cuatro piezas, al encuentro de 
Artigas, quien á su vez venía ya en marcha con 



ISMAEL 339 



ánimo de no ceder un palmo de terreno á su 
infantería veterana. 

Ya frente á frente, aunque separados todavía 
por un trecho regular, los obuses de calibre 
treinta y dos empezaron sus descargas, que fueron 
aumentando por momentos hasta trabarse la pelea» 

Las fuerzas realistas apartadas dos leguas de 
la viíla, tomaron posición en unas alturas llenas 
de pedregales á un flanco de la carretera, y 
engrosaron poco á poco sus guerrillas en des- , 
pliegue al frente sobre una loma paralela. 

La aglomeración allí llegó á ser considerable» 

Artigas puso entonces en movimiento su ala 
derecha, ordenando á su jefe el capitán Pérez, 
que practicase una diversión encima mismo del 
enemigo, aunque eludiendo los fuegos de artille- 
ría, hasta obligarlo á salir de su campo. 

Cumplióse la orden, y viendo á Pérez ponerse 
en retirada, la tropa realis'ta creyendo habérselas 
con simple caballería salió en su alcance, siendo 
ésta la señal del comienzo de la pelea. 

Artigas arenga sus tropas, « que juran morir 
por la patria » ; avanza en línea á paso firme, con- 
fiando su ala izquierda al intrépido teniente coronel 
Valdenegro; lanza la caballería de Maldonado á 
cortar la retirada del enemigo; ordena echar pie 
á tierra ya encima de los tercios á toda su in- 
fantería, y ante un repliegue falso sostenido por 
el fuego de los obuses, manda cargar la columna^ 
arrollándola y arrojándola sobre la loma en que 



340 E. ACEVEDO DÍAZ 



el grueso tendido en batalla cun su artillería de 
gra,n calibre al centro y dos cañones á los extre- 
mos, empeña la acción con nutridas descargas. 

En este ataque recio que barrió.^1 declive como 
una ola fragorosa, el teniente Prieto de patricios 
lleva en sus espaldas un cajón de municiones 
en defecto de muías de carga; el sargento Ri- 
vadeneira empuja con sus manos las ruedas de 
una pieza entre las balas con impávido denuedo ; 
los presbíteros Valentín Gómez y Santiago Fi- 
gueredo con sus negras vestiduras jse adelantan 
por el centro de la línea alentando en medio á 
la humareda los batallones á la victoria; y los 
ginetes de las alas precipitan por la ladera á 
punta de lanza la milicia urbana en desorden. 

El combate llevaba recién hora y media de 
empeñado, y debía durar hasta la puesta del sol. 

Rehechas las líneas, la artillería inicia su serie 
de explosiones y los fuegos de los centros se 
prolongan de allí á tres horas. 

Eran éstos los sordos truenos que á lo lejos 
había sentido Ismael, cuando abandonaba en esa 
mañana luminosa los desolados campos de Fuentes. 



ISMAEL 341 



Lili 



Mantenido á pie firme con ardoroso empeño 
el terreno ganado en el primer empuje, los vete- 
ranos de Posadas con el apoyo de sus cañones 
enclaváronse á su vez en la loma, conservando 
vivo el fuego graneado é inflexible la tensión, de 
su línea. 

Con todo, y á pesar de la superioridad en 
calidad y número de esas tropas, así como de 
su artillería de campaña manejada por peritos 
marinos de guerra, la resistencia no podía durar 
muchas horas. 

La división revolucionaria, cada vez más enar- 
decida, redobló sus descargas. 

Entonces, la fuerte brigada de la loma sale de 
su posición en buen orden al paso de marcha 
ordinaria, mordiendo el cartucho, y comienza su 
repliegue hacia las Piedras, sostenida siempre 
por el fuego de los obuses. 

Un escuadrón de caballería de los independien- 
tes á una voz de Valdenegro, se avanza sobre 
una de las dos alas en retirada, y sujeta sus re- 
domones casi en la cresta de la colina. 

Por esa parte se arrastra una pieza, con un 
carro de municiones. 



343 E. ACEVEaX) DÍAZ 

Un ginete se desprende con impetuoso arran- 
que de la mesnada vocinglera, y cae á lanza so- 
bre el grupo derribando dos artilleros, uno de los 
riialps estrujó bajo los cascos de su zaino oscuro, 
■s demás arrojaron escobillón y mecha, y 
n á confundirse con el grueso del ala que 
ejaba todavía con aire fiero, 
gaucho, — que era Ismael, — clavó el cuento 
1 lanza junto al cañón, y quedóse allí in- 
1, con la vista fija en la caballería enemiga, 
I si algo buscase en su bien ordenada for- 
ón en escalones, un poco á retaguardia de 
asile ros, 

■ge Almagro se agitaba á la cabeza en un 
lio tordillo negro, y Velarde pudo verle á 
s de la humaza blanquecina sembrada de 
lazos que se extendía al frente de la línea, 
tonces movió el brazo con ira, y volvió rien- 
jara ocupar su sitio en el escuadrón, — en 
entos que se ordenaba cargar vigorosamente 
os flancos. 

nael había entrado al campo de batalla en 
omento en que los tercios españoles efec- 
in su repliegue hacia la loma enhiesta. 
mque apurado su caballo por la rodaja y el 
ique, venía brioso y entero. 
gaucho ocupó en el segundo escalón de uno 
s flancos su puesto de combate, escudriñando 
vivo interés la línea enemiga, 
la primera voz de mando, le hemos visto 



ISMASL 343 



desprenderse de la formación y abalanzarse él 
solo sobre el grupo enemigo que pugnaba por 
arrastrar la pieza de artillería hasta el pie del 
declive ; y retirarse luego de divisar á Jorge para 
entrar en la carga á fondo. 

El mozo parecía querer provocar por todos los 
medi8fe un encuentro con el mayordomo, y ma- 
nifestaba en sus movimientos audaces un gran 
desprecio por el peligro. 

Habíase alivianado de sus ropas quedándose 
con una camiseta de lanilla, cuya manga dere- 
cha veíase recogida hasta más arriba del codo. 
Las boleadoras y el « lazo » ensebado, — el que 
usaba para coger novillos y aun yaguaretés, 
de fina argolla y fuerte trenza, aparecían apenas 
ceñidos al recado, como para disponer de unas 
y otro en todo instante sin dilación alguna. 

Tal vez precisase de esas armas, tan temibles 
en sus manos, en la carga decisiva sobre la ca- 
ballería realista á que citaba el clarín de León. 

Se hallaba el grueso realista en una posición 
desventajosa al final del declive de la loma cuando 
la caballería de Maldonado se interpuso á gran 
galope, cortando su retirada á las Piedras, y la 
de las alas cargó como un huracán llevándose 
por delante los escuadrones en tumulto. 

De éstos, sólo uno que se componía de penin- 
sulares voluntarios consiguió rehacerse tras el 
vértigo del entrevero; y el que arrastrado por 
Almagro con viril arrojo, formó á retaguardia 
de la infantería. 



344 E. ACEVEDO DÍAZ 



Los otros dispersos á todos- los rumbos, sin 
excluir el de Montevideo, á donde llevaron la in- 
fausta nueva del desastre, no volvieron más al 
campo de batalla; y hasta pusieron en el caso 
de retroceder y guarecerse dentro de muros á un 
refuerzo de quinientos infantes que venían en au- 
xilio de Posadas, suponiendo á éste el virrey Elío 
fortificado ya en la villa de las Piedras, en cuyo 
punto, como es sabido, había dejado una gran 
guardia con una pieza de á cuatro. 

Los efectos brillantes de la carga de las mili- 
cias, el destrozo hecho en los cuadros veteranos, 
la pérdida de una parte de su artillería en el 
descenso' fatal de la loma, el encierro á hierro y 
fuego de sus tropas inmediatamente después del 
desbande del vidrioso elemento de á caballo con 
que él contaba para reprimir los avances de las 
huestes de Manuel, de Pérez y de León, no aba- 
tieron el valor sereno del capitán de fragata y 
de sus pundonorosos tenientes, — y dando cara 
al peligro en la hondonada, propúsose allí ven- 
der á alto precio la victoria. 

Dentro de aquel cerco de aceros en que se 
batía con denuedo, á la caída de la tarde perci- 
bíanse apenas en medio á las volutas espesas de 
la fusilería y del cañón los morriones de sus sol- 
dados aguerridos, y los celestes penachos de los 
patricios que adelantaban terreno paso á paso á 
la voz ronca ya de sus capitanes. 

Una masa de caballería se movió de repente 



ISMAEL 3d5 



con estrépito en la falda de una de las colinas 
ásperas del ala izquierda, y se vino al choque 
con la de Jorge Almagro, que buscaba romper 
el cerco desesperado á lanza y sable. 

Aquel enjambre de centauros se revuelve un 
instante tumultuario y ruidoso entre feroces au- 
llidos, descargas de trabucos á quema -ropa, re- 
fregones de lanzas, ludimientos de caballos y de 
sables, volteos y reencuentros a toda rienda, sin 
formación y sin orden, saltándose por encima de 
los muertos y heridos que los redomones azora- 
dos pisotean y estrujan ; y entre el polvo, el humo, 
el tufo de la carnicería van á estrellarse dos gi- 
netes, cuando uno de ellos refrena de súbito los 
saltos de su lobuno, gritando con bronca voz: 

— ¡ Esmael ! 

Quien había hablado, era Aldama. 

Ismael, — pues era él en realidad, — le mira 
lívido y mudo, y pasa á su lado como una saeta 
tendido sobre el zaino cuyos hijares desgarran 
las espuelas, con la lanza en la diestra, sin som- 
brero y el vendaje en la frente — que sírvele á 
la vez de vincha para sujetar su larga melena 
sacudida en rizos sobre los hombros. 

El zaino corría con las narices abiertas y la 
boca ensangrentada, muy erguida la cabeza, cual 
si en medio de sus pavores lo impulsara sin em- 
bargo adelante el furor de la refriega. 

A su lado se deslizaba Blandengue veloz con 
la lengua colgante llena de espuma, y el que al 



346 E. ACEVEDO DÍAZ 



primer arranque de los escuadrones había tomado 
parte también en la carga, todo conmovido y 
tembloroso, el ojo sangriento y los colmillos á 
la vista, ladrando con furor, como si se viese 
acosado por una manada de potros. 



LIV 



¿A quién perseguía Ismael en su frenética ca- 
rrera? 

La línea enemiga estaba cerca, y los ginetes 
de Almagro en fuga desordenada iban á refu- 
giarse - detrás de una pieza que sOwStenía el ángulo 
del flanco con fuegos convergentes. 

En las postrimerías ya de su esfuerzo los ter- 
cios menudeaban desde el bajo sus proyectiles 
de grueso calibre, y veíase el atacador en movi- 
miento entrando y saliendo del ánima con febril 
actividad, sin darse otra tregua que la descarga. 

Aldama se lanzó en pos de Ismael, que pare- 
cía irse derecho á la boca del cañón. 

Velarde había distinguido á Jorge en el entre- 
vero; luego le vio huir, con el caballo al parecer 
herido por una bala de pistola. 

Creyó entonces que podía ponérsele encima 
antes que se amparase al piquete de artillería; y 



ISMAEL 347 



abriéndose camino con su hierro tinto en sangre 
bajó la cabeza como el toro encelado que em- 
itiste y carga ciego, precipitándose hacia el lugar 
en que barbotaba denuestos el temible mayor- 
<iorao convertido en caudillo. 

Vio Aldama, que él sin pararse sino á medias 
■en su galope furioso clavó la lanza de hoja retor- 
cida y media -luna con banderola azul y roja á 
un costado de la línea; y que disipada la huma- 
reda de una descarga,' reaparecía en la ladera 
del flanco castigando al zaino á rebenque doblado 
con la mano izquierda. 

Silbaban á esa altura un enjambre de bolea- 
doras, ' 

No pocos ginetes realistas habían caído en 
poder de la caballería patriota á los tiros del 
arma charrúa, admirablemente manejada por los 
ágiles centauros; y cuando fué necesaria, vino 
en ayuda de ella la otra arma arrojadiza, el 
< lazo », para arrastrar fuera de los fuegos á los 
heridos y prisioneros. 

La confusión sucedida al choque aumentaba 
por momentos, lo mismo que en un rodeo de 
hacienda brava que rompe el cerco y se desbanda 
entre galopes y caídas, tiros de « lazos » y « bolas », 
silbidos y clamoreos, con la diferencia de que 
goteaba sangre en esta brega y se magullaban 
carnes y huesos, despenándose sin cuartel y ha- 
ciéndose acopio de despojos. 

Ismael con la misma agilidad que en un rodeo 



348 E. ACEVEDO DÍAZ 



de novillos alborotados, revoleaba por encima de 
su cabeza en ancha espiral el lazo de trenza, 
seguido siempre del mastín. 

Jorge con su tordillo rendido apuraba la fug*a 
á retaguardia de los dispersos, airado el gesto, 
en su impotencia de rehacer los escalones que 
llevaban el desorden á la línea; y volvía el rostro 
afirmándose en su deshecha cabalgadura para 
librar con el astil de su lanza de los tiros de 
holas los corvejones, cuando el lazo de Ismael 
zumbó á pocas varas de distancia, ciñéndosele 
al cuerpo como un aro de hierro. 

Jorge reconoció á Velarde, y al sentirse cogido 
á la manera de una bestia montaraz, abandonó 
la lanza, echó mano al cuchillo en rápido movi- 
miento y tentó cortar la presilla de la trenza 
vomitando injurias. 

Ismael sin embargo, no le dio tiempo para 
zafarse ; y al verle él torcer riendas callado, im- 
placable é hincar las grandes rodajas en el vien- 
tre de su zaino brioso, amartilló una pistola, y 
se asió con la mano izquierda á las crines del 
tordillo prorrumpiendo en un grito de rabia. 

Sólo un puñado de cerdas quedó entre sus 
dedos crispados; porque de súbito con irresisti- 
ble violencia, tras una recia sacudida que le hizo 
perder con los estribos el ánimo, fué arrancado 
de la montura. 

Así mismo caído boca abajo entre los pastos, 
alzó la cabeza, apuntó á su enemigo é hizo fuego. 



ISMAEL 349 



La bala acertó á rozar la mejilla de Ismael, 
dejando en ella una línea roja. 

Almagro se puso de pie tambaleante, hincán- 
dose con sus propias espuelas; y volvió á caer de 
costado, después de arrojar con pavor su pistola 
á la cabeza del gaucho. 

Aldama, que llegaba al sitio en ese momento, 
gritó á Ismael : 

— ¡ Guardia al caiión ! 

La pieza del flanco escupió un tarro de me- 
tralla, que chocando en un pedregal próximo es- 
parció una lluvia de cascos sobre el grupo. 

La lanza de Aldama se hrzo pedazos en su 
diestra, y el ginete mismo dobló el cuerpo ha- 
cia atrás herido en el pecho y se precipitó á 
plomo por las ancas. 

El gaucho bravo se. puso en cuatro manos 
chorreando sangre, y barbotó jadeante: 

— ¡ Cinche, hermano ! 

Ismael arrancó con ímpetu, arrojando una mi- 
rada á Aldama, que se desplomaba en los pas- 
tos con las manos crispadas sobre el pecho. 

Silbaban todavía por aquella ladera las bolea- 
doras. 

En cambio iban apagándose los fuegos de la 
línea realista, exhaustas de municiones. 

Pudo presenciarse entonces un cuadro lúgubre 
en la zona despejada del flanco, delante de los 
escuadrones que habían vuelto á su formación 
perdida en la carga. 



350 E. ACEVEDO DÍAZ 



El cuerpo de Jorge rebotó algunos instantes 
en la falda de la loma, lo mismo que una peonza 
elástica lanzada de la cresta por un brazo po- 
deroso. 

El cañón tronó por última vez salpicando pe- 
dazos de granada en derredor de Ismael, que re- 
cogía su lanza; por un segundo su zaino dobló- 
en el declive los remos delanteros, — enrojeci- 
dos los hijares, tendidas las .orejas al toque de 
corneta, — y reincorporándose en el acto volvió- 
á arrancar con un relincho arrastrando á Al- 

• 

magro que se co^'a á las hierbas y pedregales, 
con los dedos desollados y las uñas rotas. 

Durante el fugaz segundo en que el caballo 
de Velarde flaqueó, Jorge logró ponerse de ro- 
dillas moviendo sus brazos en espantosa angns- 
tia: Ismael le miró con los dientes apretados^ 
pálido, bravio; y Blandengue, tomando sin duda. 
aquel bulto por una res rebelde hendida ya en 
los jarretes por la media - luna, saltó sobre él 
y le hundió el colmillo en la garganta. 

Velarde siguió azuzando su caballo con in- 
descriptible furia; y esta carrera desenfrenada 
por el campo que los combatientes habían sem- 
brado con doscientos muertos y heridos, duró 
algunos momentos. 

El cuerpo de Almagro sacudido en infernal 
agonía, machucado al fin en las piedras del te- 
rreno, hecho una bola sangrienta pasó rodanda 
sobre los despojos del combate, y al llegar á la 



ISMAEL. 351 

línea no era ya más que un montón repugnante 
de carnes y huesos. 

Entonces, el gaucho se desmontó sin apuro» 
Llegóse al cuerpo, y lo estuvo mirando un 
rato con una expresión fría y sañuda, de odio 
aun no extinguido. 

Tenía el rostro desencajado y sucio de pól- 
vora ; una de sus greñas largas se había como 
pegado por el extremo en la desgarradura he- 
cha en la piel por la bala. 

— ¡ Sarnoso ! — murmuró, torciendo el labio. 
Luego le desprendió la trenza que se había 

hundido en las carnes por debajo de los brazos^ 
y lo apartó con el pie. 

El cadáver al rodar produjo un ruido seme- 
jante al de una bolsa de huesos ó de semillas 
secas. 

Blandengue alargó el hocico, olfateando la 
pulpa triturada, algo así como carne de mata- 
dero ; dio un resoplido, y se echó resollante junto 
al zaino oscuro. 

Artigas, á caballo en el extremo del ala iz- 
quierda, vio cruzar á Ismael arrastrando aquella 
masa informe. 

— ¿Qué es eso? — preguntó con frialdad. 

— Un prisionero cogido detrás de las piezas^. 
y ¿ quien ese mastín degolló de una dentellada 

' en el declive, — contestó el comandante Valde- 
negro. 

Artigas apartó de allí impasible sus ojos de 



352 E. ACEVEDO DÍAZ 

verdosos reflejos para fijarlos en el campo ene- 
migo ; habíanse apagado todos los fuegos, rom- 
pían clarines y tambores en ruidosas dianas y 
las tropas españolas abatiendo armas y bande- 
ras, se rendían á discreción. 



Desde sus claustros de San Francisco, en donde 
proseguían sus tertulias cada vez más animadas 
á medida' que aumentaban los ardores políticos 
del tiempo, los frailes, nuestros antiguos conoci- 
dos, oyeron anhelantes los ruidos lejanos de la 
artillería. 

Contaminados por el espíritu entusiasta de la 
época que iba penetrando insensiblemente en los 
centros más rehacios á la innovación, y deposita- 
rios exclusivos decirse puede, de la escasa cien- 
cia y conocimientos político - filosóficos de su 
tiempo, los conventuales entre los cuales había 
jóvenes de hermoso talento, siguieron afanosos 
los progresos del movimiento revolucionario, co- 
mentando paso á paso los hechos que se produ- 
cían y que hasta ese instante eran coherentes 
con los ideales acariciadds por todo el elemento 
criollo. 



ISMAEL 353 

No bastaba eso á sus fervores profanos. 

Desde el principio de la lucha ellos procura- 
ron por medios sigilosos ponerse en contacto con 
loa jefes del movimiento, coparticipar á la dis- 
tancia de las emociones del triunfo ó del con- 
traste, y aun trasmitir á Artigas especialmente 
los datos y nuevas que juzgaban interesantes á 
la causa revolucionaria. 

En la soledad de los claustros, la ansiedad era 
así más honda y afligen te. 

En cambio se miraban con serjsatez las cosas 
y los hombres, y por intuición . lúcida se descu- 
brían en parte los velos del porvenir. 

Fray Benito era un apóstol convencido, tan 
manso y culto de carácter como inteligente y 
sagaz de espíritu; estudioso por hábito, asimila- 
dor de verdades y principios nuevos, elocuente 
y persuasivo en el diálogo y en la controver- 
sia, ajeno á las intolerancias hirientes, apto por 
lo mismo para marchar con las ideas sin infrin- 
gir la regla disciplinaria, y aunque joven, acree- 
dor al respeto de sus cofrades, que le oían siem- 
pre con interés marcado. 

El joven fraile les comunicaba sin gran es- 
fuerzo el fuego de sus creencias y su fe en el 
futuro, sintiendo en su naturaleza el ardimiento 
generoso de las aspiraciones nativas y los gran- 
des anhelos á una vida más conforme con el 
ideal humano, cuya fórmula dio Jesús cuando 
lo bestial pesaba sobre el alma, y la fuerza del 

23 



3r4 E. ACEVEDO DÍAZ 



derecho no ejercía su vigor moral en la con- 
ciencia de los pueblos. 

En las tertulias nocturnas de la celda, el eco 
de su voz era el aue persistía en todos los .oí- 
dos. Se hablaba quedo, pero corj provecho y un- 
ción patriótica. 

El rumor del combate, casi á las puertas del 
Real, los tenía pues, con razón en extremo in- 
quietos. 

Parecían aspirar desde sus celdas el olor de 
la humareda y aguardaban impacientes el de- 
senlace de aquella batalla, de cuy o "resultado de- 
pendía la suerte de las campañas. 

Parte de ese día se pasó en zozobra. 

Lo que ocurría era extraordinario y solemne. 

En la celda de Fray Benito se había agru- 
pado un regular número de religiosos para oír 
un relato que hacía Fray Joaquín Pose, quien 
acababa de entrar de la calle después de haber 
cumplido con los deberes de su ministerio ayu- 
dando á bien morir dos heridos graves de ca- 
ballería que habían logrado retirarse del campo 
de batalla en las primeras horas de fuego. 

Según Fray Joaquín, Posadas estaba irremi- 
siblemente perdido. Sus informes eran de abru- 
mante exactitud. 

Parte de la artillería abandonada, la caballa- 

■ 

ría destruida, el parque en poder de Artigas, los 
cuerpos veteranos acosados de cerca y ya sin mu- 
niciones : el desastre á esa hora era inminente. 



ISMAEL 355 



Una llamarada de júbilo iluminaba todos los 
rostros. 

Los frailes callados, con la vista fija en el na- , 
rrador, no perdían una sola de sus palabras. 

Volvían á cada instante las cabezas, apartán- 
dose con mano nerviosa la capucha para escu- 
chfir los rumores del convento; llevábanse los de- 
dos á los labios cuando sentían ecos sospecho- 
sos, y en algún intervalo de silencio salían al 
patio, quedándose atentos á las explosiones le- 
janas. 

Continuaban los tetumbos. 
Volvíanse á entrar en la celda agitados y fe- 
briles, y proseguía el cuchicheo, casi juntas las 
bocas en estrecho círculo de miradas y de alien- 
tos, rozándose los cuerpos y las manos trémulas 
bajo la presión de una ansiedad profunda. 

Este grupo de frailes, inspirados por Fray Be- 
nito, era el que se distinguía en los claustros 
por sus opiniones favorables á la causa de los 
independientes; y de esas tendencias conventua- 
les estaba enterado el vitrey Elío por otros re- 
ligiosos de la orden tan realistas como él. 

De ahí que ellos procedieran en los últimos 
días con el mayor sigilo en todos sus actos y 
conversaciones íntimas, evitando en lo posible 
avanzar una sola frase que pusiera de relieve 
sus móviles delante del padre guardián ó de al- 
guno de los fervorosos adeptos del viejo régi- 
men. 



356 E. ACEVEDO DÍAZ 



— He notado agitación y movimiento en la 
cindadela, — decía Fray Joaquín. • 

Al pasar por la calle de San Carlos vi parado 
en columna un cuerpo de la marina, en actitud 
de marcha. 

— ¿Irá de refuerzo? 

— Tal vez. La cabeza de la columna miraba 
al Portón de San Pedro. 

Oí decir que se reunían á prisa todos los ca- 
ballos de los carreros en el Hueco de la Cruz .... 

Dos carros de munición y alguna tropa salie- 
ron por el puente levadizo á las doce. 

Fray Benito reconcentrado en sí mismo con la 
barba apoyada en la mano, meditó un momento. 

Luego dijo: 

— Al trote y galope de un mal caballo se 
recorren más pronto que las tropas tres leguas .... 

— ¿Y bien? — preguntaron casi á un tiempo sus 
colegas, excitados é impacientes. 

— En el Hueco de la Cruz, en una tienda de 
cueros, está José nuestro mensajero que tiene su 
caballejo de cargar carne en la costa del norte; 
y ahí cerca de las casernas debe encontrarse 
ahora el viejo pescador Pascual en su. canoa, 
echando el jorro á las mojarras. . . . 

— Cierto es ... . 

— Fray Pedro López podría entonces, sin pér- 
dida de tiempo, llegarse al Hueco de la Cruz y 
poner en actividad á José para que avise á Ar- 
tigas la salida del refuerzo. 



ISMAEL 357 



J6sé es un muchacho de doce años; Pascual un' 
viejo inofensivo ; la canoa puede conducirlo como 
antes de ahora á la playa del norte en pocos 
minutos, y de allí con su caballejo correrse por 
la costa y los campos, en que es baqueano. 

— Voy al momento, — dijo Fray Pedro López. 
Pero, I quién sabe si Josecillo se atreve ! . . . . 

— Es servicial y animoso. 

— El padre ha servido con Artigas en las lu- 
chas del contrabando, — observó Fray Joaquín. 

— El aviso puede ser muy oportuno, y ningún 
agente más seguro que José .... 

— ¡ Veremos ! 

Fray Pedro López salió apresuradamente. 

Era ya la una de la tarde. 

Los redobles del .tambor se sucedían á cada 
instante en la ciudadela, y parecía sentirse en 
la atmósfera el olor de la pólvora de las Piedras 
como un anuncio aciago de derrota. 

Los conventuales siguieron desasosegados muy 
' envueltos en sus capuchas, como en un manto 
de dudas é incertidumbres, vagando por los claus- 
tros, para concluir por congregarse de nuevo en 
alguna celda solitaria. ' 

Los demás no se encontraban en mejor situa- 
ción de ánimo ; susurrábanse cosas graves y co- 
mentarios ardientes, á manera de rezos. 

Fray Benito razonaba sobre los efectos pro- 
bables del combate. 

— En caso de triunfo por Artigas, — decía, — 
el desaliento va á cundir en el recinto. 



358 E. ACEVEDO DÍAZ 



\ 



Pero Elío tiene mucha entraña, y los muros 
muchas bocas de fuego. ¡ Contra esta coraza te- 
rrible va á estrellarse todo empuje i * i 

— ¿Y qué importa, si las campañas están en 
armas ? 

Sobrevendrá el asedio. 

— Cierto es. La revolución ha armado á los 
instintos, y ellos van á demolerlo todo con una 
premura asombrosa quizás sin tregua ni cuartel, 
porque debtruir es la obra con la fuerza del to- 
rrente. 

¿ Qué puede de lo viejo quedar en pie, que no 
sea una mole en mitad del camino de la nueva 
vida ? 

Es preciso cambiar de sangre y de formas, 
aun cuando cada esfuerzo sea un sacrificio y 
cada abnegación un martirio. 

jLos tiempos han cambiado! 

Del dique .... 

Fray Benito se interrumpió aquí. 

Desfilaron por su memoria los cuadros que en 
ella habían diseñado las recientes lecturas de la 
revolución francesa, las doctrinas de Robespierre 
y de Dantón, « el hombre forrado en pieles y 
fierezas » de Juan Jacobo, y hasta los actos de 
cruel severidad con que el movimiento inicial de 
Mayo había marcado el rumbo á la ardiente y 
poderosa generación del tiempo. 

Figuróse quizás una victoria completa del 
nuevo derecho sobre la fuerza : una sociabilidad 



ISMAEL 359 



dispersa, pero llena de anhelos desbordados, en 
frente de leyes y de cbstumbres tradicionales 
que eran enemigos más peligrosos que los ejér- 
citos vencidos en los campos de batalla ; siste- 
mas, organizaciones, fórmulas, ensayos violentos 
en pos de la obra de la espada, tribunos impa- 
cientes por avanzarse al tiempo, -muchedumbres 
ebrias exhibiendo todas sus llagas y armando 
todas sus cóleras para prolongar en los años el 
estridor de la pelea y el delirio de la venganza 
hiriendo en propia carne, como para hacer saltar 
por las heridas la sangre negra que formó el mal 
de herencia. • 

¿Veía ya él, acaso, aparecer en la escena el 
nuevo elemento de acción y reacción; el elemento 
móvil, activo, indomable que venía del fondo de 
la3 soledades como los leones en sus crisis de 
fiebre desmelenados é iracundos, á coadyuvar 
con todas sus fuerzas al ideal común de la ab- 
soluta emancipación, y á pedir en el teatro de 
la lucha un sitio de preferencia en nombre del 
robusto sentimiento local, so pena de ganarse él 
solo posiciones á hierro y fuego entre olajes de 
sangre y de despojos, al punto de trucidar el 
vínculo férreo de la vieja colonia y hacer perder 
el eslabón en la cuenca más profunda del Plata ? 

Bien pudiera ser: porque Fray Benito, fijando 
sus ojos expresivos en el semblante del hermano 
que le había argüido, agregaba como hablando 
consigo mismo: 



DÍAZ 



— El dique al torrente. Ése es el problema .... 

Imaginóse un pueblo que viene á la vida, al 
día siguiente de un trabajo de destrucción y de 
exterminio .... 

Todavía arden las venas, buHe el cerebro, el 
suelo está empapado, fresco está el olor de los 
cuerpos muertos, la pasión del valor aun palpita 
fogosa, el sensualismo de mando se acrece é in- 
crepa, los nuevos, prestigios, las prepotencias que 
han surgido en los campos como los árboles in- 
dígenas con raíces profunda.s, las huestes insu- 
bordinadas que se creen con alientos de legiones, 
la autíacia agreste que se alza al nivel de la su- 
perioridad mora!, lo? antagonismos crudos for- 
mados al calor de la emulación y de la gloria, 
el celo del pago convertido en fanatismo social 
y político — en célula latente de repúblicas for- 
jadas á botes de lanza — todo se agolpa y re- 
crudece, se exagera y desarrolla en formas más 
siniestras á los últimos resplandores del incendio 
subdividiendo el principio de autoridad entre los 
fuertes y reemplazando con las prácticas licen- 
ciosas la regla de obediencia, que aparece en- 
tonces como ley de odiosa tiranía! 

El sistema imperante ha hecho refluir á las 
extremidades los elementos indóciles en su im- 
potencia para utilizarlos en vastas zonas despo- 
bladas, y estos elementos ó fuerzas perdidas de 
la economía social, sin otro vínculo entre sí que 
el que ata á los seres de escala inferior que 



ISMAEL 361 



viven en 'república por instinto de propia conser- 
vación, han llegado á crearse una atmósfera de 
extraña independencia que favorece de día en 
día la impunidad de los hechos y al favor de la 
que los excesos se multiplican en proporción al 
desarrollo de los instintos feroces. 

Sólo guerras sin cuartel^ implacables luchas á 
cuchillo, podrán debilitar ó destruir ese vínculo 
formado en los desiertos por la licencia del gaucho 
errante y la barbaría charrúa ! 

Como una tromba que comienza á formarse 
atrayendo desperdicios y desechos á su centro de 
vorágine para rodar en seguida por toda un» zona 
inmensa, hinchada á su paso incontrastable con 
los despojos del desastre, ocurría sele al fraile 
que él distinguía en el horizonte — allá donde 
hervían las irritaciones nativas — una columna 
espesa de polvo y chispas que levantaban los 
cascos de los potros, sacudida por un viento ca- 
liente de tormenta, y que venía avanzándose desde 
los aduares solitarios entre siniestros rumores. 

De ahí que Fray Benito abatiera á cada ins- 
tante su pensamiento reflexivo al terreno prác- 
tico, y al sondar sus escabrosidades se detuviese 
abismado en lo que él llamaba el problema, — 
verdadera esfinge que se erguía al final de la 
jornada ó del camino tal vez bajo las formas de 
un tipo selecto de raza caucásica, de ojos semi 
azulados y cabellera casi rubia, torso de alcestes, 
bien sentado en los lomos de un bridón de gue- 



362 E. ACEVEDO DÍAZ 



rra, inmóvil entre las ruinas, como observando 
el sitio por donde debía abrirse paso al porvenir 
banderas en alto y paso de victoria, la viril ge- 
neración de la epopeya. 

Después de esos diálogos breves y cortados, 
los frailes volvían al silencio y á la ansiedad, pa- 
reciéndoles que aquel día era demasiado largo ; 
y que dada la persistencia de los lejanos re- 
tumbos, en vez de doscientos, debían haberse 
hecho ya los combatientes dos mil disparos de 
cañón. 

— Todos quedarán muertos antes de la no- 
che, ■*- decía con mucha gravedad Fray Joaquín. 

¡ Cómo truena esa artillería del infierno ! 

Así las horas transcurrían. 

A las cinco, Fray Pedro López trajo la nueva 
de que Josecillo había partido antes de las dos ; 
y de que entraban á grandes grupos en la cin- 
dadela los dispersos de la batalla. 

— Todos son de caballería, — decía. 

El cañoneo ha cesado, y se supone prisionero 
á Posadas con sus cuadros veteranos. 

Pero mucho sigilo, hermanos, — añadió. 

Un empecinado ha seguido mis pasos. 

Ante estos informes, aumentó entre los con- 
•vlentuales el grado de excitación; y al cerrarla 
noche, ya no quedó duda del triunfo completo 
de Artigas. 

Esparcióse por todo el Real como una voz de 
alarma. 



ISMAEL 363 

Infantería y artillería habían caído en poder 
del enemigo con sus planas mayores, piezas y 
banderas — y los independientes venían en mar- 
cha triunfal á tender sus líneas á tiro de cañón 
de la cindadela. 



LVI 



Antes de la victoria, los nativos se sentían 
azorados dentro de muros. 

La intransigencia de los europeos llegó por 
entonces al fanatismo. 

Montevideo, plaza fuerte de primer orden y 
desde luego centro importante de arribo, refu- 
gio y resistencia del punto de vista estratégico, 
revestía bajo otro aspecto todas las formas ca- 
racterísticas de una gran aldea rodeada de mu- 
rallas, donde la vida social por su raquitis y atro- 
fia no trascendía en sus mayores expansiones 
más allá del foso y de los baluartes. 

Verdadero villorrio militar, fundado en condi- 
ciones análogas y con iguales objetos que la Co- 
lonia del Sacramento, sus pobres edificios y ca- 
llejuelas no servían más que para encaje de un 
molde de piedra y hierro ; de modo que bien po- 
día compararse á uno de esos enormes molus- 



3M E. ACEVEIX) DÍAZ 

eos de fornida caparazón que asombran por su 
magnitud y su coraza defensiva, pero que, des- 
provistos de ella, presentan luego un organismo 
invertebrado, frágil é inconsistente. 

La única manifestación intelectual de aquel 
tiempo la constituía la t Gaceta de Alonleví- 
deo s, periódico que salía por la imprenta en- 
viada por la princesa Carlota, y que llevaba el 
escudo de armas de la ciudad al frontis con las 
banderas británicas abatidas,- con arreglo á la real 
cédula que le acordó ese honor á mérito de su 
iniciativa en la reconquista de Buenos Aires, en 
cuya gloriosa acción fueron cogidos esos trofeos. 

Emitían opiniones en esa hoja, el abogado de 
los reales consejos de la audiencia de Lima Ma- 
teo de la Portilla y Cuadra, — que en punto á 
grado de erudición corría parejas con cualesquiera 
letrado menesteroso ; y el religioso fray Cirilo de 
la Alameda y Brea, quien sin materia prima para 
notiibles cosas, llegó después á ser grande de 
España, arzobispo de Burgos, General de la 
Orden de San Francisco y Cardenal, con influen- 
cia omnímoda sobre Fernando VII y sobre otros 
personajes de alto valimiento en la corte. 

Predominaba un espíritu de extremo celo, re- 
trógrado, avieso, implacable, que á su vez en- 
gendraba la intriga, el chisme, el espionaje, la 
persecución, aislando entre sí las familias y ha- 
ciendo difícil y hasta imposible la formación de 
vínculos solidarios. 



ISMAEL 365 



No pocas de esas familias simpatizaban con 
los independientes ; y ya hemos visto cómo hasta 
entre los mismos conventuales de San Fran- 
cisco tenía ardientes afecciones la causa revolu- 
cionaria. 

Desde el primer momento no pasó desaper- 
cibido este peligro interno, doméstico digámoslo 
así, á los partidarios exaltados del sistema colo- 
nial; quienes, para prevenirlo en sus efectos y 
desahogar sus odios contra los nativos, constitu- 
yeron una sociedad ó club político bajo la de- 
nominación de Los Empecinados, 

Este título tenía por origen el que se había dado 
en España á un célebre guerrillero, que aun en 
los días de mayor infortunio para aquella he- 
roica nación, persistió en su duelo á muerte con 
las aguerridas tropas de Bonaparte. 

La sociedad compuesta al principio de diez ó 
doce miembros, aumentó bien pronto sus filas, y 
en progresión geométrica crecieron entonces sus 
pretensiones y exigencias, al punto de alarmar 
al mismo virrey Elío, que tenía el genio violento 
y la mano de plomo. 

Con tan celosos guardianes de la causa del rey, 
los conventuales de San Francisco tenían ojos 
-que los vigilasen, y en los días de que habla- 
mos, con mayor motivo. 

Varias familias honorables, entre ellas la de 
Artigas, habían sido expulsadas de la plaza tres 
días después de la victoria de las Piedras; y éste 



366 E. ACEVEDO DÍAZ 



era ya un aviso serio que debía poner sobre - sí 
á los entusiastas reclusos. 

En una* de esas noches, después de solemne 
fiesta religiosa, Fray Benito se agitaba en su 
celda. 

Los graves sucesos ocurridos en la campaña 
en menos de dos' meses, el estado actual de los 
espíritus dentro de murallas, el peligro de nue- 
vas expediciones de ultramar, la energía demo- 
ledora de la Junta porteña, el desarrollo asom- 
broso de la acción revolucionaria : todo esto surgía 
revuelto y rodaba por su cerebro, y veía al fin 
desenvolverse ante sus ojos aquellos tiempos 
alumbrados con luz de incendio de sus pasados 
ensueños, — tiempos de perturbación profunda, de 
ideales soberbios, de instintos y de pasiones po- 
derosas que iban preparando las luchas formi- 
dables de organización definitiva. 

Luego, volvía á caer su pensamiento á plomo 
con pertinacia en el médium aislado en que se 
vivía, y en las fuerzas sin trabazón ni ligadura 
disciplinaria que se alzaban en los campos gri- 
tando guerra .... 

Insistía esa noche en figurarse á esas fuer- 
zas vencedoras, libres de la tutela severísima, 
con el desierto por delante, dueñas ya del te- 
rreno y de los beneficios dfel cambio, de una 
crudeza virgen en el arranque, en la iniciativa 
y en la acción, abriéndose rumbos por instinto 
ó por un odio incurable á todo poder absor- 



ISMAEL 367 

bente; figurábaselos con sus caudillos á la ca- 
beza en medio de una descomposición profunda, 
recién sacudidas con la conciencia de su po- 
der y de su libertad, frente á frente de las vie- 
jas costumbres desafiando las tendencias unita- 
rias, pero todavía sin planes fijos en una época 
en que no los habían madurado los mismos ce- 
rebros pensadores ; y espantábase á , la idea de 
que á una lucha santa se sucediese la guerra 
social con todo su cortejo de discordias, segre- 
gando porciones distintas de la antigua familia 
hispano - colonial. 

Esos hombres extraordinarios que aparecían 
acaudillando masas, improvisados en capitanes 
por el acaso, la osadía, el talento y el valor, 
fascinadores en su prestigio, sin otra escuela que 
la imitación y el ejemplo ni otro teatro que las 
soledades, llenos de resabios y de temibles per- 
tinacias, ardiendo en los deseos de una vida 
nueva y de un destino mejor, bien pudieran ser 
los genitores de esas largas anarquías en que 
se resolvían según la historia los arduos temas 
de las formas políticas de los pueblos. 

Estas cavilaciones eran á cada paso interrum- 
pidas por la entrada de algunos de sus colegas 
á la celda, los que, no menos sobrexcitados por 
las cosas del día, buscaban encontrarse juntos 
á cada hora en el interés de compartir las emo- 
ciones violentas, las esperanzas y aun las dudas 
que les sugerían los sucesos pasados y la crisis 
del presente. 



868 E. ACEVEDO DÍAZ 



Fray Joaquín Pose creyó sin embargo, dis- 
creto, que esa noche como en la anterior se hi- 
ciese teintulia en el refectorio, y se departiese 
con mucho tino sobre las ocurrencias profanas. 

Los demás acogieron bien esta indicación, como 
si presintiesen un peligro, y fuéronse todos á 
reunirse poco á poco en el local designado. 

Fray Benito fué el último en entrar, y al ha- 
cerlo notó al primer golpe de vista que en el 
refectorio no había otros conventuales que Fray 
Joaquín, Fray Pedro y cinco hermanos más. 

— Extraño es, — dijo en voz baja, — que á esta 
hora sólo estemos aquí reunidos ocho. . . . 

— Eso mismo observábamos nosotros en este 
momento, — repuso Fray Pedro en el mismo 
tono. — Creo, hermano, que algo se trama. 

Fray Benito movió la cabeza y sentóse en un 
sillón de baqueta. 

— No nos cogería de sorpresa. 

El virrey está colérico, y los empecinados nos 
señalan con el dedo. 

— El ruido del escopeteo en la línea debe 
exasperarlos más; pues todo ha podido prever 
Elío, desde que Buenos aires adoptó su fór- 
mula del año ocho: Cabildo abierto y Junta de 
gobierno; menos que fuere, el entonces teniente 
de blandengues, quien venciera sus mejores tro- 
pas y estrechara el asedio. 

— : Así es, — afirmó Fray Benito, cuya mirada 
se iluminó de súbito. 



ISMAEL 369 



Y como recogiendo materiales en su memoria, 
a^ñadió de allí á poco: 

— Cuando un día aventuré yo aquí un juicio, 
diciendo que la iniciativa de Elío . era como el 
primer germen de una idea revolucionaria, y fui 
redargüido, dejé al tiempo que lo confirmase .... 

En ese tiempo estamos, hermanos. 

Es su fórmula aceptada como tal, con otras 
tendencias y fines, la que ha armado ejércitos 
y lo ha encerrado en eifta jaula de piedra. 

— De la que difícilmente saldrá victorioso, — 
dijo Fray Joaquín. 

Se marcha á tambor batiente, y las cosas pa- 
recen tocar á su término. 

— Que se rinda Montevideo es lo poco pro- 
bable, — repuso Fray Benito con aire de duda; 
— y mientras se mantenga firme Elío, la Junta 
de España ha de pugnar por robustecer su 
acción. 

Esta ciudad ofrece á las expediciones milita- 
res y á las escuadras un punto de apoyo ines- 
timable por su posición geográfica, su puerto, sus 
«añones y murallas. 

En tanto sea conservada bajo el dominio, la 
madre patria puede acariciar la ilusión de que 
sus esfuerzos no serán estériles ó aventurados 
por lo menos, desde que tiene abierta una puerta 
en América para el paso de sus ejércitos hacia 
el interior, y un arsenal poderoso con que pro- 
veerlos en todo tiempo sin dificultades ni peligros. 

24 



370 . E. ACEVEDO DÍAZ 

Perderla, ó facilitar su acceso i los indepen- 
dientes que conocen su importancia, sería una 
prueba de impericia de que no creo capaces á 
los generales .españoles. 

En esta región, su fuerza está aquí. 

Rendida la plaza, desaparecería con ella el cen- 
tro de su actividad militar y el nervio de resis- 
tencia. 

— Los franceses arrecian 'por allá. 

— También cargan los agredidos, y puede 
cambiarse de repente la fortuna 

Mi afecto decidido por la causa de América, 
y mi amor por el país en que hemos nacido, no 
me arrastran hasta el punto de desconocer en la 
nación que nos ha dado su idioma y sus hábi- 
tos buenos y malos, esa virilidad patriótica y 
esa pasión guerrera perseverante de que ha ofre- 
cido tantas veces, y está dando ahora mismo 
ejemplos al mundo. 

La guerra podrá ser más ó menos larga y 
sangrienta en la península, y una sucesión de 
contrastes y derrotas podrá también hacer sospe- 
char un éxito desastroso ; pero, la fibra ha de re- 
sistir y triunfar también sobre las combinaciones 
deleznables de un gran capitán afortunado. 

Una prueba elocuente de ese vigor de raza, 
y de _esa fe en sus destinos, la tenemos en la 
Tersistencia obstinada con que sostiene en Amé- 
rica sus pretensiones de dominación absoluta. . . . 

En esto, Fray Luis Faramiñán, que cruzaba por 



ISMAEL 371 



un corredor, entróse de improviso en el refectorio 
con el dedo en la boca y el semblante demu- 
dado, diciendo muy quedo: • 

— ¡ Silencio, hermanos ! . . . . 

Los frailes quedáronse mudos, arrebujándose á 
prisa en las capuchas. 

Uno se hincó en un extremo, de espaldas á la 
puerta, murmurando entre dientes una oración. 

Otro desprendióse rápido el rosario y púsose 
á pasar las cuentas entre sus dedos; y Fray Be- 
nito que tenía el mate eri la mano, lo colocó á 
prisa en la mesa, para coger un breviario que allí 
estaba abierto. 

Los demás permanecieron quietos presintiendo 
un peligro grave, ó la aparición en el refectorio 
del mismo virrey Elío con su cabeza deforme y 
asustadora, móvil sobre un cuello corto y mo- 
rrudo, sus ojos redondos y saltones, sus pelos 
erizados, su gesto de arrebato implacable y su 
zarpa fornida de soldado atleta en perpetua ame- 
naza sobre el puño del espadón. 

Fray Luis, por su parte, comenzó un paseo 
lento con los brazos en cruz y la mirada en el 
suelo. 

Sentíase en el corredor el ruido de una espada. 

Después oyóse claramente el que hacían las 
culatas de varios fusiles, al descansarse en el 
piso con violencia. 

Los religiosos que se habían quedado en sus 
asientos, formaron círculo, y comenzaron un rezo 
á media voz . . . 



N OTAS 



Pág. 30. — Jorge Pacheco. — El capitán don Jorge 
Pacheco, padre del que más tarde fué general Melchor 
Pacheco y Obes, desempeñó en los últimos años del 
pasado siglo el cargo de Preboste de la Hermandad. 

En el ejercicio de tales funciones fué un perseguidor 
tenaz del contrabando en las fronteras del este y 
norte, librando por entonces verdaderos combates con 
gruesos grupos de hombres avezados á la lucha. 

Capaz de estimar las prendas de carácter de José 
Gervasio Artigas, con quien más de una vez sustentó 
cruda refriega, el capitán Pacheco se empeñó, en com- 
pañía del hacendado don Antonio Pereira, para que 
se diese á aquél una plaza de ayudante mayor en el 
cuerpo de caballería denominado ^Blandengues". 

Tanto Pacheco como Pereira, eran amigos de don 
Martín J. Artigas padre dé José y ganadero de va- 
limiento, muy conocido y apreciado en el país. 

La inflaencia del antiguo Preboste prevaleció en el 
ánimo de la autoridad colonial; pues era su opinión 
á ese respecto muy digna de ser oída y aceptada, á 



378 NOTAS 

partir de que pocos como él podían dar testimonio 
del prestigio y poder de sus adversarios. 

La plaza fué acordada ; y desde ese momento el 
cuerpo de Blandengues empezó á prestar importantes 
servicios á la ganadería y á las industrias nacientes. 

El capitán Pacheco, el año XI, adhirió al movi- 
miento encabezado por Artigas, contribuyendo á la 
sublevación de las milicias en la jurisdicción de Pay- 
sandú. 

En esta empresa fué acompañado por el cura de la 
villa don Silverio Martínez^ que fué conducido preso 
á Montevideo; por el presbítero don Ignacio Maestre, 
por los ganaderos don Miguel y don Saturnino del 
Cerro, herido y muerto por sumersión este último en 
el Salto; y por don José Arbide, guipuzcoano de ori- 
gen, por cuyo ardimiento sufrió la misma suerte que 
el cura Martínez. 

En la nota referente al suplicio de " enchipamiento ", 
volveremos á ocuparnos del capitán Pacheco. 

Pág. 114. — Fernando Tobgüés ú Otorgues. — Fer- 
nando Torgués ú Otorgues (como él firmaba), acep- 
tando la corrupción de su verdadero apellido así des- 
figurado por la jerga campesina, era primo de don 
José Gervasio Artigas, y fué más adelante uno de sus 
jefes de vanguardia; aun cuando por sus excesos en 
la gobernación interina de Montevideo, después de la 
retirada de las tropas argentinas, debía decaer, como 
decayó en la gracia. 

Se ha dicho de él, concediéndose tal vez demasiado 
á la tradición oral, que, arrastrado por sus violentas 
pasiones y odio profundo á sus enemigos, gineteó 



NOTAS 379 

más de una ocasión con espacias en las espaldas de 
los "godos". 

Pero este cargo no ha sido hasta ahora confirmado 
por documento alguno ni testimonio fidedigno. 

En cuanto á su carácter y á la índole de &as 
actos^ el lector encontrará un fiel esbozo en el texto. 

Este terrible montonero en las duras guerras que 
se empeñaron por la autonomía local, fué el vencedor 
en Espinillos del barón de Holemberg, á quien tomó pri- 
sionero, así como al comandante Hilarión de la Quin- 
tana, oficiales é individuos de tropa, respetando sus vidas. 

Según una versión autorizada, no sucedió así des- 
pués del combate de Guayabos, en que fué también 
completamente batido el coronel don Manuel Borrego. 

El autor de esta versión dio á la publicidad en el 
Semanario Mercantil de Montevideo, por el año de 
1825, una nota del general Soler al coronel Borrego, 
fechada en el cuartel general en la Florida el 28 de 
Biciembre de 1814, en la que le comunicaba la si- 
guiente orden del Birector supremo: 

"Todos los oficiales, sargentos, cabos y jefes de 
partida que se aprehendieran con las armas en la 
mano, serán fusilados, y los demás remitidos con se- 
guridad á la parte occidental del Paraná, para utili- 
zarlos á la patria en otros destinos, debiéndose ob- 
sejvar el mismo sistema con los vagoc y sospechosos, 
para que el terrorismo produzca los efectos que no 
pueden la razón y el interés de la sociedad." 

Esta nota se hallaba original en poder de Artigas, 
quien proporcionó copia de ella al autor de la versión. 

Afirma éste, que después de aquel decreto directo- 
rial, tuvo lugar el combate de Guayabos. 



380 NOTAB 

Torgués cogió prisioneros algunos oficiales, los reunió 
y les dijo que leyeran aquel decreto inhumano, y en 
seguida mandó ejecutarlo en sus personas. 

De esta manera, en aquellas luchas sin ejemplo, el 
rigor cruel del Directorio llegó á ser aplicado á sus 
propios servidores con la dureza de la pena del Tallón. 

Con todo, después del combate mencionado, cuando 
algún oficial porteño caía prisionero, se le mandaba 
leer dicho decreto, pero no se ejecutaba, 

Pág. 185. — Enchalecar ó enchipar. — El encha- 
lecamiento ó enchipamiento, como decían los gauchos, 
era un género de suplicio excepcional y único. 

El primer término da de ese suplicio una idea en 
cierto modo exacta, aunque en vez de chaleco pudiera 
mejor calificarse de camisa de fuerza el instrumento 
empleado para poner á buen recaudo al reo ó al sim- 
ple detenido. 

En las vastas y desiertas campañas orientales, do- 
minios del contrabandista y del ^ matrero ^^ á fines del 
siglo pasado, los cuerpos de vigilancia tenían que acam- 
par lejos de los escasos núcleos de población que por 
otra parte, carecían de cárceles ó de presidios. En 
campo raso poco uso se hacía de las esposas y grille- 
tes, y las ligaduras con ''lazo" ó ''maneador", según 
los que aplicaban el suplicio, no ofrecían seguridad 
bastante; y de ahí que se adoptase el ''enchaleca- 
miento " como el medio más eficaz. 

En una piel fresca de vaca ó de potpo en su defecto, 
se envolvía y liaba al preso en forma de rollo ó ciga« 
rro, ciñéndosele por los pies, el vientre y el pecho, y 
dejándole únicamente la cabeza libre. Las manos esta- 



NOTAS 381 

ban atadas, á más de recubiertas por los pliegues del 
cuero. Aun cuando el semblante de fuera permitía al 
preso respirar, lo era con ansia y fatiga. Este prin- 
cipio de asfixia llegaba á tomar desarrollo é incremento 
así que el sol y el aire constreñían la piel y conver- 
tían su elasticidad en durísimas arrugas, apretando 
músculos y huesos con violencia á medida que se 
secaba. Por lo común, el paciente sucumbía á esta 
presión horrible entre espasmos y sudores. 

Atribuíase á un Preboste la invención ; pero, no se 
ha logrado aún constatar que él la aplicase sólo en el 
período revolucionario, no faltando quienes aseveren 
que el suplicio tenía origen colonial. 

Ese Preboste era el capitán don Jorge Pacheco, á 
quien hemos exhibido en las primeras escenas de este 
libro. 

El periódico El Oriental que aparecía en Montevi- 
deo en 1829; en su número 12^ al referirse á los prin- 
cipales autores del movimiento revolucionario de Febrero 
de 1811, registra lo siguiente : 

" En la villa de Paysandú, fué uno de ellos el capi- 
tán retirado don Jorge Pacheco padre del general 
Pacheco y Obes, á quien se atribuye haber inventado 
el cruel castigo de ^ enchalecamiento " ejercido contra 
los españoles en los primeros años de la revolución. 
Don Jorge declaraba que había abrazado la carrera 
militar para exterminar á los ladrones^ persiguiéndolos 
á muerte, tanto que cuantos cogía, cuando se hallaba 
sin prisiones ni cárcel segura en que custodiarlos los 
enchalecabay los retobaba y los encoletába para que no 
se escapasen. ^* 

8e ha dicho por más de uno de los que escriben 



382 NOTAS 

historia sin documentos, que Artigas aplicaba este medio 
de seguridad ó de represión en la famosa Mesa en el 
Hervidero y aun en el Ayuí; pero este aserto, nacido 
más bien de la animosidad contra el caudillo que del 
rigorismo histórico, no lo avanzaron en su tiempo los 
mismos implacables adversarios que no tenían escrú- 
pulo alguno en atribuirle, por convenirles así, todo género 
de crueldades. Lo que la tradición oral establece como 
verosímil, ya que no como evidente, es que el "' encha- 
lecamiento " fué invento exclusivo de los prebostes del 
rey ; hecho concebible en aquellos tiempos del» contra- 
bando y del bandolerismo en que el despoblado servía 
de teatro irreemplazable á un drama de sangre perma- 
nente. 

Pág. 195. — Perico el Bailarín. — Este valiente 
ríograndense, que en unión de Venancio Benavides se 
alzó en armas en Febrero de 1811, había sido capataz 
de la estancia de don Cayetano Almagro y llevaba ya 
años de residencia en el país cuando acaeció aquel 
suceso memorable. 

De la epopeya y perfiles salientes de este personaje, 
trazados conforme á datos de rigurosa fidelidad histó- 
rica, el lector habrá formado juicio por lo que en el 
libro acerca de él narramos. 

Viera se sublevó contra el régimen colonial por pura 
amor á la libertad^ según propias declaraciones reco- 
gidas de sus labios por más de un testigo irrecusable. 
Las personalidades con él descollantes en este movi- 
miento, aparte de Benavides, lo fueron el capitán de 
milicias don Celedonio Escalada, español, y los -dos 
hermanos Pedro Pablo y Santiago Gadea, hijos de So- 
riano. 



NOTAS 383 



Como se dice en el relato, con sujeción á la verdad 
estricta, Viera era un zanco de rara habilidad; de ahí 
que el peonaje de capilla Nueva le motejara con el 
apodo de Perico d bailarín. 

Merced á sus ^ pericones '^ en zancos, la anuencia 
de vecinos y aun de gauchos errantes era considerable 
en el establecimiento á su cargo. 

En estas reuniones :il raso empezó á nacer su pres- 
tigio de pago ; prestigio bien cimentado^ porque eran 
verdaderas las simpatías que lo incubaban y difundían. 

Viera hizo en la guerra lo que un hombre brioso y 
esforzado. 

Separado Artigas de la Junta, aquél siguió al ser- 
vicio de ésta con el grado de Teniente Coronel, aban- 
donando al caudillo para siempre. 

Después, Perico el bailarín desaparece en medio de 
las borrascas formidables de esos tiempos ; cesa de 
sonar su nombre, y apenas se sabe que sucumbió de 
dolencia natural en su provincia nativa, transcurridos 
muchos años desde aquel de sus proezas. 

■ 

Pág. 271. — Venancio Benavides. — Benavides tenía 
talla de caudillo, prues reunía todas las condiciones físi- 
cas y aptitudes morales para imponerse y dominar. 

De estatura muy elevada, recio, membrudo y de un 
vigor extraordinario, era su organismo á propósito mo- 
delado para sobresalir en la hueste y atraerse el pres- 
tigio por el hechizo del músculo. Ginete duro é incan- 
sable, su actividad rayaba en prodigio. 

En sus jornadas de hipógrifo aprendían los jóvenes 
gauchos á formarse muslos de acero, á soportar ani- 
mosos el insomnio^ el hambre y el frío, y á robusto- 



CGT BUS inBtintoB locales con una coDtinna acción mili- 
tante. 

Carácter lleno de fuerza y corazón rebosante en bríos, 
demaeiado entero para vivir de otra cosa que de odios 
y de amores, este criollo de pasiones no admitía ri- 
vales ni consejos. 

Abrigaba la ambición, hasta cierto punto legítima, de 
acaudillar las caballerías crien tales después de los 
triunfos de principios del a&o XI, antes de la venida 
de Artigas. 

A pesar de sus reaervas descúbrese ese intento en 
una carta que dirigió al virrey Elío desde sn campa- 
mento La Paragtiaya, con motivo de la proclama lan- 
zada por éste en Abril de 1811 ; carta que registra la 
Gaceta db Hítenos - Aires en su número 41. Benavides 
dícele á'Elío que "<í siete mil hombres dispuestos no 
se conquista con popeles." 

Mandar en jefe esa numerosa hueste era 6. no du- 
darlo su más ardiente anhelo ; y por algún tiempo 
acarició la iluaiún de que la Junta le discerniera el cargo. 

No fué así, sin embargo. 

Ese honor estaba reservado para Artigas que en 
rigor era quien, sin desconocerse pOr esto los méritos 
contraídos por Benavides en las acciones del Coila, San 
José y la Colonia, había levantado y movido la masa 
poniendo en juego todos los medios que le proporcio- 
nara su vasto prestigio. 

Por otra parte, ni la Junta hubiera podido proceder 
de otro modo en su previsión y conocimiento de hom- 
bres y cosas, ni Artigas podía inquietarse por el celo 
de Venancio, convencido como lo estaba de su popula- 
ridad y valimiento. 



NOTAS 385 

Cuando llegó investido del mando^ el disgusto de 
Benavides fué profundo. Acaso porque veía en él una 
entidad superior por la universalidad del prestigio, y el 
conocimiento nada común que poseía sobre el terreno 
y el adversario á combatir. 

A los efectos del desaire, adunó él entonces una 
manifiesta animosidad contra el archi - caudillo, y que 
no le fué posible sustentar con aplomo en el escenario 
de sus primeros triunfos. 

Alojóse después de la toma de la Colonia, para no 
volver más á sus viejos pagos ; ulcerado, más que 
descontento. 

Con el grado de Teniente Coronel siguió al servicio 
de la Junta de Buenos Aires. 

Esta Junta que, producidas las diferencias con Ar- 
tigas, se esmeró en todo momento en sustraer á la 
influencia del caudillo todos los hombres de alguna 
importancia que se habían formado á su sombra, 
encaminó á Benavides hacia otro centro de acción, en 
la imposibilidad de oponerlo como antagonista al ven- 
cedor de las Piedras. 

Benavides se dirigió á las provincias del norte, donde 
ardía también la guerra y abría campaña el ejército 
del general Belgrano. 

En este campamento tuvo un desagrado con su jefe 
inmediato, y pasóse entonces con uno de sus hermanos 
á las tiendas del enemigo en momentos del desastre 
de Cochabamba. 

El general Tristán le dispensó buena acogida, reco- 
giendo de sus labios todo género de revelaciones acerca 
del estado del ejército de Belgrano. 

Hecho el avance por las tropas realistas, encontróse 

25 



386 NOTAS 

t 

en las dos batallas que se libraron, bajo las banderas 
españolas ; y en la de Salta^ después de esforzarse por 
alentar inútilmente á sus compañeros, fué á colocarse 
espada en mano frente á una empalizada que él domi- 
naba con su cabeza, y allí una bala le rompió el crá- 
neo " guardando en su rostro — según las palabras de 
un historiador, — el ceño terrible con que le encontró 
la muerte. " 

Pág. 271. — Balta. — Baltasar Vargas, como su her- 
mano Marcos, paraguayos de origen, residían en el 
distrito de Porongos á la fecha del levantamiento, y 
gozaban en su pago de considerable inñuencia. Merced 
á ésta pusieron pronto eií armas al vecindario, y ma- 
niobraron hábilmente efectuando su junción con las 
fuerzas de Benavides y Manuel Artigas, contribuyendo 
en primera línea á la toma de San José. 

El mayor de los hermanos era conocido entre el 
paisanaje con el nombre de Balta. Oficial activo y va- 
leroso, montaba la gran guardia avanzada en el asedio 
de Montevideo del año XII. 

En ese servicio importante fué atacado de sorpresa 
y cogido prisionero por la tropa española, ,que en su 
salida lo arrolló todo en gruesas columnas hasta al- 
canzar el Cerrito, en donde cargó de improviso á los 
patriotas y hubo de obtener la victoria, á no ser una 
de las balas . disparadas por los pardos de Soler que 
postró en la falda mortalmente herido al bizarro bri- 
gadier Muesas. 

Como casi todos los caudillos que recibieron en su 
tiempo grados y honores de la Junta de Buenos Aires, 
Vargas había vuelto su espada contra Artigas y servía 
á las órdenes del general Rondeau. 



NOTAS 387 



Tiempos después de aquellos primeros combates 
gloriosos, en que él supo ilustrar su nombre, regresó 
á su suelo nativo llevando prácticas é ideas que esta- 
ban en abierta pugna con el sistema despótico allí 
imperante. Los ejemplos de ambas riberas del Plata 
no eran los más á propósito para aquella sociedad que 
vivía del aislamiento y de las reglas conventuales. Pero 
como había hecho méritos para aspirar, el sentimiento 
de la patria lo llevó lejos; y cayó al fin envuelto en 
un plan de rebelión, que al abortar como tantos otros, 
no trascendió fuera de aquella hermosa zona sometida 
á la oscuridad y al silencio. Balta murió en el ban- 
quillo, por orden del Dictador Francia. 

Pág. 314. — Francisco Bicüdo. — El capitán Fran- 
cisco Bicudo, ríograndense como Viera, llevó hasta el 
sacrificio supremo su lealtad por la causa generosa de 
nuestros abuelos. 

Había sido invadido el territorio en su parte norte 
el año XII por un ejército portugués á las órdenes 
del general Diego de Souza, quien vewía ejerciendo 
crueles represalias. 

El capitán Bicudo al frente de una fuerza aguerrida 
se bate en retirada, acosado de cerca por tropas nume- 
rosas; y cuando ya no le es posible mantenerse en 
campo raso, éntrase con setenta orientales en la tres 
veces heroica villa de Paysandú, y allí se encierra, 
rechazando altivo la intimación de deponer las armas. 
Llévale el ataque una fuerza reglada seis veces supe- 
rior en número, y acaso en disciplina; y contra ella 
combate por largas horas enérgica y virilmente sin 
esperanza alguna de socorro. 



♦• 



388 NOTAS 

Al final de esta jornada digna de un cant» de Ho- 
mero, la tropa vencedora penetra en el recinto; y de 
los setenta soldados que lo^ defendían sólo encuentra 
siete hei'idos. 

Entre los sesenta y tres muertos, confundido y cadá- 
ver también, estaba el bravo capitán Bicudo. 

Consig. en las Mera, Inéd, del brigadier general Díaz. 

Pág. 337. — La hüejste de Manuel Francisco Ar- 
tigas. — Para esta hueste inquieta y disciplinada á 
medias, como para las demás, empezaban recién los 
tiempos heroicos. 

La fuerza de la ola revolucionaria debía empujar la 
milicia de Manuel Francisco Artigas compuesta de fíe- 
ros montaraces de los valles de Maldonado y de la 
sierra de las Animas, hasta las zonas del setentrión y 
hasta el trópico envuelta en un torbellino de fuego. y 
de gloria ; pero ya transformada de simple milicia en 
legión aguerrida bajo el mando del coronel Manuel Vi- 
cente Pagóla. 

Los centauros bravios que habían salido de sus pa- 
gos, como escondidos en los lomos entre crines y me- 
lenas, de mirar soberbio y fuerte aliento de libertad 
salvaje, se convirtieron en fusileros, granaderos y vol- 
teadores ; á la sombra de su bandera que hecha gi- 
rones cuelga hoy de las bóvedas de un templo^ cruzaron 
comarcas y soledades ungiendo con su sangre junto á 
sus hermanos la redención de un continente, y al fin 
cayeron exterminados por el plomo y el sable en los 
campos de Sipe - Sipe, legando ejemplo perdurable de 
honor y de bravura militar. 

£n aquella infausta jornada cargó dos veces á la 



• • 



NOTAS 989 

bayoneta/ y las dos veces fué detenido por contraorden 
encima del fuego nutrido, replegándose siempre en 
orden á su línea. Fueron sua restos los últimos en 
abandonar el teatro de la acción ya sin su jefe, que 
se había retirado herido, y dejando sembrado el centro 
con los cuerpos de sus valientes. ' 

Este fué el destino de la hueste de Manuel Fran- 
cisco Artigas, y ése, el fin glorioso del regimiento 
9 de línea. 

Pág. .339. — EüSEBio Valdenegro. — Eusebio Val- 
denegro era oriental, como Rnfino Bauza, Manuel Vi- 
cente Pagóla y Ventura Vázquez, distinguidos jefes 
del glorioso ejército de línea que dejó dos lustros 
sembrados de victorias. 

El año X Valdenegro y Leal aparece dedicando á 
la Junta una canción patriólica; el año XI era te- 
niente de ejército, correspondiéndole honrosa participa- 
ción en la victoria de las Piedras. En el siguiente al- 
canza el grado de mayor general con brillante foja de 
servicios; tres años después, el Cabildo acuerda que, en 
memoria del celo y energía con que defendió la liber- 
tad y derechos de sus conciudadanos, fuese obsequiado 
á la par de Artigas, de Soler, de Álvarez y de 
Viamont, con un sable que se encargaría á Londres, 
en cuya hoja constarían inscritas las causas que da- 
ban mérito á esa resolución ; un mes después, el 
mismo Cabildo -gobernador le confiere el grado de 
general de los ejércitos de la patria. 

En ese mismo año XV, un tribunal militar parcial, 
al solo fin de propiciar para la Junta las simpatías 
de Artigas, condenaba á muerte al comandante del 



39^ NOTAS 

regimiento de guías del ex Directorio sargento ma- 
yor don Antonio Díaz y al teniente coronel de inge- 
nieros don Enrique Paillardelle. El coronel Valdenegro, 
presente en el consejo de guerra, dijo que aquello era 
una crueldad. Echóse entonces á la suerte la vivía de 
los reos ; y tocóle la negra á Paillardelle, que marchó 
en seguida al suplicio. 

Soldado en 1& verdadera acepción de esta palabra, 
Eusebio Valdenegro tenía sólidos méritos é imponde- 
rable arrojo. Condenado con otros al destierro por el 
Directorio en 1817, dirigióse á Norte-América con su es- 
posa ó hijos. Supónese que murió en un lance de ho- 
nor en Baltimore. 

Pág. 339. — Valentín Gómez. — Fué á este presbí- 
. tero, vicario de Canelones^ y después espectable figura 
en la capital del antiguo virreinato, á quien entregó 
su espada el capitán de fragata don José de Posadas, 
una vez rendido á discreción en la batalla de las 
Piedras. 



f 



ÍNDICE 



. Págs. 



1 5 

II 16 

III 30 

IV 37 

V 42 

VI. 48 

VII 55 

VIII. . . 60 

IX 72 

X 78 

XI 85 

XII 93 

XIII 97 

XIV loe 

XV lio 

XVI 117 

XVII , .... 123 

XVni . . 130 

XIX 136 

XX 141 

XXI 148 

XXn 154 

XXIII ' 160 

XXIV .' 174 



I 



• •• I . 

392 , ÍNDICE • ■ > • 

XXV? 185 

XXVI 189^ 

XXVII ' 194 

XXVjn íl . . . 200 • 

XXIX •206 

XXX . 21§ 

XXXI 220 

XXXn 226 

XXXni 234 

XXXIV. 238 

XXXV ' 244 

XXXVI 248 

XXXVII 253 

XXXVIII 256 

XXXIX 2G3 

XL 268 

XLI 273 

XLII 277 

XLIII 283 

XLIV 293 

XLV .... 297 

XLVI 303 

XLVII . . - 309 

,. XLVm 314 

XLIX 321 

L 328 

LI.' 331 

Ln 338 

Lin 341 

LIV 346 

LV 352 

LVI 363 

Notas 377 

3 



*b